El clero secular del arzobispado de México: oficios y ocupaciones
en la primera mitad del siglo XVIII

Rodolfo  Aguirre
iisue-unam

En el reinado de Felipe V la Iglesia secular estaba creciendo y consolidándose como el destino de  cientos de  jóvenes clérigos. En el arzobispado de México se dio un modesto aumento de parroquias y de  la feligresía, por  lo que hubo más expectativas de ocupación para el clero  secular. Se camina ya  hacia la secularización general de  las doctrinas. Así, antes del reinado de Carlos III, el clero  del arzobispado presenta un dinamismo acentuado en su conformación social, su relación con  la nueva dinastía reinante, su tamaño y sus expectativas de ocupación. Este trabajo pretende mostrar que en la primera mitad del  siglo XVIII  los arzobispos intentaron satisfacer la demanda  ocupacional de  una población clerical creciente, aunque con poco  éxito, y que en realidad lo que más se logró fue acrecentar las expectativas de la clerecía.

 

Palabras clave: clero  secular, siglo XVIII, capellanías, ocupaciones, beneficios eclesiásticos.

 

La  primera mitad del  siglo XVIII ha sido  un  periodo poco  estudiado en muchos sentidos. Generalmente se acepta que en  esos años hubo una continuidad de los procesos iniciados en el siglo precedente.1 No obstante, con respecto a la historia de la Iglesia novohispana al menos, las cosas comenzaron a cambiar gradualmente. Si bien es cierto que en  el arzobispado de  México las instituciones y los cuerpos eclesiásticos continuaron una etapa de  consolidación, que venía dándose desde la segunda mitad del siglo XVII, como  el cabildo catedralicio y los tribunales eclesiásticos,2 también lo es que el poder que llegaron a adquirir los capitulares durante un  siglo XVII marcado por  múltiples sedes vacantes comenzó a declinar a favor  de arzobispos de mayor presencia, tanto en años de gobierno como en  autoridad. Eran nuevos tiempos, sin  lugar a dudas, y los  arzobispos nombrados por  Felipe V tuvieron todo su  apoyo para gobernar a ambos cleros, intentado superar la histórica confrontación con los regulares.3
La tendencia de  la nueva administración borbónica de  consolidar un episcopado fuerte para detener el acrecentamiento de poder de los cabildos,  dominados por  intereses  criollos, tuvo un  interés muy  concreto en la primera mitad del  siglo XVIII: tener éxito en la recaudación de  los dos subsidios eclesiásticos, autorizados por  el  papa, aplicables a  todas las rentas eclesiásticas de  ambos cleros.4 Como  resultado de  esas medidas, los tres arzobispos de  México involucrados en  tal  empeño tuvieron, a su pesar, que iniciar una fiscalización de las rentas de su clerecía, tarea nada grata en  una época de  transición del  clero  secular. En  efecto, para esos años hubo un  modesto aumento de parroquias a su cargo, así  como  de la feligresía, y mayores expectativas de ocupación en las diferentes instituciones a cargo del  clero  secular, lo que acentuó la demanda de  órdenes sacerdotales, fundación de  nuevos colegios y cátedras para la formación de los clérigos5 y fomento del aprendizaje de las lenguas, a contracorriente de la política secular de castellanizar a todos los indios.6 En otras palabras: la Iglesia secular en su conjunto estaba creciendo, tanto cualitativa como cuantitativamente, consolidándose como  el destino de  cientos de jóvenes novohispanos en busca de un modo de vida  que en otros ámbitos se les  negaba, y ello incluía a indios y a mestizos.7 Es, sin lugar a dudas, un  clero  que camina ya con  pasos firmes hacia la secularización general de las doctrinas aún en manos de los religiosos.

Así,  durante las  décadas previas al reformismo de  Carlos III, el clero secular del arzobispado de México presenta  un dinamismo acentuado en su conformación social, su relación con la nueva dinastía, su tamaño y sus expectativas de  ocupación. En ese contexto, este trabajo pretende avanzar hacia un mejor conocimiento del bajo  clero  del arzobispado de México en  las  décadas previas a la  secularización de  las  doctrinas; particularmente, de  sus ámbitos de  ocupación y su  inserción en  las  instituciones eclesiásticas, dejando de lado  por ahora cuestiones significativas como  el rango que adquirían los individuos por el hecho mismo de ingresar al sacerdocio. En la historiografía sobre el clero  novohispano ha  recibido más atención el  sector conformado por  los jerarcas y prelados: los  obispos, los miembros del  cabildo catedralicio y, un  poco  menos, los funcionarios de  las  diferentes curias diocesanas. Es entendible, por  otro  lado,  que las trayectorias, el poder y la influencia del  alto  clero  hayan atraído más la atención de  los  historiadores. Es  el caso contrario al del  clérigo común, anónimo, sin  carrera de  altos vuelos, pero indispensable en  la ejecución de  las disposiciones diocesanas. Algunos trabajos ciertamente se han acercado al tema, especialmente los de Taylor, quien ha  elaborado tesis novedosas sobre el papel del  clero  rural en  el régimen colonial.8 Así,  el objetivo principal de este trabajo es demostrar que durante la  primera mitad del siglo XVIII los espacios de ocupación del bajo  clero  aumentaron, aunque no de  una manera satisfactoria, suscitando, eso  sí,  mayores expectativas porque por fin se lograra la secularización de las doctrinas.9
Lejos  de las  prebendas y de los mejores curatos del  arzobispado, destinados a  los  protegidos del  alto  clero,  los  cargos que desempeñaba el bajo  clero  lo ponían frente a la problemática social que vivía  cotidianamente la feligresía del arzobispado de México. De ahí  la preocupación de los arzobispos cuando al arribar a sus sedes e ir conociendo a la clerecía en  quien se delegaban las  tareas pastorales cotidianas se quejaban porque no  era  lo que ellos  esperaban. Pero,  ¿cómo podían ser  los  clérigos bien educados, refinados y de  buena presencia, cuando, recién ordenados  y graduados en la universidad, eran enviados de inmediato a atender poblaciones que llevaban meses, quizás años, de  no tener pastor, con  lo que se cortaban las posibilidades de los clérigos de seguir preparándose? El caso fue que en el siglo XVIII la Iglesia secular pudo dar  ocupación a un mayor número de  ministros, con  lo cual  las  expectativas para una buena parte de familias criollas y mestizas también crecieron.

 

Un acercamiento a la población clerical del  arzobispado

Es  difícil  saber el  tamaño real  del  clero  del  arzobispado, pues aun los mismos prelados desconocían el número preciso. Aunque existen apreciaciones, sobre todo para el periodo colonial tardío, no pasan de  ser  números gruesos. Hacia la década de  1670  el virrey marqués de  Mancera consideraba que en  el  arzobispado había alrededor de  2  000  clérigos, cantidad que consideraba excesiva en  proporción a la población española.10 En 1696,  el por  entonces virrey interino y obispo de  Michoacán Juan Ortega Montañés, sin mencionar una cifra concreta, opinó también que el clero secular era  excesivo. En 1715,  el arzobispo José Lanciego y Eguilaz informaba al rey  que su  clero  era  mucho, al igual que su  pobreza, y ello se debía a que en sedes vacantes se permitía la ordenación “a bulto y sin distinción”, aunque tampoco daba cifras más precisas.11
Las  palabras del  arzobispo Lanciego nos  indican que el  número de clérigos también dependía de la política de ordenación de cada autoridad en  turno; es decir, si normalmente los capitulares en sede vacante no tenían un límite para conceder las órdenes, en sede plena prelados como  él ponían más cuidado al respecto, según veremos más adelante.
Ciertamente, aunque por  lo  regular en  cada diócesis se llevaba un registro o matrícula de  los  nuevos clérigos, era  difícil  saber el número exacto de  los  que en  un  momento dado vivían ahí  o estaban de  paso. Los clérigos tenían una gran capacidad de movimiento; esto es,  frecuentemente salían a  otras diócesis, o bien pasaban de  otros obispados al arzobispado de  México, algunas veces por  semanas o meses; otras, para residir ahí  permanentemente. En la documentación se perciben los apuros  de  los arzobispos por  saber el número y el destino de  la clerecía que cruzaba su jurisdicción. De ahí  las  disposiciones de  los nuevos prelados para que todos los clérigos domiciliarios o residentes se presentaran ante ellos  para exhibir sus títulos de ordenación o licencias para residir, predicar o confesar, si es que venían de otras jurisdicciones. No obstante tales dificultades para cuantificar a la población clerical, las matrículas de órdenes siguen siendo la fuente más importante para darnos una idea menos imprecisa sobre el tamaño y la evolución de  ese universo. En el cuadro 1 se aprecian algunos números al respecto.
Con  estos pocos números es posible proponer algunas hipótesis. En primer lugar cabe destacar la desproporción del número de ordenados de 1710 en comparación con los otros años de la muestra. Entre 1709 y 1711

hubo sede vacante en  el arzobispado, por  lo cual  el cabildo en  funciones se dio  a la tarea de  examinar y dar  cartas dimisorias a los  clérigos para ir a ordenarse a otros obispados, con  tal  de  no detener sus aspiraciones. Al parecer hubo ciertas facilidades para alcanzar las  órdenes por  esos años, tal y como  acusó el arzobispo José Lanciego luego de su arribo a la mitra mexicana.12 Pasando entonces por alto  el año  de 1710,  los números adquieren una mayor congruencia; es decir, ya  no  hay  grandes desproporciones de  un  año  a otro.  En contraste con  la sede vacante de  1710,  es notable la  disminución de  ordenaciones en  1715,  1720  y 1725,  cuando Lanciego estaba en funciones. Igualmente, es posible que el siguiente arzobispo, José Antonio Vizarrón (1730-1748), diera más facilidades para la ordenación, o bien que haya aumentado sensiblemente la demanda. Me inclino más por  esta última opción, pues Vizarrón tenía una pésima opinión  del clero  novohispano.13 El hecho es que se observa una tendencia al alza  que suponemos ya no se detuvo en años posteriores a 1740.
Esta hipótesis se refuerza al advertir que en las décadas centrales del siglo XVIII se alcanzaron los más altos índices en  cuanto a la demanda de grados de bachiller, no sólo en el arzobispado, sino  en todo el virreinato.14

El binomio grado de bachillerorden sacra alcanzaría por esa época su mayor arraigo en suelo novohispano. Un buen indicador sobre el crecimiento del clero  secular lo constituye la demanda de grados de bachiller en Artes en  la  universidad. Este grado, en especial, era  buscado por  la  clerecía porque representaba las  menores dificultades para su  obtención: podían recibirlo en  sus propias localidades o regiones de  nacimiento, ya sea en los colegios jesuitas, en los conventuales o en los seminarios tridentinos. Gracias a que desde principios del siglo XVII la Real Universidad de México reconoció los cursos de los colegios jesuitas para poder otorgar grados a sus colegiales,15 mismo proceso que se siguió a medida que surgieron más colegios en  las  diferentes provincias, un  mayor número de  familias pudo destinar a sus hijos  a la Iglesia. Aunque no es posible afirmar que todos los bachilleres en Artes iban a ser  clérigos, las fuentes hasta ahora consultadas señalan que la  mayor parte del  bajo  clero  del  arzobispado sólo  contaba con  ese grado. La figura del  clérigo bachiller se consolidó como  la más común entre la clerecía novohispana.
Si bien es cierto que la normativa eclesiástica y tridentina, así como  la real,  no exigían necesariamente a los clérigos la posesión de un título universitario para su  desempeño, también es cierto que las circunstancias históricas en que se fundó la Iglesia novohispana la hizo depender desde el  siglo  XVI de  la  universidad y los  colegios jesuitas para la  formación académica de  su  clerecía.16  En consecuencia, el  grado universitario se convirtió en la prueba de los clérigos para demostrar ante sus superiores un cierto nivel intelectual. El grado daba a quien lo poseía, clérigo o no, la “sanción pública de  idoneidad”, como  fue  definida en  la época; es decir, que la persona poseía conocimientos aceptables para ejercer una profesión. Además, un  clérigo letrado siempre tendría mejores oportunidades de  empleo que aquel que no  tuviera grado. Para el siglo  XVIII no  era  común el clérigo que carecía de grado universitario. Ello lo sabía muy  bien el  alto  clero  novohispano, en  el que todos los  jerarcas eran doctores.17
Por  ello  no es de  extrañar que los  candidatos a promoverse al alto  clero destacaran por la posesión de varios grados, en ocasiones hasta dos  de licenciatura y dos  de doctor, aun cuando no tuvieran mucha experiencia en la cura de almas. Los mismos prelados solían favorecer más a presbíteros con buenas trayectorias académicas que a los sufridos curas rurales. Las leyes del  reino también mostraban tal  preferencia.18  También era  bien visto en  los sínodos para ordenar a nuevos clérigos que un  joven tuviera por  lo menos un  grado de  bachiller que garantizara un  mínimo de preparación, con el cual  por lo menos podía ordenarse de las primeras órdenes por  suficiencia. Finalmente, para aquellos clérigos sin  mucho ánimo de integrarse a las  tareas espirituales, el grado les podía abrir otras puertas fuera de  las  instituciones eclesiásticas. No es nada raro  hallar a muchos bachilleres clérigos alejados de  tareas espirituales para quienes el grado quizá fue  más importante. Al revisar tendencias de  graduación del  clero del arzobispado que va  incorporándose a las  filas  de  la Iglesia tenemos lo siguiente:

La gran mayoría de  los  nuevos clérigos tenía el grado de  bachiller al momento de  ordenarse. Los  porcentajes señalados deben considerarse como  un  mínimo, pues es lógico  pensar que muchos de  los  clérigos de órdenes menores que carecían de  grado al momento de  ordenarse sólo eran estudiantes y que tiempo después se graduaron también.
Vayamos ahora a revisar las  expectativas de  empleos y las  tareas de este universo en el arzobispado de México. Veremos primero la situación en  la ciudad de  México y después sus actividades en las  provincias y los pueblos del arzobispado.

 

Oficios y ocupaciones
del  clero  de la ciudad de México

Es conocida la tendencia de  los clérigos a tratar de  establecerse en  las ciudades debido a las mayores oportunidades de educación, de  empleo, de  relaciones y de  riqueza. En el arzobispado no eran la excepción en  ese sentido: tanto los candidatos a promoverse al alto clero  como  aquellos que simplemente deseaban un  empleo estable buscaban residir permanentemente en  la ciudad en espera de  una oportunidad, aun si ello  implicaba pasar incomodidades de  todo tipo. La competencia no  era  sólo entre los originarios del  arzobispado, sino también entre clérigos de  otras diócesis que migraban para buscar en México mayores posibilidades de ocupación. José Bautista Jiménez Frías, originario del obispado de Oaxaca, pero quien hizo sus estudios en México, describía así sus apuros con tal de esperar un cargo eclesiástico en  la capital: “ha ejercitado el oficio de  ayo  y preceptor de muchos niños en  cuya enseñanza e instrucción ha  empleado algunos años, por  no  tener otro medio para adquirir su manutención”.19 En 1704 José Hurtado de Castilla, clérigo del obispado de Michoacán, pidió licencia al arzobispo para jurar domicilio en la capital, debido a que no tenía de qué mantenerse en su región de origen, y en la capital ya había logrado una cátedra en la universidad y el cargo de defensor del juzgado de testamentos.20
Otro caso fue  el del  bachiller Miguel de  Hinostroza, presbítero domiciliario de Guadalajara, quien pidió en 1703 jurar domicilio en México debido a que al morir  el obispo fray Felipe Galindo, de quien fue  familiar, había quedado “desamparado” y sin tener de qué vivir ni mantener a cinco  hermanas; por ello buscaría ahora su sustento en el arzobispado.21
Los  mejor librados en  cuanto a la consecución de  empleos eran normalmente los doctores clérigos, quienes, además de tener el espacio universitario, eran los  candidatos naturales para las parroquias, la  curia y las  prebendas de  catedral. Su protagonismo en México no  deja lugar a dudas: ellos  acaparaban los ascensos y las  mejores posibilidades de  hacer carrera.22 Pero  con los bachilleres clérigos entramos a otras dinámicas y a otros espacios de  acción, mucho más diversos que los del  alto  clero  y que poco  se han estudiado en realidad.
La ciudad de México albergaba, como  es de sobra conocido, un mayor número de  instituciones y dependencias eclesiásticas que cualquier otra ciudad de  Nueva España. Esa  realidad provocó, lógicamente, la creación de varios cientos de cargos, nombramientos y empleos de mediano y bajo rango, que eran precisamente los que buscaba el clérigo medio. Sólo así se entiende la impresión de los arzobispos cuando a su  arribo a la mitra hallaban a cientos de  clérigos de  bajo  perfil  formativo moviéndose de  un lado  a otro,  pretendiendo ocupar mejores empleos. Exageraban un  poco cuando expresaban que no  tenían oficio  ni  beneficio, pues en realidad muchos sí  tenían alguna ocupación temporal, pero deseaban cambiarla por  otra estable y mejor remunerada. No intentaré aquí hacer un  estudio exhaustivo de todos los cargos para clérigos en la ciudad de México, tarea que queda pendiente para el futuro. En cambio, me  avocaré a presentar aquéllos más recurrentes en los archivos del arzobispado.
Los cargos de  confesores y capellanes de  instituciones religiosas, especialmente de conventos de monjas, constituyeron indudablemente una fuente importante de  ocupación. Así  lo demuestra un informe de  1764, enviado por el arzobispo Manuel Rubio Salinas a la corte, donde se registran hasta 924 nombramientos de  confesores y 34 puestos de  capellanes en la ciudad de México, distribuidos en 13 conventos y dos  hospitales de la siguiente manera:

La ocupación como  confesores fue  muy  recurrente, aunque no  había un  salario fijo. Ignoro si recibían alguna gratificación por  esa actividad, aunque me inclino a pensar que no. Lo más probable es que su importancia haya residido en  que era  un  mérito que podía, en  un  momento dado, incidir a favor  del  clérigo para lograr otros cargos. En el informe de  1764 se registran los nombres de los confesores del clero  secular, no así los del clero  regular, de  quienes sólo  se menciona su  número. Respecto de  los clérigos, los  573  nombramientos recaían en  realidad en  223  individuos debido a que la mayoría confesaba en dos  o más conventos. Por supuesto que la actividad como  confesor rebasaba el ámbito de  los conventos. Regularmente, durante cada una de  las  diversas fiestas religiosas del  año, en  las  cuales se obligaba a toda la feligresía a confesarse, los  párrocos solicitaban confesores suplementarios para hacer frente a esa necesidad, lo que daba pie a una actividad temporal sobre todo para clérigos jóvenes aún sin oficio ni beneficio fijo.
Por supuesto que el cargo de  capellán sí recibía un  salario fijo y, aunque no  era  vitalicio, por  lo regular duraba varios años. Los puestos de capellanes mayores los  ocupaban doctores, curas y prebendados de  la catedral; el  resto estaba en  manos de  los bachilleres. Los  salarios podían variar de  un  convento a otro,  pero todos estaban dentro de  rangos más o menos previsibles; por ejemplo, en el de San Bernardo un capellán ganaba 200 pesos al año;23 en  el de  San  José de  Gracia, 125 pesos.24  En el de  San Lorenzo sí había un  salario diferenciado entre el capellán mayor y el segundo capellán: el primero gana 250  pesos y el segundo sólo 200.25 Estos promedios de  ingresos son  equiparables a los  que recibían los tenientes de curas en los pueblos. Por supuesto que esos cargos eran insuficientes ante el crecido número de  clérigos residentes en  la capital. Otro cargo ambicionado en los conventos era  el de sacristán, que percibía salarios similares a los de capellán.
Otra actividad que gozaba por  esos años de  mucha demanda era  la de  capellán de  fundaciones de  misas, mejor conocidas como capellanías, creadas por  las  familias para decir misas por  los difuntos y para que, de paso, sus descendientes pudieran ordenarse y vivir  de  ellas en  tanto lograban un mejor acomodo.26 Un buen indicador de la popularidad de tales fundaciones lo hallamos en los candidatos a  ordenarse cuando debían declarar ante la mitra con  qué patrimonio contaban para subsistir como clérigos. Entre 1717 y 1727,  el 45%  de  los  clérigos de  órdenes menores,
160 de 355, pretendían ordenarse a título de capellanía; entre los subdiáconos fue el 60%, o sea 93 de 154, entre los diáconos el 53%, 57 de 107, y entre los presbíteros el 61%, 149 de  242.27 Tales porcentajes demuestran la amplia aceptación de la capellanía como  una forma de subsistencia en esa época. Por supuesto que una cosa era  lo que declaraban los clérigos sobre el disfrute de capellanías y otra lo que pasaba en  la práctica, pues a decir del  arzobispo Juan Antonio de  Ortega Montañés, muchas veces de tales fundaciones ya no se cobraba ninguna renta, lo que dejaba a sus usufructuarios sin  recursos suficientes para mantenerse.28 No obstante la incertidumbre del cobro de rentas de capellanías, un grupo de clérigos del  arzobispado disfrutaba de  ingresos estables por este concepto, y algunos incluso recibían el equivalente a los  emolumentos de  los  mejores curatos de  arzobispado. Un informe de  1724-1725 sobre las  rentas de  capellanías que gozaban 270 clérigos29 ofrece una idea del nivel  de ingresos que tenían, según se ve en el cuadro 4.
Los  números reflejan varias cosas destacables.  En  primer lugar la desigualdad que había en  el número de  capellanías y los montos de  las rentas percibidas por  los clérigos. El ingreso de  quienes tenían sólo  una capellanía, el 47%  de  la muestra, no llegaba a los  200  pesos anuales en promedio, cantidad apenas suficiente para pagar el alquiler de  un  cuarto

y sus alimentos básicos.30 Por supuesto que faltaría conocer otras rentas, eclesiásticas o no,  que seguramente tuvieron varios de ellos.31  La  gran mayoría declaró que sólo  tenía de  renta eclesiástica la proveniente de  la capellanía. Es  difícil  que intentaran mentir al  respecto, pues la  mitra y los  comisionados para la recaudación del  subsidio podían averiguar sin muchos problemas si tenían otros ingresos en la Iglesia.
Los capellanes que cobraban la renta de 2 ó 3 capellanías constituyen el 40% de la muestra anterior, y su nivel  de ingresos duplica el de los clérigos  de sólo una capellanía. Un ejemplo extremo es el del bachiller Nicolás de  Monterde, descendiente de  una acaudalada familia del  consulado de México, quien gozaba de dos  capellanías con capital total de 15 000 pesos y una renta anual de 750.32

Los  restantes de  esta muestra, un  puñado de  34 clérigos, que representan apenas el 13%  del  total, gozaban sin  embargo de casi  la cuarta parte de la renta de las 548 capellanías declaradas. En el siguiente cuadro se recuperan los nombres y las rentas de esos afortunados clérigos:

Es evidente que este tipo  de  clérigos difícilmente buscaría un  curato rural en el arzobispado. Más  bien estaríamos hablando de individuos que tenían la posibilidad y la aspiración de hacer carrera en la capital, aguardando por  años un  buen ascenso, gracias al respaldo económico de  sus capellanías. En comparación, los curas rurales del arzobispado de México cuando mucho tenían dos capellanías, que básicamente complementaban sus obvenciones parroquiales.33
Quienes no gozaban de  la renta de  una capellanía ni de  un  cargo en los  conventos debían buscar otras opciones en  la ciudad de México. Un documento de  1722  da  cuenta precisamente del estado de  ocupación de los  presbíteros.34 En  total se tiene la información de  los  179  presbíteros que se ordenaron entre 1713 y 1722.  De ellos,  el 37% residía en la capital, desempeñando diferentes ocupaciones tales como  sacristán, ayudante de cura, músico de catedral, capellán de coro, organista, maestro de ceremonias de catedral, capellán, abogado o catedrático.
Otros presbíteros, el 21%,  no  tenían un  empleo determinado y solamente se anotó que vivían en  México. Ante esa realidad de falta de  empleos remunerados es fácil  comprender por  qué los presbíteros pobres, tarde o temprano, buscaban acomodo fuera de la capital, con la esperanza de algún día  quizá regresar.
El resto de  los presbíteros, o sea el 42%, estaban colocados en  los diferentes curatos del arzobispado, subordinados a los curas titulares como ayudantes, coadjutores o vicarios. Algunos pocos fungían como  jueces eclesiásticos. Sólo  un  afortunado vivía  en  la hacienda de  su  padre sin preocupaciones materiales. De todos, sólo  cuatro habían logrado ya  un curato en  propiedad. Este panorama de  los  presbíteros va  anunciando lo que podemos esperar del  resto de  los  clérigos del  arzobispado de  las mismas generaciones.

 

El mundo parroquial y los  empleos de los  clérigos

Más  allá de la ciudad de México, las  oportunidades para el clérigo medio cambiaban, tanto en  número como  en  tipo: menos capellanías y cargos de  instituciones y más cargos asociados con  la administración de  los sacramentos y de  las  parroquias de indios. Tres factores incidieron poderosamente en  la primera mitad del  siglo XVIII  para dinamizar los empleos y las  ocupaciones temporales en  el arzobispado de  México: el aumento de  la población en  las  comunidades indígenas, un  ligero crecimiento de las  parroquias en  manos del  clero  secular y la recaudación del subsidio eclesiástico para Felipe V, proceso que dio mucha ocupación a los jueces eclesiásticos locales, encargados por el arzobispo.
Según estudios de  años atrás y más recientes, es posible afirmar que desde la segunda mitad del siglo XVII y durante todo el XVIII la población del centro de  la Nueva España aumentó. En el caso de los pueblos de  indios, aunque no crecieron en la misma proporción que lo hicieron los mestizos y los españoles, sin embargo es posible apreciar una recuperación notable. En la provincia de Chalco, por ejemplo, si hacia 1644  había 11 640 indios, para 1735  ya eran un  aproximado de  30 680 y hacia 1794  llegaron a ser 50 906.35 En Zacualpan se pasó de 2 120 en el año  de 1644 a 12 685 en 1742 y a 34 215 en 1794. Manuel Miño afirma que “el aumento de la población, sobre todo en  zonas indígenas de  México y Toluca, fue  indudable”.36  Según este mismo autor, el aumento demográfico se debió no sólo a un mayor número de nacimientos, sino también a frecuentes movimientos migratorios de los indios en  busca de  mejores condiciones de  vida. No es difícil  imaginar los aprietos de los curas cuando, después de algunos años, advertían un mayor número de feligreses en sus pueblos que por sí solos no podían atender.
El número de  parroquias del  clero  secular había aumentado hacia las primeras décadas del siglo XVIII, con respecto del año de 1670, de 7237 a 86 aproximadamente. El proceso de secularización, aunque lento, había  avanzado en beneficio de los clérigos. Un criterio diferenciador de las  parroquias fue  la lengua indígena que en  cada una predominaba. La mayoría era  de  idioma náhuatl, seguidas por  el otomí y con el mazahua en tercer lugar. Veían después, cuatro lenguas con mucho menor número de hablantes: matlatzinco, totonaco, huasteco y tepehua. En la siguiente tabla damos cuenta de la división de parroquias según el idioma indígena predominante hacia la década de 1720:

Es importante advertir que las  parroquias, compuestas por  el pueblo cabecera y las  poblaciones sujetas, estaban atendidas para las  cuestiones espirituales y eclesiásticas por  equipos de  clérigos encabezados por el cura titular cuya organización y dinámica internas han sido  poco o nada estudiadas por los historiadores. Los curas titulares eran sólo las cabezas más visibles de  un  tejido clerical que por  supuesto era  más denso en  las poblaciones más importantes y escaso en los curatos periféricos o de tierra caliente.
La mayor parte de los curatos estaban en manos de bachilleres presbíteros, con excepción de los de mejor renta y de la ciudad, normalmente en manos de clérigos doctores.38 Los titulares de los curatos pueden considerarse la elite parroquial, por  cuanto disponían de  las  obvenciones parroquiales, podían nombrar o destituir ayudantes, así  como  ausentarse para opositar a mejores curatos, hacer negocios y buenas relaciones en  la capital. Debajo de los 86 curas titulares se hallaba un número mucho mayor de presbíteros y clérigos, casi  todos bachilleres. Sin  poder precisar por ahora el promedio de  edad, muchos de  ellos  ya eran de edad avanzada, más de 50 años, que difícilmente alcanzarían un curato en propiedad.
La gran diferencia entre los primeros y los segundos era  la temporalidad de  los cargos: vitalicio para unos y temporal para los otros, además de que, para las candidaturas a las prebendas catedralicias, sólo se consideraba a los curas titulares. Por debajo de ellos  se hallaban los curas interinos, con todas las prerrogativas de los anteriores excepto en lo vitalicio del  nombramiento, y que por  supuesto iban a donde los mandaba la mitra.  La cosa no era  nada fácil para quienes aceptaban un curato periférico o de  clima insalubre, tal  como  lo narra el bachiller Juan de  Dios  García, cacique y cura interino de  San  Juan Valle  Real,  Palantla y Chinantla, diócesis de Oaxaca:

hallándome quase cura interino en la cabecera de San Juan Totalsingo de  éste obispado, jurisdicción de  Villalta, por  los  edictos concurrí al sínodo, en  donde fui examinado por  cuatro padres maestros que eran

los  sinodales y aprobado por  mi príncipe, el ilustrísimo señor obispo, se me  dio la de  cura interino de  este partido desde el año de mil setecientos sesenta y nueve, contribuyendo al ilustrísimo señor con  trescientos cincuenta pesos cada año, que llaman pensión de mitra por no ser cura colado, y veintiocho pesos de colegio. Digo, señor, que los trescientos cincuenta pesos son  insoportables y pesada carga, como  hago presente por  los  gastos que ocasionan las  distancias de  los  pueblos, corta vecindad y su producto, excelentísimo señor, son  los pueblos que administro: su  cabecera Valle  Real  Palantla, cincuenta y dos  casados, pagan noventa pesos al año. 2. Pueblo San Felipe Usila,  distante catorce leguas, casados: ciento y noventa y siete, su obvención: trescientos veinte y cuatro pesos  al año, y en  este pueblo tengo un  vicario de  mi cuenta con  el salario de  trescientos pesos al año  sin  los  avíos que se le dan para su  conducción, pues de  un  año  a esta parte importa veinte y cuatro pesos. El tercer pueblo, Santiago Moyoltianguis (distante una legua larga), casados: veinte y cinco, su  obvención: cincuenta y cinco  pesos un  real  al año... [sigue describiendo hasta un  7o. Pueblo]... Producen dichos pueblos... 637 pesos, 5 reales y tengo de  pensión 678 pesos inclusive el vicario; y es cierto que recién entrado me  pidió mi ilustrísimo señor prelado informe de  lo que producían dichos pueblos, y habiéndome informado de  los  tenientes, me  dijeron que producían al año  7 200 pesos pues lo ignoraba yo, y en  esta atención, informé a su  señoría lo mismo... Lo demás que resta para pagar las  pensiones, mi decencia y mozo  de  confianza que me  asista, sale de  mi trabajo de las  misas que por  festividades me  pagan al año  de  algunos bautismos y casamientos, y en  esto tiene su parte el vicario... Y en  esta tensión, excelentísimo señor, dejo  a  la  muy  alta y cristiana consideración de vuestra excelencia, sirviéndome de  padrino y protector en  todo para un  corto acomodo... pues el motivo grande que me  asiste para mantenerme entre estos miserables es la consideración de  considerar que para este fin me crió Dios...  y es mi oficio y entenderles las dos lenguas que hablan, como  es el chinanteco y zapoteco, y ser  ellas mi patrimonio,  e irles  explicando el castellano, pues algunos de ellos  medio entienden algunas palabras a causa de  las  escuelas que de  oficio pongo en los pueblos...Tengo de vicario más de quince años experimentando esta misma necesidad en éste y otros pueblos... 39

No es mi intención aquí exponer un  análisis exhaustivo de  todos los cargos para clérigos en  el mundo parroquial, sino  en  realidad mencionar los  más destacados en  las  fuentes históricas. Por principio de  cuentas, un  cura titular podía tener tantos tenientes o ayudantes como  se consideraran necesarios para hacer frente a las  necesidades de  los feligreses; claro,  eso  dependiendo de los salarios que estuviera dispuesto a pagarles y del  nivel  de  ingresos de  la parroquia. El cura de  Ocoyoacac, por  ejemplo,  llegaba a contratar de  uno  hasta tres tenientes, dependiendo de  la demanda de  servicios de  su  feligresía.40 Hacia 1713,  el  doctor Manuel José de Mendrice, cura de Sultepec, debido a que iría a México a curarse de  la  vista, propuso al  bachiller Onofre Agustín de Fuentes como  cura coadjutor, pagándole 180  pesos, la mitad de  las  obvenciones que le correspondían en el curato.41
Otro  tipo  de  clérigos con  los que podía contar un  cura eran los aprendices; es decir, aquéllos enviados de  la mitra o solicitados por  ellos  mismos.  Se esperaba que los  titulares, contando ya  con experiencia y años de  servicio, pudieran acabar de  instruir a los  jóvenes en  formación. No tengo aún claro  si estos clérigos aprendices recibían algún tipo  de salario o gratificación, pero es obvio que por lo menos se les daba techo y comida durante su  estancia en  el curato. El joven presbítero Matías de  Pontaza Olabarrieta mencionaba en su relación de méritos que, una vez que logró la máxima orden, fue  a confesar a la parroquia de  San Miguel, “en cuyo ejercicio se ha  empleado con  toda vigilancia, celo  y cuidado por  tiempo de tres años, como  consta de las certificaciones que presenta de los curas de dicha parroquia”.42
Pero  en  realidad tales  actividades temporales para los clérigos recién  ordenados podían convertirse con  el  tiempo en  la profesión de toda su vida, ante la  frustración por  conseguir un  beneficio vitalicio. Así, cada año, cientos de  presbíteros de  edad ya madura obtenían comúnmente licencias para confesar o predicar en  alguno o en  todos los curatos del arzobispado. Este sector era muy demandado sobre todo en las fiestas  patronales de  cada pueblo, cuando toda la  feligresía debía cumplir con  sus obligaciones espirituales y el cura titular se veía  rebasado. Es muy  probable que esos presbíteros predicadoresconfesores itinerantes recibieran algún pago por  sus servicios extraordinarios. No sería raro  que muchos de  ellos incluso sobrevivieran de  esa forma durante varios años.

Un factor que incidía poderosamente en  la demanda de  esos clérigos auxiliares era  su  dominio de  las  lenguas indígenas del arzobispado.  La importancia de los clérigos “lenguas” era  ambivalente: por un lado,  ante el fracaso secular por erradicar los idiomas indígenas, eran buscados por los curas propietarios que ignoraban las lenguas.43 Incluso se les perdonaban carencias en  su  formación sacerdotal con  tal de  tenerlos listos cuando se necesitaran.44 Eran, indudablemente, un recurso humano necesario, aunque subestimado por el alto  clero.  A pesar de su utilidad, su situación económica y social no  era  proporcional. Un  informe de 1722,  solicitado por  el arzobispo Lanciego Eguilaz,45 no deja lugar a dudas respecto a la situación laboral de  los clérigos lenguas: de  212 clérigos, el 55% tenía el conocimiento de al menos una lengua indígena, predominando el náhuatl, no obstante que la mayoría de este conjunto se había ordenado a título de capellanía. Otra característica importante es que todos, sin excepción, sólo tenían el  grado de  bachiller. Respecto a  sus ocupaciones hay  dos que predominan en  ese sector: la de  confesor en  idioma indígena (50%) y la de  vicario parroquial (18%). Es evidente que en  el universo del  clero parroquial sus servicios eran muy buscados para atender a la población indígena, aunque siempre desde un  rango subordinado. Entre los  clérigos hablantes de  algún idioma autóctono hay  que considerar a los  indios  que pudieron acceder al sacerdocio. La tendencia de los prelados fue colocarlos en parroquias periféricas, poco  demandadas por  los  criollos, generalmente como  ayudantes de  los curas titulares. Así  lo reconoció el arzobispo Rubio  Salinas en  un  informe enviado al rey  sobre el estado de la clerecía en su jurisdicción:

A título de los idiomas, fuera del castellano, se ordenan muchos sujetos, así españoles como indios y mestizos que llaman cuarterones, a quienes el arzobispo asigna, según la necesidad de los respectivos pueblos, para que sirvan de  vicarios a los curas, que les señalan competente salario según el trabajo que han de sufrir en cada administración, y la experiencia enseña que estos eclesiásticos, por la mayor parte, llevan el principal peso de  ella,  por  lo que les queda muy  poco  tiempo para el estudio y aun para el preciso descanso. Su instrucción generalmente se limita a la gramática y materias morales, como  a la perfecta comprensión de los idiomas. Y, a proporción de sus talentos, virtud y tiempo que han administrado, se les acomoda en curatos de su idioma y en las parroquias en que fallecen los curas propios, hasta que llegue el caso de la provisión, y entre tanto perciben íntegramente las obvenciones y emolumentos del beneficio y pagan a sus ayudantes. A éstos se destina para coadjutores de  los curas enfermos o impedidos por  alguna causa y en  este ejercicio concluyen su carrera gustosamente.46

Otra figura presente en  todos los  rincones del  arzobispado era  la de juez eclesiástico, encargado de hacer cumplir el derecho canónico y dictar sentencia en primera instancia. Era común que los mismos curas adoptaran  esa función, aunque también los había desempeñándose sólo en ello. Hacia 1723 había en el arzobispado alrededor de 91 jueces eclesiásticos.47
En  la  primera mitad del  siglo XVIII estos personajes desempeñaron un papel central en  las  parroquias por  cuanto tuvieron que hacerse cargo, cada uno  en  su  jurisdicción, de  averiguar, regular y cobrar el  subsidio eclesiástico a Felipe V. Es un  hecho que, sin su  ayuda, ese proceso fiscal perdía mucha efectividad. El cargo de juez  eclesiástico tampoco era  vitalicio, sino  sólo “por el tiempo de la voluntad” del arzobispo. Los ingresos del  juez  eclesiástico de  Cuernavaca, el bachiller Antonio Subía Pacheco, nos  dan una idea al respecto:

[G]ozo y percibo en cada un año  cien  pesos de una capellanía impuesta por  mis  antecesores cuyo  principal son  de  mil pesos [...] Y por  lo que toca  a  rentas eclesiásticas propias o interinas, o patronatos laicos u otros emolumentos, no gozo  ni percibo renta otra alguna de capellanía eclesiástica ni laica  en propiedad ni ínterin, sino  sólo los derechos que por  razón de  la vicaría eclesiástica judicatura me  están asignados en mi  comisión; que hecho el  cómputo de  los  cinco  años antecedentes al  pasado de  setecientos y cuatro inclusive, arreglándome a  la  más proporcionada regulación, habré percibido quinientos pesos de dichos derechos en dichos cinco  años .48

De  hecho, para un  clérigo que se había quedado sin  ocupación repentinamente, convertirse en  juez  en  su  propia localidad era algo  muy deseable, pues evitaba tener que trasladarse a otra jurisdicción. En 1713, el bachiller Félix  Antonio de  Morato buscó una opción así  en  su  carta al arzobispo Lanciego Eguilaz:

[S]iendo como  es mi  residencia y habitación en  la jurisdicción de  las Amilpas, donde, por  haberme ordenado a título del  idioma mexicano, me  hallo  mucho tiempo ha  sin  ejercicio o conveniencia alguna en  que con  la decencia conforme a mi estado y obligaciones pueda lograr lo congruo de que para mantenerme necesito, pues aunque algún tiempo obtuve el empleo de capellán del ingenio de Santa Bárbara, que está en dicha jurisdicción, hállome sin  él, y por esto obligado a representarlo a la justa y superior providencia de Vuestra Señoría Ilustrísima para que se digne de  honrarme, como así  rendidamente lo pido, con  la nominación  de juez  eclesiástico de la dicha jurisdicción.49

Pero  más allá  de  los empleos y las  actividades hasta aquí reseñados, los más recurrentes en  el arzobispado, como  ya se dijo, queda por  explorar un abanico aún mayor que no es tan fácil rastrear en los archivos eclesiásticos. Algunos ejemplos: el contratarse como  capellanes para tareas muy  específicas, como  fue  el caso en  1703  del  bachiller Pedro de  la Puerta,  quien iría  como capellán del  capitán Pedro de  Villegas y Tagle para asistirlo durante la cosecha en sus haciendas de Michoacán.50 En 1702  le fue concedida licencia al bachiller Juan Antonio de Estrada Galindo, presbítero, para ir a Puebla por  un  mes a arreglar un  pleito y poder celebrar misa allá.  Estrada vivía  en  una hacienda, ocupado en  su  administración, por lo que alegó que no podía ir a la capital a pedir licencia cada vez  que necesitase viajar. En vista de ello, el arzobispo le concedió licencia abierta para ir y venir del  obispado de  Puebla las  veces que necesitara desde su hacienda, con tal de que tales estancias no pasasen de 8 días.51
No siempre las peticiones de  los clérigos para dedicarse de  tiempo completo a  negocios mundanos en  otras diócesis eran aceptadas por los prelados. En 1704 el bachiller Antonio Sebastián de Morales, clérigo de  menores, pidió licencia para jurar domicilio en  el obispado poblano argumentando que pasaba más tiempo en  la  hacienda de  su madre que en  México. El arzobispo pidió parecer a su promotor fiscal, quien expresó que el   motivo del  cambio no  podía justificarse puesto que la hacienda era administrada por  un  mayordomo, además de  que Antonio sólo era  hijo adoptivo, un huérfano, y que su madre tenía dos hijos, ésos sí legítimos. Se agregaba que Antonio tenía dispensa de  natales  para poderse ordenar. Ante tales argumentos, el prelado negó la licencia al pretendiente.52
Otros clérigos preferían desempeñarse  como  médicos de  sus parroquias, como  el bachiller Nicolás de Armenta, médico con dispensa papal, quien fue acusado ante el arzobispo por el juez eclesiástico de Querétaro de exceder los límites de su permiso para ejercer esa profesión:

Este sujeto, señor, es tan presumido que se ha  salido de  este arzobispado cuatro veces sin  avisar de  cortesía o cumplimiento, y tiene una casa donde ha  hecho hospital sin  licencia de  ningún superior ni eclesiástico ni secular, y procede con  la libertad que sus pocas obligaciones le han enseñado: cura por estipendio o paga, no rezando así  su boleto, pues contradice a él en todo cuanto obra.53

El arzobispo ordenó a Nicolás comparecer para aclarar su  conducta, y luego de  ello únicamente le pidió que cuando fuera a curar a los pobres, su  principal tarea, avisara de  ello  al  juez  eclesiástico de  Querétaro.  No hubo ningún otro  castigo o reprimenda.

 

Conclusiones

Hacia la primera mitad del  siglo  XVIII el clero  secular del  arzobispado había  adquirido nuevas definiciones no  sólo  en  cuanto a  su  número, sino también en  cuanto a  las  instituciones que lo reproducían (colegios, cátedras, grados, sistematización de  la ordenación) y le daban empleo. La tendencia, impulsada por los propios clérigos y aceptada por los prelados, apuntaba a que todos debían tener acomodo, una ocupación digna para su  estado y que satisficiera a la vez  su  manutención personal. Esto tuvo como respuesta que el arzobispo José Lanciego Eguilaz fuera más exigente con los aspirantes al sacerdocio. Como  resultado de ello los índices de  nuevos clérigos disminuyeron en  comparación con  años anteriores, sobre todo con respecto a la sede vacante previa, cuando al parecer realmente no hubo exigencias que impidieran la ordenación.
Pero  si los prelados tenían preocupación por  ser concientes de  a quiénes les estaban  confiriendo las órdenes sacerdotales, también tenían serios cuestionamientos sobre el destino ulterior de  los nuevos clérigos. Todos coincidían en  afirmar que su clerecía era mucha y los empleos disponibles pocos; es decir, no había suficientes nombramientos estables que les aseguraran un  desempeño seguro y previsible de su ministerio sacerdotal, para evitar así ocupaciones que la mitra y la corona consideraban indignas del clero.  Pero  la realidad, como  siempre, distaba de  ofrecer tales posibilidades; en  su lugar, vemos a los clérigos comunes buscar todos los días algún empleo, por  temporal y poco  pagado que fuera, pues los beneficios, los nombramientos de  importancia y la posibilidad de  emprender una carrera eclesiástica estaban lejos de  la gran  mayoría de  ellos. A los arzobispos no les quedaba más que recurrir una y otra vez a las pocas opciones de creación de empleos que tenían a  su alcance, otorgando licencias al  por  mayor para confesar, predicar y celebrar misas, así como  fomentar en  los curatos los servicios de  auxiliares y vicarios de  los titulares, con  la doble intención de mejorar los servicios espirituales  del  pueblo y de  dar  ocupación a  las nuevas generaciones de  clérigos. Y es que aunque por  esos años se llegó  al apogeo en  la fundación de  capellanías de  misas, sólo un  sector entre los clérigos disfrutaba de  sus rentas. Está claro  que una minoría acaparaba gran número de esas fundaciones. La mayoría de los capellanes sólo tenía la renta de  una capellanía de  no más de  150 o 200 pesos anuales, si es que se cobraba. Es cierto que en  la ciudad de México se congregaba quizá la mitad de  la clerecía del arzobispado, por  la atracción  de  los muchos empleos que había para ella, pero la mayoría eran también temporales y de  pocos ingresos.

Vistas así las cosas, es evidente que el clero  secular del  arzobispado  de  México entró durante el  periodo aquí estudiado en  un desfase agudo entre la demanda de  ocupaciones y las posibilidades de  empleo real  en los espacios eclesiásticos existentes. Aun prelados críticos de la forma en  que se ordenaban los nuevos clérigos continuaron realizando muchas ordenaciones, dada la gran demanda de  las familias novohispanas, pero también buscaron salidas. El arzobispo Lanciego Eguilaz, por  ejemplo, se aventuró a revivir la  vieja  aspiración de  secularizar todas las doctrinas de indios, sin consultar a Felipe V. Aunque recibió una fuerte reprimenda y se olvidó  del  asunto, dos décadas después de su muerte se inició,  en  efecto, la recta final  de  esa secularización que Lanciego había intentado comenzar. Aún  no  sabemos qué tanto las nuevas parroquias de  indios resolvieron la problemática de empleo del bajo  clero,  pero con  lo expuesto en  este trabajo podemos afirmar que en  la primera década del  siglo XVIII se dieron las condiciones propicias para justificar la secularización inmediata de  las doctrinas que estaban en  manos de  los religiosos.

 

Siglas y referencias
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Notas:

1 Sintetiza bien esta tesis el artículo de Lira y Muro  “El siglo”.
2 Cuevas, Historia de la Iglesia, p. 34. También Lopetegui y Zubillaga, Historia de la Igle- sia, pp. 649-654. Recientemente, Pérez Puente, Tiempos de crisis.
3 Me he  acercado a ese tema en  tres trabajos: Aguirre, “El ascenso de  los clérigos”; Aguirre, “Los límites de  la carrera eclesiástica”, y Aguirre, “La  secularización de doctrinas”.
4 Aguirre, “El  arzobispo de  México”. Actualmente, dando continuidad a este primer ensayo, me encuentro desarrollando el proyecto de investigación “Fiscalidad y rega- lismo  en el arzobispado de México: la recaudación de los subsidios eclesiásticos bajo Felipe V”.
5 Gonzalbo, Historia de  la Educación, pp.  219-221 y 317-318, y Aguirre, “Grados y colegios”.
6 Bono López, “La política lingüística”, p. 12, y Aguirre, “La demanda de clérigos”.
7 Menegus y Aguirre, Los indios, el sacerdocio.
8 Este autor ha  defendido, en  especial, la importancia de  reflexionar sobre el papel de intermediarios que desempeñaron los curas y vicarios entre el mundo indígena y las autoridades como  articuladores y canalizadores de inquietudes sociales. Taylor, Minis- tros de lo sagrado y Taylor, “Entre el proceso global”.
9 Aguirre, “La secularización de doctrinas”.
10 Torre Villar, “Informe del virrey”, p. 597.
11 AGI, México, 805, carta al rey del 3 de abril  de 1715.
12 AGI, México, 805, carta al rey del 3 de abril  de 1715.
13 Aguirre, “Los límites de la carrera”, p. 90.
14 Aguirre, El mérito y la estrategia, pp. 228-247.
15 Gonzalbo, Historia de la Educación, p. 253.
16 He abordado este aspecto en  un  reciente trabajo: Aguirre, “El clero  secular de  Nueva España”
17 Aguirre, El mérito y la estrategia, pp. 279-368.
18 Aguirre, El mérito y la estrategia, pp. 27-39.
19 AGN, Universidad, 129, ff. 478-481v. Año de 1775.
20 AGN, Bienes Nacionales, 1061, exp. 20.
21 AGN, Bienes Nacionales, 1061, exp. 21.
22 Aguirre, El mérito y la estrategia, pp. 279-368.
23 AGN, Bienes Nacionales, 752, exp. 7.
24 AGN, Bienes Nacionales, 752, exp. 8.
25 AGN, Bienes Nacionales, 752, exp. 10.
26 Véase al respecto el trabajo de Von Wobeser, Vida  eterna. También: Sánchez Maldona- do, “La capellanía en la economía”.
27 AGN, Bienes Nacionales, 1271, exp. 1.
28 “Gravan con  las fundaciones de  capellanías las haciendas y casas, superando los avalúos al ser y sustancia de  ellas para [así] ajustar  la congrua del  que se ha  de ordenar, no  siendo de  entidad que se pueda efectuar ni efectúe una parte, miran- do  los que con este fraude proceden al fin de  que se ordene su hijo  y sea clérigo, de que resulta que ordenado no  tenga congrua, y se halla y porte sin la decencia correspondiente a la dignidad sacerdotal que se le confirió”. Torre Villar, Instruccio- nes y Memorias, pp.  677-678.
29 En el cuadro se omitió la información que se tenía de  otros 27 clérigos del  documen- to, pues todos ellos declararon que ninguno gozaba de capellanía en  el arzobispado, aunque varios expresaron que las tenían en  otras diócesis como  Puebla, Oaxaca o Michoacán. Igualmente debe aclararse que faltarían por  considerar las declaraciones de  clérigos que ahí  no  aparecen, pero que sabemos que existen por  otro documento que enlista a aquellos que aún no habían declarado.... Es posible que más adelante se pueda hacer un  cálculo de  todos ellos. Igualmente hay  que mencionar que varias de las capellanías declaradas estaban en litigio, por lo que los capellanes no cobraban por entonces la renta correspondiente. Sin embargo, decidí incluirlas de todos modos para tener mayor precisión del capital total invertido.
30 Tres clérigos pagaban de alquiler, por esos mismos años, lo siguiente: el bachiller Luis del Castillo, por un cuarto en la plazoleta de San Gregorio: 72 pesos; el licenciado Simón Álvarez, por  un  cuarto en  la calle  del  colegio de  San  Pedro y San  Pablo: 84 pesos, y el licenciado Agustín de Celedón, por un cuarto en las casas viejas junto al colegio de San Andrés: 120 pesos. agn, Bienes Nacionales, 752, exp. 3.
31 Algunos capellanes declararon ser también músico o ayudante de  coro,  sacristán o maestro de estudiantes, ocupaciones de bajos ingresos igualmente
32 AGN, Bienes Nacionales, 752, exp. 21.
33 AGN, Bienes Nacionales, 574, exp. 3.
34 AGN, Bienes Nacionales, 1271, exp. 1.
35 Miño Grijalva, El mundo novohispano, p. 123.
36 Miño Grijalva, El mundo novohispano, pp. 122-123.
37 AGI, México, 338, año  de 1670, citado en Pérez Puente, Tiempos de crisis, pp. 317-322.
38 Tradicionalmente, los  mejores curatos, por  su  ubicación y su  nivel  de  ingresos, se destinaban a la elite de  los  curas. Al respecto pueden verse los  trabajos de  Taylor, Ministros de lo sagrado, pp. 151-152; y de Aguirre, El mérito y la estrategia, pp. 288-299.  Hacia la segunda década del  siglo  XVIII, los únicos curatos a cargo de  doctores eran: Xalatlaco, de Francisco Coto; Tenango del Valle,  de Andrés Moreno Bala; Izta- palapa, de Gaspar de León; Xaltocan, de José Ramírez del Castillo; Real de Pachuca, de Manuel Butrino Mújica y Real del Monte, de Pedro Diez de la Barrera. agn, Bienes Nacionales, 1004,   exp. 52.
39 AGN, Alcaldes mayores, vol. 3, exp. 35, ff. 204-212v., octubre 15 de 1771-diciembre 2 de 1772. “El bachiller Juan de Dios García, cacique y cura interino del partido de San Juan Valle  Real,  Palantla y Chinantla, obispado de  la ciudad de  Antequera, pone en  conoci- miento del virrey que fue colocado interinamente en este partido desde el año...”
40 AGN, Bienes Nacionales, 527, exp. 18.
41 AGN, Bienes Nacionales, 1075, exp. 2.
42 AGN, Bienes Nacionales, 1075, exp. 1, f. 83.
43 Véase por  ejemplo la siguiente petición de  un  cura titular: “Diego López de  Salva- tierra, beneficiado del partido de Tarasquillo por Su Majestad parezco ante Vuestra Señoría Ilustrísima y digo  que, con  ocasión de  vivir  el   bachiller Gregorio Cortés, presbítero de  este arzobispado en  la ciudad de  Lerma, jurisdicción de  dicho parti- do,  persona de  toda suficiencia y que sabe la lengua mexicana y otomí, me  valí de él para que me  ayudase a la administración de  dicho mi  beneficio y reconocí ser suficiente, así en  la administración de  los santos sacramentos como  en  entender y saber las lenguas que en  dicho partido hay  de  otomí y mexicano y que así mismo es confesor general aprobado por  el ilustrísimo señor don  Diego  Osorio de  Escobar y Llamas, arzobispo gobernador que fue  de  esta ciudad, y así mismo refrendada su licencia por  el ilustrísimo y excelentísimo señor don  fray  Payo  de Ribera [...] Y para que dicho bachiller pueda usar de  ella  y ayudarme en  esta santa cuaresma y en  lo demás que se ofreciere de la  administración de  los santos sacramentos en dicho mi beneficio, a Vuestra Señoría Ilustrísima pido  y suplico se sirva de  mandar se despache título en  forma de  vicario al dicho bachiller Gregorio Cortés, de  dicho mi beneficio de  Tarasquillo, en  atención a ser persona suficiente y muy  necesaria para que me asista como  llevo dicho y saber las lenguas...” agn, Bienes Nacionales, 1253,  exp. 2.
44 En los exámenes incluso los sinodales llegaban a anotar en  los registros que ciertos clérigos se les ordenaba porque hacían falta sus conocimientos de lengua, no obstante su deficiencia en  el latín u otras materias. Tal  fue  el caso del  presbítero José Armas Pelayo, quien fue ordenado de misa en 1725,  a pesar de su deficiencia en el latín, pero gracias a su conocimiento del  huasteco, lengua poco  común en  los dominios del  clero secular. agn, Bienes Nacionales, 1271, exp. 1, f. 163.
45agn, Bienes Nacionales, 1271, exp. 1.
46 AGI, México, 2549.
47 AHAM, caja  36, exp. 15.
48 AGN, Bienes Nacionales, 500, exp. 4.
49 AGN, Bienes Nacionales, 1075, exp. 2.
50 AGN, Bienes Nacionales, 1061, exp. 21.
51 AGN, Bienes nacionales, 1061, exp. 21.
52 AGN, Bienes Nacionales, 1061, exp. 21.
53 AGN, Bienes Nacionales, 1061, exp. 21.