Huellas que narran historias.

Miradas en el arte sobre la violencia en Colombia

Traces which tell stories. Views in art of the violence in Colombia

Marley Cruz Fajardo1

Marley_cruzf@hotmail.com

Resumen

El arte de Doris Salcedo y Beatriz González es un arte hecho con las huellas de la historia reciente de Colombia. Este trabajo pretende describir las miradas que las dos artistas tienen sobre los actos violentos en la sociedad colombiana, el cómo este arte se configura para crear

 

atmósferas de reconstrucción de los hechos, de rescate de la memoria histórica y afectiva de los actores del conflicto. Es una indagación sobre las maneras que tiene el arte para reconstruir una historia rota por las masacres y los constantes atropellos a la humanidad del otro.

Palabras clave: violencia, contexto, artes plásticas, procesos históricos, arte indéxico.

Abstract

The art of Doris Salcedo and Beatriz Gonzalez is art which is produced with the footprints of the recent history of Colombia. This essay will endeavour to show the views these two artists have toward the violent acts in Colombian society, how this creates the feelings of reconstruction of the happenings, of the rescue of the historic and affective memory of the participants in the conflict. It is an examination of the means which art has to reconstruct a history which is shattered by massacres and the constant attacks on the humanity of others.

Key words: violence, context, fine arts, historic processes, index art.

 

Introducción

 

Muchos años después, al frente del pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella remota tarde en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y caña brava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo. Todos los años, por el mes de marzo, una familia de gitanos desarrapados plantaba su carpa cerca de la aldea, y con un grande alboroto de pitos y timbales daban a conocer los nuevos inventos. Primero llevaron el imán.2

 

No hay mejor primera frase en libro alguno. Nadie como este autor pudo describir a Colombia tan bien con tan poco: un país eternamente en guerra, con una naturaleza exuberante, donde se tiene todo y no hay que inventar nada. En esta primera cita describe como nadie el sentir colombiano, la esencia de lo invisible, el constante conflicto que se manifiesta desde los albores hasta los actuales días.

La violencia es un tema muy tratado por muchos y es material excelso para la creación, pero siempre quedan en el aire preguntas: ¿Cómo no hacer de la violencia y de la angustia del otro un espectáculo? ¿Cómo no hacer del testimonio una exhibición dramática de dolores ajenos?

Hablar acerca de la violencia en Colombia es tocar las fibras íntimas de todos los colombianos; no es un lugar común ni es un tema repetitivo. Las múltiples formas de la violencia se amalgaman unas con otras formando oleadas de sangre que corren por las aguas tibias de los propios espejismos. El tema se hace más cercano cuando se ha vivido en carne propia o cuando revive a través de manifestaciones artísticas: es el arte el que permite conocer a fondo las pasiones humanas, los sentires y dolores, los amores y las luchas, es otra manera de hacer historia viviente. Los artistas dan voz a estas historias desaparecidas y recuerdan las realidades habituales y testimoniales de quienes viven situaciones de conflicto.

La producción artística realizada por mujeres como Beatriz González y Doris Salcedo brinda una mirada femenina sobre un tema que es absolutamente masculino, porque la guerra, en teoría, se hace entre hombres, y se convierte en una realidad escasamente narrada.

El presente análisis resalta las formas narrativas usadas por mujeres sobre la violencia en Colombia, una apuesta al arte de dos artistas que dilucidan las maneras como piensan y sienten los sucesos históricos narrados en sus obras, haciendo un puente entre el arte y la historia narrada a través del arte. Este análisis dará luces sobre cuál ha sido la voz de estas artistas respecto del conflicto armado colombiano. Para responder la pregunta se han de analizar algunas de las causas y consecuencias históricas del conflicto y cómo éstas influyen en el arte colombiano, tomando como tema de estudio algunas obras y utilizando como referencia el concepto de arte indéxico que presenta María Margarita Malagón-Kurka en su libro Arte como presencia indéxica.

Primeramente se da una contextualización histórica sobre la violencia en Colombia, sus inicios, su desarrollo, sus etapas. Seguidamente, se hace una conceptualización sobre la obra de arte como una práctica discursiva con una presencia indéxica en la sociedad y cómo estas evidencias marcan la pauta para escribir la historia de la violencia, dándole voz a los testimonios de quienes la padecen: la población civil. Con ello se puede llegar a una reflexión crítica de la relación del arte y la política. Luego se enuncian y analizan algunas obras de arte de Beatriz González y Doris Salcedo donde estas huellas indéxicas hablan por sí solas y se convierten en testimonio vivo de los horrores de la guerra; finalmente se hace un puente entre las obras de las artistas y de cómo el arte que emana de sus creaciones reconstruye la memoria histórica del país.

 

Breve historiografía de la violencia en Colombia

 

¿Históricamente, cuáles son las causas que llevan a enfrentar a diario actos de intolerancia que arremeten contra el otro? ¿En qué se fundamenta el conflicto que parece no tener fin en el territorio colombiano? ¿Desde cuándo existe? ¿Quiénes son sus principales actores? ¿Es Colombia acaso un pueblo naturalmente violento? Más allá del discurso maniqueísta que se genera al discutir si se es violento por genética o por cultura, lo que vale la pena es indagar acerca de las causas que generan estos actos violentos y desentrañar la configuración de las relaciones de opresores y oprimidos que se han tenido desde los tiempos de la colonia española: la subversión de las prácticas populares por las prácticas impuestas y traídas en los barcos desde Europa. Lo que prima es desentrañar las causas del sectarismo prevaleciente en todos los capítulos de la historia colombiana, sectarismos que más tienen que ver con nombres y colores que con ideologías ampliamente fundamentadas, que hacen de Colombia un territorio en un continuo estado de exclusión de ese otro diferente.

Juan Manuel Caicedo en su libro Cultura, psicoanálisis y violencia en Colombia,3 resume brevemente la historia de todo este drama: los españoles católicos llegan al territorio recién descubierto, en su mayoría a purgar condenas por fechorías cometidas en España. La intención inicial de la conquista fue llevarse las riquezas para constituir lo que pronto sería el imperio español. Al no existir ninguna intención de quedarse en tierras americanas, se genera un desligue de las personas del territorio, sin ningún interés por el cuidado del espacio en que se convive, o por tratar como propio el territorio conquistado.

El mestizaje no se hizo esperar; las violaciones de las indígenas y más adelante de las negras traídas de África generaron uniones ilegítimas que desencadenaron una desigualdad entre los blancos, católicos, dueños del poderío económico, y el resto de habitantes del territorio: indígenas, africanos, zambos, mestizos, marginados, no legitimados y parias en su mismo espacio. Al existir esta diferenciación racial tan marcada, se segrega también la cultura popular, pues es la cultura española la que impone so pena de muerte su religión y sus valores culturales. Con esto, se funda un marcado sectarismo, una división entre el poder estatal, gubernamental y político, conquistado a la fuerza por los colonizadores, y el resto de sometidos a las voluntades de los españoles: se encuentra una raza dominante y una amalgama de razas dominadas.

Con este panorama histórico, se predisponen en la sociedad formas institucionales fragmentadas, y con ello una fragmentación del poder mismo que desemboca en una guerra civil entre los años de 1946 y 1949, hecho que da inicio a lo que se conoce como el fenómeno de la violencia en Colombia. Éste es definido por diversos autores como Germán Guzmán en La violencia en Colombia y Pierre Gilhodés en su ensayo La violencia en Colombia: bandolerismo y guerra social, o el informe que hace del grupo de Memoria Histórica del Centro Nacional de Memoria Histórica de Colombia (cmh), ¡Basta ya! Colombia: memorias de guerra y dignidad. Tales autores coinciden en que este fenómeno se divide en varias etapas y que es una combinación de conflictos sociales y políticos, entre guerra civil, matanzas y bandolerismo. Daniel Pecaut dice que es “un fenómeno que está fundado simultáneamente sobre la autonomía de las luchas políticas y el surgimiento de nuevos conflictos sociales, sobre la fragmentación de unas y dispersión de otras”.4 Por su parte, Laura Restrepo manifiesta que llamar al conflicto colombiano “violencia” a secas es un intento de mitificarlo “despojándolo de sus connotaciones políticas y negando su carácter de enfrentamiento clasista, ocultando estos rasgos tras una designación abstracta y tras explicaciones que a todos lavan las manos”.5 De esta manera, se presenta el fenómeno de la violencia en Colombia como un conflicto que avasalla gran parte de la historia contemporánea del país y que surge desde un desequilibrio histórico de clases gobernadas y gobernantes.

Malcom Deas6 cuenta nueve conflictos civiles y cincuenta y nueve conflictos violentos, y desde 1900 hasta 1930 registra una sola oleada general de violencia por la hegemonía conservadora, lo que Gilhodés,7 por su parte, llama el primer periodo, circunscrito por este autor entre los años que van desde 1946 a 1949, donde la violencia se origina desde el partido conservador minando la fuerza del partido liberal. Esto llega a su punto álgido el 9 de abril de 1948, cuando el líder liberal oficialista, Jorge Eliécer Gaitán, es asesinado. El segundo periodo va desde 1949 hasta 1953, cuando la presión ejercida por el partido conservador tiene una respuesta por parte del partido liberal en el campesinado de varios sectores del país. Las guerrillas se radicalizan y en 1953 se presenta un levantamiento que no alcanza a oponerse a las fuerzas gobernantes. El tercer periodo identificado por Gilhodés va desde 1953 hasta 1958 y contiene en sí una dictadura militar, tras un golpe de Estado al presidente Laureano Gómez, hecho por Gustavo Rojas Pinilla, quien a su vez ocupó la presidencia desde 1953 hasta 1957, la única dictadura que ha tenido el país. Es hasta este punto cuando la violencia es netamente bipartidista, en este periodo se llega a una alianza entre liberales y conservadores, llamado Frente Nacional en 1958. El cuarto periodo ocurre entre 1958 y 1964, cuando muchos focos de violencia son eliminados, algunos grupos guerrilleros se desmovilizan, pero se generan otros de bandoleros que a la postre darán un viraje diferente al conflicto. El quinto periodo determinado por este autor va desde 1964 hasta nuestros días, cuando las Fuerzas Armadas se han enfrentado en las zonas rurales con grupos guerrilleros como son las Fuerzas Armadas Revolucionarias (farc), el Ejército de Liberación Nacional (eln) y el Ejército Popular de Liberación (epl), que son de corte comunista, guevarista y maoísta, respectivamente.

El cmh, en su informe presentado en 2013,8 hace un examen exhaustivo de la última parte del conflicto, donde presenta cómo la violencia política se gesta en el periodo comprendido entre 1948 y 1957, cuando liberales y conservadores protagonizan uno de los episodios más sangrientos de la historia colombiana, y que con la consolidación de las guerrillas en 1970 se produce un incremento de múltiples conflictos y actos de barbarie. Los actos violentos dejan de ser meros asesinatos, la violencia se convierte en lo que Hobsbawm llama “salvajismo destructivo, cruel y sin objeto”.9 No se asesina simplemente, sino que se cometen actos de tortura y de barbarie con el enemigo. Todos estos actos de los distintos grupos armados son situaciones que tienen su génesis en el asesinato de Gaitán en 1948, el frustrado levantamiento de 1953 y las profundas desigualdades sociales que acaecen en el país desde tiempos inmemoriales. La violencia de los últimos años proviene del fracaso de una revolución social (parafraseando al profesor Orlando Fals Borda), de una fragmentación del poder y de una disociación de los campos social y político.

 

El arte como producto de prácticas discursivas

 

El arte, por su capacidad de transformarse, tiene el aforo para narrar lo que es la sociedad y los aciertos y vicisitudes que en ésta se dan. Permite la toma de conciencia sobre los procesos creativos que van más allá de un momento de inspiración, pues son producto del entorno cultural y social en el que vive el artista, que es un actor involucrado en producir prácticas discursivas a través de su creación, con las realidades de su contexto, dando voz a los procesos históricos de su tiempo.

¿Cómo el arte se puede convertir en una práctica discursiva? Una práctica es definida como

 

la racionalidad o regularidad que organiza lo que los hombres hacen –sistema de acción en la medida en que están habitados por el pensamiento (objeto de reflexión y análisis)– que tienen un carácter sistemático (saber, poder, ética) y general (recurrente), y que por eso constituye una experiencia o un pensamiento.10

 

De tal manera que el autor llama “pensamiento” a las mismas acciones, a las maneras de decir y de hacer manifestadas por un sujeto pensante, ético, o jurídico, haciendo de las prácticas las acciones mismas, configuradas de acuerdo a un marco teórico, social e histórico.

Teniendo en cuenta que la practica discursiva es para Foucault: “un conjunto de reglas, históricas, siempre determinadas en el tiempo y el espacio que han definido en una época dada, y para un área social económica, geográfica o lingüística dada, las condiciones de ejercicio de la función enunciativa”11 manifiesta que cada época histórica, cada grupo social, cada etnia y cada agremiación o profesión, están determinadas por un discurso, convirtiendo a la sociedad en una colcha de discursos sin un horizonte único de significación.

Entonces, ¿es el arte una práctica discursiva? Para Foucault, los discursos que son formas hermenéuticas de la realidad no son la realidad misma; el artista se considera artista porque, aparte de su accionar como artista, maneja un discurso que le posibilita relacionarse con otros como él que manejen uno semejante, un discurso propio de los artistas, que a su vez les abre un horizonte particular.

El arte entonces, al ser una práctica discursiva, se convierte en un dispositivo capaz de dejar huellas a través de los objetos, como evidencia tácita sobre un tema determinado, con el fin de generar una respuesta crítica en el espectador de la obra: a esto se le llama presencia indéxica del arte. Malagón12 define el arte indéxico como el arte capaz de ser receptáculo de evidencia, o huella de las acciones de trasformación de la obra. El índice es definido por Rosalind Krauss a finales de los años sesenta como “ese tipo de signos que surge como la manifestación física de una causa, de la cual son ejemplos los rastros, las huellas, y los indicios”.13 Son signos indéxicos que constituyen manifestaciones físicas de las causas y consecuencias de un conflicto, rastros que se pueden ver recurrentemente en el arte colombiano, que permiten adentrarse en la búsqueda de la historia detrás de la pincelada y del objeto, a cuestionar el papel histórico que tiene el arte en Colombia. El rastro figurativo, la evidencia de las huellas de la violencia en la misma obra de arte, hacen que los artistas colombianos promuevan una práctica discursiva de la presencia viva de historia dentro de la obra de arte.

De tal manera, hay artistas en Colombia que logran construir con su práctica artística un discurso en torno a la violencia que permite encontrar las huellas del conflicto de una manera figurativa, huellas que quedan inscritas en la memoria a través del arte. Dos artistas que logran esta relación entre la práctica artística y el discurso en torno a la violencia que tiene su andamiaje en huellas indéxicas son Beatriz González y Doris Salcedo: la primera es una artista pop colombiana que trabaja en torno a la violencia desde una perspectiva histórica, expresando el dolor causado por la barbarie, tomando como base fotorreportajes o noticas de los principales diarios del país. Salcedo, por su parte, es una escultora que trabaja el tema de la violencia desde el duelo, el encuentro con la tragedia, la ausencia de los desaparecidos y el vacío que dejan las oleadas de violencia. Para ello se basa en los testimonios de las víctimas, dando voz al silencio de la tragedia. Estas dos artistas se preocupan constantemente por reflejar las realidades de la sociedad en un lenguaje que pretende dar cabida a la figura como medio expresivo más que anecdótico, más simbólico que narrativo.

Hay hechos que marcan la historia colombiana y que hacen que toda una generación de artistas se vincule al discurso en torno a la violencia, como una manera de evitar el olvido, de rescatar la memoria histórica para que estos sucesos no vuelvan a acontecer nunca. La toma del Palacio de Justicia ocurrida el 6 y 7 de noviembre de 1985 hace un alto en el camino histórico del país, los artistas se pronunciaron a causa de los actos oprobiosos de esta toma. Doris Salcedo, Sady González, Gustavo Zalamea, Beatriz González, entre otros, consignan en la historia del arte el mismo sentir frente a los acontecimientos de esos dos días bajo un mismo lema: lo que ocurrió ahí fue un holocausto.

El 6 de noviembre de 1985 el grupo insurgente guerrillero Movimiento 19 de Abril (M19) tomó el Palacio de Justicia de Colombia, en pleno centro de la ciudad de Bogotá. Ese grupo denominó esta operación Antonio Nariño por los Derechos del Hombre, con el fin de evidenciar la ruptura del Acuerdo de Corinto firmado en 1984, que buscaba la desmovilización del grupo guerrillero y planteaba una tregua entre el grupo insurgente y las fuerzas estatales. Con este golpe también se buscaba propiciar un juicio público al presidente de la República Belisario Betancur14 y frenar el proceso de extradición.

El M19 tomó como rehenes a cerca de 350 personas entre magistrados, jueces, empleados y civiles. La respuesta de las fuerzas armadas de Colombia fue aniquilar tanto a los rehenes como a los guerrilleros; se disparó indiscriminadamente y se provocaron incendios en el sótano del estacionamiento, en el primer piso al costado de la biblioteca y en el cuarto de expedientes; se desatendieron las órdenes presidenciales, se manipuló la escena de crimen y se desbordaron las potestades que la constitución política del país les otorgaba; se utilizó la fuerza para eliminar a los guerrilleros, lo que hizo inviable el rescate de los rehenes.

Ana Carrigan es una periodista colombo-irlandesa que en su libro The Palace of Justice Colombian Tragedy15 presenta una versión diferente de los hechos de esos dos días, la cual no es la interpretación oficial que se ha presentado hasta ahora. Utiliza testimonios inéditos, entrevistas, reportes forenses y minutas de las discusiones del ministerio; cuestiona profundamente tanto la responsabilidad del Estado colombiano en la masacre como la responsabilidad del M19 en los sucesos de esos días. La autora manifiesta que el uso de la fuerza bruta por ambas partes y la insensatez y el absurdo con que se manejó la situación dejó la suma de 109 muertos y 11 desaparecidos (oficialmente), a causa de las balas y de los incendios provocados por ambos bandos.

Beatriz González manifiesta que “luego de ese día supe que no podría seguir riéndome, que ese día dejé de hacer chistes”.16 Este alto en el camino hace que su obra cambie de dirección, apostándole a una resistencia civil sin armas, solamente con el poder de la pincelada, integrando las reliquias que quedan de las víctimas y haciendo de su obra un arte indéxico.

Doris Salcedo, por su parte, hace un análisis sobre el espacio y cómo actos violentos como el del 6 de noviembre de 1985 no son otra cosa que una lucha por el espacio:

 

Yo no creo que el espacio sea neutral. La historia de las guerras, y posiblemente incluso la historia en general, no es otra cosa que una lucha infinita por la conquista del espacio. El espacio no es simplemente un asentamiento, sino lo que hace posible la vida. Es el espacio el que hace posibles los encuentros. Es el sitio de proximidad, donde todo se cruza.17

 

La práctica de estas dos artistas se encuentra en el escenario de lo social, que tiene una connotación significativa, que es capaz de transformar y por ende debe ser entendido como práctica política, más aún en contextos como el colombiano, haciendo de la relación del arte y la política una persistencia del compromiso político por medio de la sensibilidad y la estética.

 

La obra de Beatriz González: historias de dolor y de barbarie18

 

Beatriz González, de la mano de sus colores planos y de su estética kitsch,19 permite indagar las causas y posibles razones detrás de la barbarie que deja la guerra en los actos violentos que acaecen en las realidades reconstruidas en su obra. La ausencia de la imagen explícita en la obra de esta artista brinda apenas un carácter indicativo, sugiriendo, indagando en las causas del conflicto, lo que da en sí mismo el contexto de la obra de arte. Dentro de la normalización del conflicto, la artista busca imágenes normales en forma alegórica, para hacer que el espectador se involucre con la imagen, la desbanalice, le quite el rótulo de espectáculo y haga saber que no es ineludible, que no es un problema de los otros.

En la obra Señor presidente, qué honor estar con usted en este momento histórico (1987)20 se evidencia este carácter indéxico y testimonial por medio de la utilización de recortes de periódico como materia prima de su trabajo. La artista se preocupa por el contenido fáctico y la importancia política más que estética de su obra. Al utilizar la imagen publicitaria como alegoría para provocar en el espectador inquietudes sobre las consecuencias de cómo la violencia afecta a la población civil, Beatriz toma una posición ética en el conflicto colombiano, haciendo una crítica implícita a la posición de los medios de comunicación frente a los sucesos históricos. Esta obra hace referencia a los hechos del 6 y 7 de noviembre de 1985, alude a la violencia y la barbarie de esos dos días, la posición de los entes gubernamentales y la negligencia por parte de los dos bandos. El uso de colores brillantes, el presidente y su gabinete, rodeados por militares, y en el centro un ramo de anturios, rojos como la sangre.

La artista revela por medio del arte la tragedia que vive el país, y que se puede evidenciar en Una golondrina no hace verano (1992),21 donde pone de manifiesto el contraste de los rostros de los espectadores del velorio que se lleva a cabo en la imagen. Para la elaboración de esta obra tuvo en cuenta las fotografías publicadas en un periódico de una masacre en Segovia (Antioquia) por parte de un grupo paramilitar. La artista, en entrevista con Germán Rubiano y Martha González,22 manifiesta que lo que quiere resaltar en esta obra no es el rostro de complacencia del militar, ni el de la desesperación de quien busca en los ataúdes, o la mirada pasiva e indiferente de la mujer que observa desde una esquina, sino más bien la sensación que le produjo la fotografía inicial, la ironía y el “juego de la irracionalidad” que flota en el aire cuando se mira esta obra.

A medida que la obra de Beatriz González avanza, se preocupa más por la emotividad de la imagen. En la serie Las Delicias,23 la artista se inquieta por el dolor ajeno, por el llanto, por la posición de las manos, haciendo énfasis en el estado emocional de las víctimas o de los sobrevivientes de los sucesos violentos; y el color que hasta ahora había sido brillante se hizo de repente sombrío. Para ello elabora una serie de 365 imágenes que aluden a un ataque por la guerrilla de las farc en Las Delicias (Putumayo), en 1996; los personajes de estas obras son mujeres que lloran desconsoladas la pérdida de sus hijos muertos, desaparecidos o secuestrados.

Mátenme a mí que yo ya viví 2 (1997),24 de esta misma serie, se basa en un artículo del periódico El Tiempo del 3 de abril de 1997, que narra cómo unos hombres encapuchados entran a una casa del occidente de Medellín (Antioquia), en busca de una mujer de 37 años. En el lugar se encontraba la abuela de dos niñas; al no encontrar a la madre, amenazan a las habitantes de la casa, y la abuela, al saber que estos hombres venían con sed de sangre, les grita: “Mátenme a mí, que yo ya viví lo suficiente, pero déjenlas a ellas”.25 La fuerza del color muestra el caos del momento, una mujer sentada con las manos en la cabeza, figura viva del dolor de la tragedia, una estufa de dos puestos, una silla, tiradas en el piso, son evidencia de que por allí pasó la sombra de la barbarie. Las figuras planas son de fácil acceso, al igual que el leitmotiv de sus obras: las imágenes publicitarias tienen una resignificación crítica de las imágenes iniciales, hacen que quien las mire se pregunte qué hay detrás de la pincelada.

La obra de Beatriz González corrobora la identidad colombiana más allá de un acto de fe; hace de las particularidades de la nación material primario de su arte, lo convierte en “subversivo” porque logra dar al imaginario colectivo un realce, un “estatus” que la sociedad misma desde los tiempos de la colonia se ha encargado de negarle. Ella logra desacralizar la ideología del arte haciéndolo más auténtico, más cercano a la realidad del colombiano, sin ningún tipo de prensión. Esta obra es subversiva porque muestra la imagen por medio de la reflexión y la honestidad al ir al rescate del arte popular, sometido bajo la esfera del arte culto, en una reivindicación de lo propio y en un acto de generación de conciencia.

 

Las noticias y fotos de los periódicos me hacen preguntarme cómo pasan estas cosas en este país […]. Los símbolos y signos que utilizo […] quiero que hagan presencia y testimonio, que se vea que no todo está tan bien […]. En las obras de los últimos años yo voy combinando elementos para conmover. Todos nos vamos acostumbrando. Las matanzas […] ya no nos conmueven. Yo creo que es un deber generar conciencia.26

 

La crítica de arte Marta Traba (1977)27 plantea que la obra de Beatriz González encuentra un equilibrio entre el sentido social y la sociedad de consumo. Ella nos habla de la desacralización de la imagen y de cómo esto hace que una obra adquiera la cualidad de re-sacralizar el arte. El hecho que una obra muestre lo oculto hace que ésta sea exaltada, y esto lo logran las obras de esta artista, dando una resignificación a la imagen popular que es entrañablemente cercana a nuestra cultura.

 

La obra de Doris Salcedo: historias de duelos,

ausencias y encuentros con la tragedia28

 

Doris Salcedo tiene una estética diferente de la de Beatriz González, pero no por eso menos comprometida con el discurso de su práctica artística: la violencia en sus distintas esferas, en este caso, la violencia vista desde los testimonios de las víctimas y de las familias de los desaparecidos. Es el testimonio la materia prima para sus instalaciones, con las cuales narra acontecimientos violentos, reconstruyendo los lugares y las cosas donde ocurrió la barbarie, lugares y cosas que han muerto junto con sus dueños y habitantes, pero que quedan como muestra indeleble de su existencia y su ausencia.

 

Como artista hay que hacer un recorrido, enfrentando imágenes que uno cree que no soporta; afrontar el horror insoportable y sacar de ahí lo humano. Hay que reconocer lo humano en la imagen insoportable, en el horror. Ese recorrido es esencial para comprender por qué nos matamos, por qué un ser humano tortura un ser humano, para entender que ese ser (que mata, tortura) es humano. El arte está conectado con lo perverso y desde ahí tengo que trabajar, porque la vida no es ideal […]. Como artista me toca ver eso no ideal, ver la complejidad.29

Esta artista no usa la pincelada, ella usa objetos encontrados en lugares donde sucedieron hechos violentos, ropa y zapatos de las personas desaparecidas o violentadas. Logra resignificar el objeto para conmover a quien mira la obra.

Muchas de sus obras tienen como escenario el espacio público: una de ellas en un lugar que representa el Poder Judicial en Colombia. Los hechos que acontecieron el 6 de noviembre de 1985 tocaron profundamente la conciencia política de la artista y del país en general. 17 años después, Salcedo realiza una instalación, la cual consiste en doscientas ochenta sillas colgadas del edificio del actual Palacio de Justicia, cada una representa una de las vidas que se perdieron en el holocausto de esos dos días. La acción-instalación comienza a las 11:45 horas del 6 de noviembre de 2002 y finaliza el 8 de noviembre en la esquina de la 7ª con Calle 11, sobre la fachada del Palacio de Justicia; se fueron descolgando gradualmente una cantidad determinada de sillas utilizadas en los despachos judiciales, como tributo a los desaparecidos en aquella ocasión, como una manera de presenciar sus ausencias en aquel espacio público.

Las sillas vacías (2002)30 testifica un hecho que muchos no quisieran recordar, rescata en la acción de esos dos días el dolor y el señalamiento congelados en el tiempo, imposibles de olvidar, porque es un hecho que nunca debe volver a repetirse. Más allá de resaltar el carácter violento, su acción-instalación es una apuesta a la memoria afectiva de los involucrados. La misma artista nos dice al respecto de su obra:

 

Yo quería hacer una obra en la que no estaba narrando absolutamente nada, la obra ocurría en la memoria de las personas que pasaban por ahí y querían enfrentarse a ella. Yo quería proponer una imagen que estuviera en la intersección entre el deseo de recordar y el impulso de olvidar.31

 

La obra de Salcedo es catalogada por Rubén Darío Yepes32 como un arte “político”, ya que en él se interpela el porqué del conflicto, interviene en él, lo hace parte de una lucha de poderes, pasa de ser una obra de cuidado a ser una obra de opresión. No hace mimetización de los actos violentos sino que va creando una metamorfosis en la vida misma.

 

El arte de Salcedo es político en la medida en que sus estrategias estéticas se alejan de la representación: mientras que esta es reductora y distancia al espectador a través de la estilización del conflicto y de la violencia, las obras de Salcedo, por medio del despliegue de su poder evocador, tendrían la facultad de no sólo referirse a la política sino también de intervenir en ella.33

 

En la serie Sin título (1989-1990)34 se encuentra la relación del mueble mutilado como la vida misma de sus dueños; existe una estrecha relación entre el objeto y la ausencia de sus propietarios, entre la vida que se escapa y la espera de sus familiares y seres queridos por una resolución, por un cuerpo vivo o muerto, para poder aclarar su duelo y quitar el peso que da el hormigón a sus muebles metamorfoseados y a sus propios recuerdos. Esta serie es realizada por medio de las huellas indéxicas que dejan los testimonios de mujeres cuyos esposos fueron asesinados en el marco de las masacres en la región del Urabá en 1988. En 2013 el periódico El Espectador35 hizo un análisis sobre los hechos violentos que mancharon con sangre las tierras bananeras del Urabá en esos años. Las masacres de 1987 se dieron para la eliminación sistemática del partido político colombiano de izquierda, denominado La Unión Patriótica, y las coaliciones electorales entre partidos, llamadas Frente Popular, que empezaban a tener fuerza política en la región. Los asesinatos fueron obra del naciente paramilitarismo, a cuya cabeza estaba el jefe paramilitar Fidel Castaño,36 bajo la excusa de que esos grupos políticos estaban construyendo una base social para las farc y el epl.

Las primeras masacres tuvieron lugar en las haciendas Honduras y La Negra, en el caserío de Currulao, de los municipios de Turbo y Dabeiba (Antioquia), pero luego la oleada violenta de los paramilitares se extendió hasta el municipio de Buenavista (Córdoba) para asesinar a 36 campesinos de la zona. Pocos días después se perpetró el asesinato de 23 agricultores en la vereda San Jorge del corregimiento de Nueva Colonia, en Turbo (Antioquia). Entre otras masacres se cuenta la del municipio de Segovia (Antioquia), donde fueron asesinadas 43 personas, con lo que 1988 se convirtió en el año de las masacres más crudas que se hayan visto nunca en territorio colombiano, que hicieron que en este tiempo corriera sangre en el norte de Colombia tan indiscriminadamente como los actos violentos mismos. Con esto la fuerza de Fidel Castaño en la región se fue incrementando, así como el paramilitarismo, su barbarie y su degradación humana.

Salcedo, en sus muebles llenos de cemento, con ropas enterradas, logra dar peso a la fugacidad con que ocurren los actos violentos, haciendo de estos objetos resignificados metáforas del cuerpo humano, convirtiéndolos en materias que dan signos de la opresión.

A propósito del poder, la artista habla sobre su posición frente a su propia labor: “Yo soy una artista política que trabaja desde el tercer mundo, que ve la vida desde el tercer mundo […] me interesa analizar el poder y cómo aquellos que detentan el poder manipulan la vida”.37

Es común en las zonas de conflicto encontrar casas solitarias, que hablan a gritos sobre la barbarie en ellas acaecida y sobre el destino de sus habitantes. En conversaciones con Noraida Ortiz,38 habitante de Villa Garzón, municipio del Putumayo, al sur del país, se sabe que su familia vivía en una pequeña finca a varias horas de camino de herradura;39 en los tiempos en que el paramilitarismo en la región tuvo su auge, el padre de sus hijos y sus cuñados fueron asesinados por negarse a pagar “vacunas”40 a los insurgentes. No se supo de ellos durante tres meses; luego, cuando la situación fue menos tensa, ella y otros parientes encontraron la casa vacía, y en ella las huellas de la infamia: sangre en los corredores, mesas caídas, sillas partidas, y en el patio los cadáveres descompuestos de su marido y sus cuñados. Ésta es una historia que puede escucharse muchas veces en ese territorio; los asesinatos de los caporales eran recurrentes y dejaban a las esposas viudas y en situaciones económicas muy graves.

Las casas, al igual que las mujeres, quedan viudas, como en la serie Casa viuda (1992-1995)41 de Doris Salcedo. La historia de Noraida no es la que inspira estas piezas, pero sí lo es el tema: mujeres y casas que quedan solas, deshabitadas, con sus almas rotas. Estas piezas son una metamorfosis de objetos, los muebles se funden unos con otros, quedan inútiles, inservibles para su fin inicial, pero se les dota de un aura mística que permite reconstruir los espacios transfigurados de los hogares de las víctimas y su ausencia para los seres queridos. Las casas mueren con sus dueños, o con los que se marcharon dejándolas deshabitadas.

Rubén Darío Yepes42 dice que estas obras se presentan metonímicamente, al igual que la serie Sin título (1989-1990) y Atrabilarios (1991-1996), pues tienen un sentido simbólico, interesado por la transferencia de significado por parte del espectador y de la autora de la obra, a diferencia de las instalaciones hechas en espacios públicos, como Las sillas vacías (2002), pues éstas se interesan por la realidad social y política del país.

La búsqueda de Salcedo de testimonios y huellas de violencia la llevó a encontrarse con objetos personales de los desaparecidos: “Mientras estaba investigando casos específicos de desapariciones, descubrí que el único rasgo que tenían en común eran los zapatos”.43 Así nace Atrabilarios (1991-1996),44 zapatos cubiertos parcialmente con pieles de animales, puestos dentro de cuadros cavados dentro de la pared, como tumbas, las tumbas no existentes de los desaparecidos, cosidos, como los dolores mismos de los testimonios que los llevaron a formar parte de estas obras.

Los zapatos están expuestos como relicarios, cosas preciadas, objetos de los cuales los seres queridos no quieren desprenderse por temor al olvido. Estos objetos metonímicos hacen del dolor algo universal, fecundan una relación entre el objeto y el cuerpo que lo usaba, un cuerpo que ya no está, un cuerpo ausente que evita la existencia de duelo real, un cuerpo violentado, al igual que los objetos mismos, o un cuerpo encontrado en una fosa, de la cual lo único reconocible son los mismos zapatos. El dolor se queda anclado a ellos, congelado, frío, como las piezas expuestas en la pared.

 

Conclusiones

 

Las obras de Beatriz González y Doris Salcedo muestran la mirada aguda sobre el tema de la violencia en Colombia; cómo se busca el testimonio, la noticia, para darle un sentido a la obra de arte. Sus temas son recurrentes y reiterativos: el desplazamiento, la pérdida de la vida, la desaparición, la muerte misma, narrados por medio de las huellas que deja la violencia en los objetos y las ausencias que hay en ellos.

Estas artistas generan en sus obras incomodidades al espectador, hacen que éste se conmueva, se sienta con malestar, se desequilibre y se inquiete con este arte no reaccionario; hacen que quienes observan sus obras experimenten estar dentro de este arte progresivo, logren mirar a quienes habitan en ellas, generando conciencia, para con ello poder oponerse a la violencia misma. A veces son obras solitarias y grises, que relatan el paso de cualquier oleada de violencia en cualquier lugar de la geografía colombiana. La incomodidad que suscitan delatan las huellas históricas de almas desoladas y mutiladas, como el alma misma de la sociedad después de la guerra, dejando el sinsabor de la imposibilidad de algún futuro: la barbarie pasa arrasando con la esperanza.

El arte de estas mujeres no tiene ninguna filiación política ni pretende hacerse a ninguna revolución social, aunque en sí es un arte completamente político; son obras que sólo se comprometen consigo mismas; la relación entre arte y política se evidencia en la obra de González y Salcedo no sólo por la crítica explícita de los sucesos históricos, sino también por el carácter poético y reflexivo que en sus obras está contenido. La exaltación de códigos comunicativos que permiten que el espectador se relacione con la obra y el entorno se convierte en un acto político más sutil, reflexivo y profundo.

La mirada que estas dos mujeres dan a la violencia del país es una mirada desesperada por no olvidar, por hacer evidente que las cosas están pasando, para que no se naturalicen, para que no se vea la violencia como algo que tiene que seguir pasando. Es una apuesta al rescate de la memoria histórica del país, al plasmar y exhibir de una manera respetuosa para con las víctimas estos sucesos crueles de la historia colombiana; ellas hacen del testimonio de las víctimas un puente entre el arte y la historia por medio de la obra de arte. Es una mirada que no culpa, sino que apela a la memoria histórica y afectiva de los implicados; acusan al olvido y luchan desde sus voces en el lienzo, en la instalación, en el mueble, para hacer de la tragedia actual un algo evidente.

Una de las causas más apremiantes por las cuales el conflicto sigue en pie, y que pese a todo el tiempo que ha pasado este problema siga siendo parte de la historia, es que entre los actores (todos los colombianos) se sigue hablando como en la torre de Babel. Por un lado, la subversión tergiversó su camino de lucha revolucionaria y se abanderó de un discurso libertario para llevar a cabo actos que en nada benefician las causas originales de su formación. Por otro lado, el Estado no ejerce una política en la que prime una verdadera voluntad de hacer las reformas necesarias para cambiar las situaciones sociales que generan el conflicto; y si a esto le añadimos la mirada normalizadora de los demás actores, no pueden existir agentes de cambio social. La obra de estas dos artistas habla en un mismo lenguaje, bajo un mismo discurso comprensible para quienes se adentran en sus obras, retando a los actores a dialogar en un mismo idioma. Las obras presentadas en este trabajo, son manifestaciones artísticas que señalan que mientras los asesinatos, las desapariciones, la desigualdad social y las masacres sean parte del mundo de ese otro, difícilmente se crea una sociedad más tolerante y más justa.

Faltarán todavía artistas que brinden la valía de sentirse nación y que continúen en la búsqueda del elemento cohesivo que identifique la identidad colombiana, que rescaten la labor del artista como hacedor de cultura y un actor involucrado en los cambios de las realidades; que logren romper con la mirada hipócrita, negligente y normalizadora del conflicto; que luchen por no considerar la guerra dentro de las esferas de lo posible, por hacer que no se siga en la disposición de esperarla y de soportarla.

 

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Recibido: 18/12/2013. Aceptado: 03/11/2014

1 Universidad Distrital Francisco José de Caldas, Colombia. Carrera 7, 40B-53, Bogotá, Colombia.

2 García Márquez, Cien años de soledad, p. 1.

3 Caicedo, Cultura, pp. 29-50.

4 Pecaut, “Reflexiones”, p. 188.

5 Restrepo, “Niveles”, p. 119.

6 Deas, Intercambios, pp. 58-110.

7 Gilhodés, “La violencia”, pp. 194-195.

8 Grupo de Memoria Histórica, ¡Basta ya!, pp. 112-255.

9 Hobsbawm, “Anatomía”, p. 20.

10 Castro, El vocabulario, p. 427.

11 Foucault, La arqueología, p. 198.

12 Malagón, Arte, p. 6.

13 Malagón, Arte, p. 5.

14 Belisario Betancur Cuartas fue presidente de Colombia en el periodo 1982-1986.

15 Carrigan, The Palace, pp. 12-209.

16 Citado en Malagón, Arte, p. 55.

17 Basualdo, Carlos Basualdo, p. 12.

18 Para una revisión de las obras de Beatriz González puede consultarse su galería personal en http://lolo208.wix.com/beatriz-gonzalez#!

19 Beatriz González se refiere a su propia obra como desmedida. Enmarcada dentro de la estética kitsch: “el estilo de un estilo”, se cataloga la obra como “cursi” por estar fundamentada en la reelaboración de las imágenes, tomando la primera imagen como un punto de partida, como materia prima para hacer una obra completamente nueva, renovadora e irónica; es “una obra desmedida para una sociedad desmedida”.

20 Malagón, Arte, p. 249.

21 Villegas, Beatriz González, p. 134.

22 Citado en Malagón, Arte, p. 69.

23 Villegas, Beatriz González, p. 200.

24 Villegas, Beatriz González, p. 178.

25 Nullvalue, “Mátenme”.

26 Citado en Malagón, Arte, p. 53.

27 Traba, Los muebles, p. 26.

28 Algunas de las obras analizadas en el presente artículo se muestran en el siguiente vínculo: http://whitecube.com/artists/doris_salcedo/

29 Citado en Malagón, Arte, p. 146.

30 Ayala, “Doris Salcedo”.

31 Panzarowsky, “Sobre Doris Salcedo”.

32 Yepes, La política.

33 Yepes, La política, p. 22.

34 Malagón, Arte, p. 265.

35 Redacción Ipad, 25 años de un tiempo de masacres.

36 Fidel Antonio Castaño Gil, junto con su hermano Carlos Castaño, fundó las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá (auc), conocidas popularmente como los paramilitares. Fue el líder de este grupo hasta su deceso en 1994.

37 Panzarowsky, “Sobre Doris Salcedo”.

38 Los nombres han sido cambiados por solicitud de la entrevistada.

39 Se denomina así el camino para animales de carga.

40 Las “vacunas” son cuotas que exigen los grupos al margen de la ley para respetar la integridad física de los habitantes.

41 Malagón, Arte, p. 269.

42 Yepes, La política, p. 20.

43 Citado en Malagón, Arte, p. 156.

44 Malagón, Arte, p. 267.