Cuatro malas palabras para insultar hombres en la Nueva España.Una aproximación lingüística a cierto léxico insultológico novohio1

 

Nancy Rubio Estrada
Programa de Maestría en Letras, UNAM.
nancy.re18@gmail.com

 

Somos seres históricos, constituidos a través del tiempo; aproximarnos al pasado es una forma de vincularnos con nuestras raíces sociales, culturales e históricas. Este ensayo pretende lograr esa aproximación a través del análisis de la lengua española que nos es propia, específicamente a través del estudio sincrónico de cuatro “malas palabras” circunscritas a un campo semántico específico: malas palabras utilizadas para insultar hombres en la Nueva España.

 

Palabras clave: malas palabras, historiografía lingüística, época colonial.

 

Son las malas palabras único lenguaje vivo en un mundo de vocablos anémicos. La poesía al alcance de todos.2

 

Max Colodro3 señala que el hablante nunca es tan libre o tan pleno como para poner en palabras todo aquello que está oculto en la profundidad de su ser. Somos, ante todo, prisioneros de nuestra lengua, de las expresiones que permite y también de las que imposibilita. Estas rigideces lingüísticas no son sino el producto de las normas sociales que orientan nuestro comportamiento y nos alertan sobre el uso o el no uso de ciertas expresiones por considerarlas socialmente reprobables.
En todas las culturas han existido y existen palabras prohibidas,4 términos o referencias que no deben ser utilizados, cosas que estamos obligados a callar. La cultura dominante las designa como tabúes y las hace así innombrables. Inmersas en estos tabúes lingüísticos, en estos vocablos innombrables, se encuentran las palabras que normalmente omitimos por considerarlas duras, obscenas o malsonantes y que solemos intercambiar por algún eufemismo; me refiero, por supuesto, a las tradicionalmente llamadas “malas palabras”. En nuestra cultura éstas han tenido protagonismo desde siempre. Basta remontarnos a nuestras raíces españolas para encontrarlas: romances medievales plenos no sólo de malas palabras sino de dobles sentidos, sin olvidar los magníficos poemas quevedianos. O, ya instalados en la actualidad, bástenos recordar aquel poema de Sabines donde en un arrebato de impotencia conjura triste el poeta: “¡A la chingada las lágrimas!, dije / y me puse a llorar / como se ponen a parir”, mientras nos murmura dolorosa, casi rencorosamente, sobre el “El Señor Cáncer, El Señor Pendejo” que invadió el cuerpo de su padre y terminó por matarlo.
Todo ello no hace más que resaltar lo evidente: las malas palabras no se encuentran inscritas exclusivamente en el habla vulgar o coloquial; podemos hallarlas en casi cualquier ámbito de nuestro lenguaje. Forman, pues, parte importantísima de nuestra cultura. De hecho, Pancracio Celdrán5 las considera rasgo común del universo hiohablante, y afirma que ha sido en América donde muchas de estas voces, originariamente peninsulares, cobraron vigor propio, sobre todo en México y Argentina, países, según Celdrán, particularmente ricos en iniciativas insultológicas.
Vale la pena, por todo ello, realizar un breve recorrido en la ontología de estas subversivas y no menos interesantes palabras antes de abocarnos al estudio y análisis de un pequeño número de ellas durante la época colonial.

 

¿Qué son las malas palabras?

En el Tercer Congreso de la Lengua, celebrado en Argentina en el año
2004, Roberto el Negro Fontanarrosa, escritor argentino, se preguntaba: “¿Por qué son malas las malas palabras?”, y proseguía con cierto humor: “¿Acaso le pegan a las otras palabras? ¿Son malas porque son de mala calidad? ¿Porque cuando uno las pronuncia se deterioran?” Evidentemente, Fontanarrosa abordaba este tema desde un irónico y profundo humor, pero no por ello su primera pregunta deja ser válida: ¿qué hace que las palabras sean calificadas como “malas”?
Cierto es que en un sentido estrictamente lingüístico no existen ni buenos ni malos términos; ya Saussure, al definir el signo lingüístico como “arbitrario”, unión de significado (concepto) y significante (imagen acústica), zanjaba, aunque de manera indirecta, esta cuestión. En sus propias palabras:

 

Lo que el signo lingüístico une no es una cosa y un nombre, sino un concepto y una imagen acústica [...]. El lazo que une el significante al significado es arbitrario; o bien, puesto que entendemos por signo el total resultante de la asociación de un significante con un significado, podemos decir más simplemente: el signo lingüístico es arbitrario.6

 

El propio Saussure puntualiza que por “arbitrario” quiere decir “inmotivado”; es decir, arbitrario con respecto al significado, con el que no está unido por ningún tipo de lazo natural; prueba de ello es el hecho de que las malas palabras cambien de un lugar geográfico a otro; así, “concha”, que en la inmensa mayoría de los países hiohablantes sirve para denominar la cubierta que protege a ciertos moluscos o a un inocente tipo de pan; en Argentina, Chile, Perú y Uruguay adquiere un significado peyorativo y ofensivo de índole sexual. Sin embargo, pese a las nociones saussurianas, desde el punto de vista sociolingüístico resulta innegable que para el hablante las palabras poseen connotaciones negativas o positivas. Dichas connotaciones surgen de la carga semántica que la cultura dominante les confiere y son enseñadas a todos los integrantes de la sociedad que la conforma. No hay que olvidar, tal y como lo menciona Rocío Da Riva en su artículo,7 que toda cultura o grupo social tiene sus propias reglas y normas, y que éstas rigen la inserción de ese grupo o cultura al mundo que les rodea. Así pues, todo aquello que se aproxime al ideal cultural será positivo, en cambio; cuanto más se aleje algo del canon establecido, más negativo será. Desde luego estos criterios regulan también el lenguaje –mediador entre el hombre y el mundo– distinguiendo entre aquellos usos considerados correctos y aquellos considerados incorrectos.
En resumen, las malas palabras se nutren de todas aquellas realidades que por sus cualidades básicas o por sus asociaciones culturales se encuentran insertas dentro de lo bajo, repugnante, escatológico y despreciable. No es sorprendente, entonces, que todas las malas palabras sean siempre adjetivos. Al fin y al cabo es a través de esta categoría gramatical que describimos el mundo y, aunque en primera instancia esta observación bien podría parecernos obvia y carente de relevancia, según Celdrán es precisamente esta parte de la oración la que más compromete al hablante, puesto que en ella expresa lo que piensa, cree, quiere, espera, ama y odia de los demás y de su realidad. Las malas palabras son, finalmente, producto de un examen personal del mundo cuya sentencia es expresada por el hombre en forma de vituperio.
Otro aspecto importante al hablar de las malas palabras es el hecho de que al hacerlo no nos limitamos únicamente a los términos insultantes, sino que incluimos toda una serie de palabras y expresiones que, en un determinado contexto, poseen una intención hiriente o degradante por parte del hablante. Además, como menciona Da Riva:

 

Lo que nos interesa aquí es el significado de las palabras que comunica el hablante e interpreta el oyente, es decir, no importa tanto lo que un término o frase signifique en realidad, sino lo que quiere decir con ellos. El contexto social, económico y cultural es básico a la hora de interpretar la intención del hablante en la comunicación, sin olvidar, el papel del receptor como intérprete de lo que el hablante comunica.8

 

Esta idea encuentra eco en Celdrán, quien afirma que es propio de las malas palabras vivir dentro de un mundo semántico disperso: sólo el caso, la circunstancia y el destinatario lograrán darles todo el sentido que pueden alcanzar. A su potenciación y suavización hay que unir los elementos suprasegmentales, esas insinuaciones, gestos y visajes, esa forma de crispar las manos y blandirlas en el aire.9 Es decir, las malas palabras no pueden estudiarse independientemente de su contexto: quién es el hablante, quién el receptor, en qué momento o circunstancia son utilizadas, en qué lugar, en qué época, etc. Dicho contexto, desde luego, se encontrará determinado por las relaciones que existen entre las personas de una determinada sociedad o grupo. No se puede partir de las malas palabras como si fuesen un mero término, sino desde el mismo proceso de insultar como un “acto de habla”. Ya Austin lo dice:

 

Siempre es necesario que las circunstancias en que las palabras se expresan sean apropiadas, de alguna manera o maneras. Además, de ordinario, es menester que el que habla, o bien otras personas, deban también llevar a cabo otras acciones determinadas “físicas” o “mentales”, o un acto que consiste en expresar otras palabras.10

 

Esto, aunque vago, en general es verdadero: constituye un lugar común en toda discreción acerca del sentido de una expresión cualquiera, y aunque Austin se refiere propiamente a lo que él llama “palabras realizativas” –las cuales generalmente forman parte de actos rituales, tales como casarse, jurar o prometer algo–, es igualmente válido para las malas palabras, que al igual que las palabras realizativas de Austin, requieren que sus usuarios tengan ciertos sentimientos (ira, odio, frustración, celos, etc.) al emplearlas, y que están dirigidas a provocar cierta reacción en sus receptores.
Innegablemente las malas palabras no son sólo una cuestión de elección de términos: a su significado básico se le unen el énfasis y la intención hostil del hablante y, por supuesto, la reacción ofendida del oyente. Serán precisamente éstas (la intención del hablante y la reacción del oyente) las que les otorguen el significado hiriente y agresivo, parte primordial e indispensable de toda mala palabra, como veremos en los siguientes estudios de caso.

 

Cuatro malas palabras para insultar hombres en la Nueva España

Hoy en día insultar es una actividad relativamente fácil que rara vez acarrea consecuencias serias; sin embargo no siempre ha sido así: en otras épocas constituía un acto realmente grave. En la Edad Media, por ejemplo, había insultos tan penados como la agresión física. En la sociedad novohia la situación no era muy diferente. En uno de sus ensayos, Lipsett-Rivera11 da cuenta del gran número de quejas que los habitantes novohios presentaban ante la corte contra actos de “obra y palabra”, frase que señalaba el aspecto físico y enunciado del insulto, ambos de suma importancia, ya que si los actos de violencia física herían el cuerpo del infortunado atacado, las malas palabras se encargaban de dañar su honor y su reputación. Era algo verdaderamente terrible en una sociedad como la novohia, regida en gran medida por las apariencias. Así pues, el tribunal tomaba en cuenta tanto el daño físico como el verbal.
Uno de los aspectos más interesantes en el ensayo de Lipsset-Rivera es su observación sobre el hecho de que la mayoría de las malas palabras novohias buscaban adaptarse a las características de los insultados, ya que, según la autora, la ofensa y el vituperio se lograban a través de la distorsión consciente de la identidad del receptor. Resulta innegable que entre los muchos elementos que conformaban la identidad de los novohios (casta, condición social, posición económica, etcétera) el género desempeñaba un papel fundamental, precisamente por ello éste determinaba muchos de los insultos utilizados.
En el caso de los hombres, los insultos estaban casi siempre relacionados con la eficacia de su desempeño sexual y su capacidad para mantener intactos el honor, la honra y la fama tanto individuales como familiares. Muchos otros insultos basaban su carga ofensiva en el símil que establecían entre el hombre imprecado y algún comportamiento considerado típicamente femenino, lo cual, dada la concepción que se tenía de las mujeres, representaba una ofensa grave que a menudo desembocaba en grandes pleitos.
No hay que olvidar que tras la Conquista, durante el proceso de recomposición social, en la Nueva España se establecieron ciertos ideales –reminiscencias del Viejo Mundo– como la pureza, la virginidad, la castidad, el prestigio y la sabiduría, entre otros, que paulatinamente se transformarían en los valores medulares de esta nueva sociedad, y que incidirían en la configuración de su estructura emocional, marcando, irremediablemente, su conducta social. Tal y como sostiene María Alba Pastor, “estos valores constituyeron un sistema simbólico cerrado que impregnó con ayuda de las congregaciones y corporaciones –en especial de las cofradías gremiales y eclesiásticas– todas las relaciones humanas de aquella época”.12
Uno de estos valores centrales es el honor, definido por Lavrin como “un conjunto de valores morales demostrados en el comportamiento personal y aceptado como rasero para juzgar a los miembros de la sociedad”.13 Otro es la fama, acerca de la cual Tomás de Mercado, teólogo dominico, sostenía: “la fama de un hombre es la opinión que tienen de él los que lo conocen, la reputación que hay en el pueblo o en el reino; y propia y principalmente consiste en ser tenido por bueno o por malo, por virtuoso o vicioso”.14 Ideas como éstas determinaron en gran medida no sólo el pensamiento de los novohios, sino también su forma de comportarse, actuar y relacionarse con los demás.
Cabe recordar, además, que el honor familiar y masculino, así como gran parte de la estabilidad social, se cifraban de manera primordial en la castidad femenina; por ello la conducta sexual de la mujer se encontraba sujeta a restricciones mucho más fuertes que la del hombre. En contraparte con el papel que desempeñaban las mujeres en la Nueva España –seres corruptibles, naturalmente inclinados a los placeres sensuales del cuerpo, temidos y protegidos a un mismo tiempo y, sobre todo, reprimidos–, los hombres novohios gozaron siempre de una mayor libertad sexual.
Heredera de una cultura donde la fuerza y la virilidad eran principios fundamentales, la sociedad novohia permitía al hombre ejercer su sexualidad antes y después del matrimonio sin que su honor sufriera detrimento alguno. A cambio, se le exigía proteger y conservar la pureza y castidad de su contraparte femenina. Haciendo uso de su valor y fortaleza, era su obligación cuidar que su linaje no fuera manchado con deshonras: máculas, injurias, agravios y afrentas.15 Así pues, el honor masculino dependía directamente de la sexualidad femenina, de su comportamiento honesto y recatado. Para los hombres el honor se relacionaba con la virilidad, con su capacidad para mantener este comportamiento en las mujeres de su familia y en sus parejas; la pérdida de éste a menudo era comparado con la impotencia sexual.
Debido a estas ideas, las malas palabras más comunes para ofender a los hombres eran calificativos que implicaban la pérdida de su masculinidad, ya cuando se insinuaba un deficiente desempeño sexual, ya cuando se comparaba alguna actitud de la víctima con un comportamiento considerado característicamente femenino. Epítetos como ésos tenían el tiránico poder de negar a la víctima el lugar que le correspondía en la sociedad como persona honorable; al atacar su virilidad y buen nombre buscaban, además, someterla al escarnio público, el cual solía repercutir de manera seria y hasta peligrosa en la vida cotidiana del infortunado receptor. Era una situación bastante frecuente, pues en la Nueva España el honor solía sostenerse en un solo pilar: el imperioso y voluble “qué dirán”, idea confirmada en siglo XVII por el obispo Gaspar Villarroel, quien, tras afirmar que en las Indias eran tan abundantes las minas como las calumnias, exclamaba: “Dichoso aquel país donde se pone el honor sólo en el decir la verdad”.16 Verdad o no, cierto era que una certera mala palabra dicha en el lugar idóneo podía ocasionar graves problemas al renombre del hombre insultado, a veces con onerosas repercusiones.
Y bien, ¿cuáles eran esas malas palabras? ¿Cuáles esas “palabras malditas” que causaban tanto daño a sus receptores y que crearon en la Nueva España la necesidad de castigar a sus usuarios ante la corte y, en la medida de lo posible, minimizar sus daños? El presente artículo se enfoca únicamente al análisis de cuatro de ellas: cabrón, colchón, mujer y puto. Todas aparecen en cuatro documentos17 fechados en diferentes años de los siglos XVI, XVIII y principios del XIX. Mediante dichos documentos se estudia el contexto sociocultural en que aparece cada palabra y el significado con el que era utilizada durante la época, el cual, a su vez, se contrasta con el significado original que cada vocablo tenía en los albores del español. Ello con el afán de establecer, de manera muy general, si hubo algún cambio entre el uso y significado de los primeros registros que se tienen de cada palabra y el uso asentado en los documentos del corpus aquí estudiado.
Ya que el corpus examinado en este artículo constituye apenas una pequeña muestra del amplio léxico insultológico propio de la Nueva España, su objetivo no es ofrecer un panorama general de este fenómeno lingüístico, sino evidenciar las relaciones formativas entre el lenguaje y la imago mundi novohia, de la cual somos en gran medida herederos. No debemos olvidar que internarnos en el estudio del lenguaje y reflexionar sobre él es una manera de reconocernos en sus usos y significados a lo largo de su sinuoso devenir histórico, de indagar en nosotros y nuestras circunstancias, como diría Ortega y Gasset. Iniciemos, pues, esta aproximación al pensamiento, la cultura y la sociedad novohia a través de ese vínculo esencial entre el hombre y el mundo que es el lenguaje, específicamente a través de esos vocablos sangrantes y desgarradores que suelen ser las malas palabras.

 

Cabrón

Una de las malas palabras más empleadas para herir y humillar al hombre durante la época colonial era “cabrón”. Era un insulto realmente fuerte, pues atacaba, a un tiempo, no sólo la virilidad de la víctima, sino también su fama y honor al tildarlo de cobarde o, en el mejor de los casos, de tonto. Su uso a menudo desembocaba en riñas, intercambios de otros insultos, golpes, heridas e incluso muertes. Tal es el caso de José Casildo Hernández y Lino Carrión, ambos herreros de Orizaba, Veracruz. Según la declaración hecha en 1819 por José Antonio Zaquero, maestro del taller en que éstos trabajaban,

 

entre quatro y cinco de aquella tarde, aviendo acabado de travajar Lino Carrión y quedándose trabajando Casildo Hernández le puso las manos a Lino Carrión en los hombros y le dijo: “Gracias a Dios que nos juntamos un yndio y un negro, pero yo soy indio bueno, bueno y señor yndio”. Que en vista de esto echo, Carrión le agarró las dos manos, y en tono de chansa le dio un arrempujón que lo echó al suelo.18

 

 

Al notar que ambos hombres comenzaban a reñir, Zaquero los separó, y mandó a José Casildo a terminar su trabajo y a Carrión a la oficina por unos clavos; sin embargo, Casildo lo desobedeció y siguió a Carrión. Zaquero afirma en su testimonio que al poco tiempo

 

oyó unas voces que decían “párate, cavrón”, y esto le dio a pasar violentamente a ver lo que havía, introduciéndose por el taller donde reñían. Y vio que Carrión se estaba queriendo lebantar del suelo, y que efectivamente lo ayudó a que se parara, y le dijo: “señor, me ha herido el indio Casildo y me ha dado recio”.19

 

El documento registra el testimonio de Zaquero como parte del juicio contra José Casildo Hernández por asesinato, por lo que es de suponer que la herida infligida a Carrión tuvo consecuencias mortales. Aunque el origen de la pelea tuvo sus razones en las rígidas divisiones raciales que regían la sociedad novohia (Casildo se mofa de la condición de negro de Carrión a la par que sugiere su superioridad por ser indio),20 es notable el uso de “cabrón”, insulto empleado en el momento más álgido de la discusión.
Según Lipsett-Rivera, dicho epíteto acusaba la pérdida sexual de una mujer relacionada con el hombre insultado. La gran afrenta del insulto radicaba en el cuestionamiento implícito que hacía no sólo de su virilidad
–al poner en entredicho su capacidad para satisfacer los apetitos sexuales de su mujer–, sino también de su aptitud para saber lo que ocurría en su propia casa y regirla.
Ya en su Tesoro de la lengua castellana o española, impreso en 1611, Sebastián de Covarrubias señala el fuerte carácter pernicioso de esta palabra:

 

Llamar a uno cabrón en todo tiempo y entre todas naciones es afrentarle. Vale lo mesmo que cornudo, a quien su mujer no le guarda lealtad, como no lo guarda la cabra que de todos los cabros se deja tomar. Y también porque el hombre se lo consciente, de donde se siguió llamarle cornudo, por serlo el cabrón, según algunos.21

 

El símil establecido por Covarrubias entre “cabrón”, inicialmente el macho de la cabra, y las características del hombre así calificado, resulta sumamente interesante al ofrecer una idea muy cercana a la que los novohios debieron tener de su origen y significado. Aunque su metodología es poco rigurosa, la definición del Tesoro podría ser bastante cercana a la evolución lingüística de esta mala palabra. Baste recordar que, si bien Corominas22 no menciona el significado de “cabrón” como término ofensivo, sí rastrea su origen al vocablo latino caper (masculino del femenino capra), el cual, en las lenguas europeas, se utilizó para designar diversos animales monteses machos. Lo que, hasta cierto punto, otorga credibilidad a la explicación propuesta por Covarrubias.
En consonancia con la definición del Tesoro, encontramos la del Diccionario de autoridades de la entonces recién creada Real Academia Española (RAE), el cual en 1724 compila por primera vez, de manera oficial, el uso y los significados de las palabras de la lengua castellana. Según esta obra, “cabrón” es “el que ƒabe el adulterio de ƒu muger y le tolera o folicita. Eƒta palabra ƒe tiene por mui injurioƒa en Eƒpaña, y en otras Naciones de Europa”. Es interesante notar cómo ambas definiciones, a pesar del tiempo que las separa, mantienen prácticamente la misma idea; ambas recalcan la enorme fuerza emotiva que posee esta mala palabra y hacen especial hincapié en la infidelidad que sufre el hombre. Sin embargo, mientras Covarrubias deja abierta la posibilidad de que el hombre ignore el engaño, la definición de la RAE sólo considera una opción: el hombre así adjetivado sabe del engaño y lo consiente, lo cual agrava la situación y aumenta el sentido ofensivo de esta mala palabra, pues con ella no sólo se pone en duda el desempeño sexual del imprecado, también se le imputa una dejadez y una falta total de apego a los valores establecidos. El hombre que consentía las infidelidades de su mujer sin intentar restablecer su honor y limpiar su fama y su honra, no sólo carecía de resolución y arrojo sino también subvertía el orden y la estabilidad socialmente instaurados.
En realidad, ambas opciones (la de Covarrubias y la de la RAE) resultaban terriblemente dañinas: la primera consideraba al hombre en cuestión “tonto” por ignorar las actividades de su propia mujer; la segunda, “cobarde”. En ambas se dudaba por igual de su capacidad sexual –en el imaginario novohio la mujer, como ser naturalmente inclinado a los placeres sensuales, buscaba a toda costa satisfacerlos. Si engañaba a su marido era porque éste no lograba cubrir sus requerimientos–. Por todo ello, esta mala palabra se instauró como una de las más empleadas para insultar hombres, pues a través de ella se quebrantaban todos los valores que se consideraban propios del género masculino: honor, fama, honra, virilidad y fuerza quedaban en duda con su sola pronunciación. No es de extrañar, pues, que su uso tuviera tan nefastas consecuencias.

 

Colchón

Sin duda una de las malas palabras más interesantes que constituyen este corpus es “colchón”, vocablo oscuro y de difícil interpretación a la luz de sus connotaciones actuales que, lejos de colocarlo en ese léxico feroz, cruel y despiadado que son las malas palabras, lo han preservado como un término inofensivo y, por extensión, inútil para ofender a los otros.
En la Nueva España, sin embargo, parece haber tenido dos acepciones muy diferentes, su significado inofensivo y actual y uno mucho más agresivo que con el tiempo se perdió; tal hipótesis se ve confirmada en un documento de 1809 en el que el sargento Pantaleón Baeza presentó su testimonio ante un tribunal de Chan Cenote, Yucatán, como testigo de una pelea. En el documento, Baeza describe cómo al pasar frente al convento de Chan Cenote oyó discutir a José Moguel con el sacerdote del pueblo, quien fue defendido por la siguiente intervención de José María Martínes:

 

“Moguel, si estás vebido, anda a tu casa, no vengas a insultar a mi compadre”, y Moguel le contestó las [palabras] que siguen: “¡cállate, alcauetón!, y la que respondió fue Thomasa Valle, muger de Martines, éstas: “tu eres un colchón, hijo de la puta”, bajando con un palo en la mano, y le dio un porraso, bolviéndole Moguel la mano con una bofetada.23

 

Uno de los muchos aspectos interesantes que revela este pequeño fragmento es la violencia manifiesta con que se desarrolló la pelea, la rapidez con que los involucrados pasaron de la violencia verbal a la violencia física. Lipsett-Rivera considera que “acciones tales como cortar la cara, jalar los cabellos, desagarrar la ropa [o en este caso, aporrear y dar bofetadas], entre otras, reforzaban el impacto de las palabras”24 e incluso llegaban a suplantarlas. En cuanto al carácter violento de los novohispanos, Thomas Calvo25 menciona como ejemplo la gran dureza de la leyes en vigor; las más frecuentes, señala, solían ser el tormento y la pena de muerte, pues se consideraba que el dolor y la destrucción no sólo purificaban, sino también permitían la redención: el ajusticiado no sólo debía pagar su acto, sino también restablecer la armonía que él mismo había roto al tiempo que servía de cruel ejemplo para los demás y salvaba su alma.
Otro aspecto interesante, y el que aquí más nos concierne, es el uso que se da a la palabra “colchón”, la cual, dado el contexto, posee, innegablemente, un carácter ofensivo. Y bien, ¿cuál era este carácter? ¿A qué exactamente se refería Thomasa Valle al equiparar a Moguel con un colchón?
Según Corominas, la palabra “colchón” es una derivación de “colcha”, la cual proviene del francés antiguo colche: “yacija, lecho”, descendiente a su vez del latín collocare: “situar”, “poner en la cama”. Se encuentra documentada por primera vez a mediados del siglo XIII en un texto salamantino de 1271.26 Aunque sin duda se trata de una palabra antigua, su etimología poco nos dice del carácter peyorativo que al parecer adquirió en la Nueva España.
Será Covarrubias quien aclare esta incógnita. En su Tesoro define “colcha” como “cobertura de cama labrada y pespunteada con embutidos de algodón, que hacen diversos lazos”,27 acepción que describe el artículo de uso común conocido hasta la actualidad; sin embargo, en esta misma entrada existe una segunda acepción que a la letra dice: “Marcial, para notar a una cortesana de lacia, floja y sobajada, entre otros apodos que le da, es uno compararla a la colcha que se le haya salido el algodón de puro usada”.28 Gracias a esto no sólo conocemos el femenino de esta mala palabra, sino también obtenemos una idea bastante cercana a su posible significado en masculino. Esta idea se ve confirmada en la acepción que Covarrubias ofrece de la palabra “colchón”, la cual, al igual que “colcha”, comienza con la descripción del artículo aún utilizado para dormir pero termina con la siguiente mención: “Al hombre gordo, desaliñado, mal tallado y desceñido, le suelen llamar colchón desbastado […] Es gran desaliño tener los colchones sin bastas, porque se va la lana de una parte a otra”.29
En ambas definiciones, Covarrubias no sólo alude al uso peyorativo y ofensivo que poseían estos términos, también señala el símil entre los objetos que normalmente designaban y su significado como malas palabras. Así, mientras la mujer calificada de “colcha” era considerada marchita y floja, los hombres adjetivados como “colchón” eran juzgados como personas gordas y desaseadas, carentes de toda compostura.
Otro aspecto interesante es el hecho de que el Diccionario de autoridades no hace mención alguna, en la definición de este vocablo, de su posible uso como imprecación, pese a que la fecha de este documento (1809) demuestra su uso aún activo casi al final de la época novohia. Dada la definición de Covarrubias, que data de 1611, habría de suponerse que este término tuvo un largo y continuo uso durante toda esta época.
Finalmente, podemos concluir que ésta es, sin duda, una de las más curiosas malas palabras entre las constituyen nuestro corpus. Su carácter ofensivo radicaba, principalmente, en la descalificación del aspecto físico de su desafortunado receptor, quizá negando con ella el prototipo que todo novohio pretendía cumplir (cuerpo delgado, fuerte y viril); sin embargo, resulta evidente también que su carácter, aunque humillante e hiriente, poseía muy poca fuerza emotiva, razón por la cual bien podría catalogarse como una de las malas palabras novohias más insípidas e inofensivas que existían.

 

Mujer

Corominas informa que la palabra proviene del latín m lier, muli ris, que literalmente significa “mujer”. Probablemente, nos dice el mismo autor, se trate de una de los vocablos más antiguos del español: su primer registro –en un documento aragonés de 1025– puede ser rastreado casi a los orígenes mismos del idioma.30
Tristemente, en el análisis de esta palabra resulta imposible utilizar la definición que Covarrubias ofrece en su Tesoro, pues según la acepción ahí compilada “muchas coƒas ƒe pudieran dezir en eƒta palabra; pero otros la dizen y con más libertad de lo que ƒeria razon”,31 información que resulta inútil para nuestro propósito. El Diccionario de autoridades, por otra parte, define el lema de “muger” como “criatura racional de sexo femenino”. Si bien ni su etimología ni su posterior definición acusan en este vocablo el menor indicio de un carácter soez, su uso en la vida cotidiana de la Nueva España indica lo contrario; muestra de ello es la airada carta que en 1785 envía el alférez Manuel de Lemus a Mariano Lara:

 

 

Señor don Mariano Lara. Amigo: A saber que v. m. se gobernaba por la muger, no hubiera yo tratado con v. m. sino con la muger. Y así, para otra que se ofresca, ya sé que con su muger de v. m. e de tratar, y sabré que v. m. es la muger y la muger es el homb[re]. Me resta v. m. un petate, y real y medio me diolo ya v. m., esto es por lo que toca a mi formalidad, el que le dará v. m. a la muchacha, pues bien sabe v. m. que v. m. propio me ofresió el tequisquite a 3 reales y medio. Pues, a saber yo que es v. m. un cochino en sus tratos, no ubiera yo tratado con v. m., digo, 30 de septienbre de 85. Lemus.32

 

La comparación constante con una mujer constituye el principal insulto en este documento. Resulta evidente que su reiteración tiene fines hirientes y altamente ofensivos. De hecho, su uso daría ocasión a un pleito que desembocaría en un juicio penal y en el posterior encarcelamiento de Mariano Lara, claro indicio de su poder agresivo. Sin embargo, existe una diferencia clave entre éste y los insultos anteriormente analizados: lo que convierte a este inocente vocablo en una “mala palabra” no es, como en los casos anteriores, su significado per se, ni siquiera sus posibles y lejanos sentidos etimológicos, sino el contexto sociocultural que añade a su significado, por lo demás bastante soso y carente de toda posible carga humillante, connotaciones negativas y hasta graves si, como ocurre en la presente cartita, se establece un símil con el sexo masculino.
No hay que olvidar que en el imaginario colectivo novohio, heredero en muchos aspectos de la Edad Media, la mujer era considerada

 

una cosa frágil, nunca constante, salvo en el crimen, jamás deja de ser nociva espontáneamente. La mujer, llama voraz, locura extrema, enemiga íntima, aprende y enseña todo lo que puede perjudicar. La mujer, vil forum, cosa pública, nacida para engañar, piensa haber triunfado cuando es culpable. Consumándolo todo en el vicio, es consumida por todos y, predadora de los hombres, se vuelve ella misma su presa.33

 

Este fragmento, escrito por el obispo Hildeberto de Lavardin en el siglo XII, constituye una muestra de la concepción legada por el Viejo Mundo a la nueva sociedad, en la cual la mujer era condenada por su carácter inmundo, corruptible y pecaminoso. Condenada por su fragilidad, pero, sobre todo, por su debilidad: al ser objeto de deseo, el cuerpo femenino –cuerpo delirante y fragmentario, contradictorio e imborrable, cuyo todo incoherente invitaba a la lujuria y arrastraba a los hombres a su perdición– transformaba a la mujer, a un mismo tiempo, en un ser terriblemente peligroso y vulnerable, cuyo carácter débil la hacía presa fácil del demonio, propensa al vicio y al pecado, principalmente al placer sensual.34
Queda claro, entonces, que la ofensa de este símil no se encontraba en el significado del vocablo “mujer”, sino en las características negativas adjudicadas a su referente. Al comparar a un hombre con una mujer se negaba vehementemente no sólo su identidad, sino también su lugar en la sociedad –la mujer era considera un ser inferior, supeditada siempre a la autoridad masculina–. Además, este símil borraba, de manera inmediata, quizá el valor más importante para los hombres novohios: la virilidad. A la par, según la ideología de la época, el hombre así calificado era reducido por su victimario a una de las criaturas más nocivas y viles que podían existir, criaturas astutas y llenas de engaños. Ser comparado con una mujer significaba, ante todo, ser débil física y moralmente, incapaz de reprimir sus deseos y controlar sus pasiones. La mujer, pues, era la encarnación de todas aquellas características de las que el hombre debía alejarse. No sorprende, entonces, las repercusiones que comparaciones como ésta podían tener en la vida del destinatario o los problemas es los que a menudo desembocaba.
En conclusión, la fuerza de “mujer” como mala palabra se encontraba íntimamente ligada a los vaivenes del contexto sociocultural y de la ideología vigente; sin las connotaciones negativas que éstos le conferían se perdería toda su carga ofensiva. Al igual que el resto de las malas palabras empleadas para insultar hombres, su fin último era negar, o bien subvertir, los valores considerados propios y primordiales para su aceptación en la sociedad (virilidad, fuerza, honor, honra y fama).

Puto

En 1576 Tomé Nuñez, residente de Puebla, fue acusado ante el Tribunal del Santo Oficio por Pero Díaz, su vecino; el motivo de la denuncia fue su escandalosa vida sexual. Pero Díaz aseguraba haberlo escuchado decir que “tener acceso con su mujer como y cuando quisiera no era pecado”, afirmación que por sí sola contradecía y rebasaba, por mucho, los parámetros establecidos por la Iglesia, pues –pese a que el sacramento validaba la unión carnal– el ejercicio de la sexualidad dentro del matrimonio distaba mucho de ser una fuente de placer y libertad. Tan sólo unos años después de esta denuncia, en 1587, el papa establecería que la cópula matrimonial era “deuda”35 y debía estar siempre abierta a la concepción, ratificando que el fin de toda actividad sexual era la propagación de la especie.36 Sin embargo, lo verdaderamente relevante de este documento y lo que le atrajo serios problemas a Tomé Nuñez fue el hecho de que su vecino estableciera en la denuncia que era “puto”, ello porque una noche lo oyó discutir con Luisa, su esposa:

 

él la importunava a que tuviera açeso no save en qué forma, más de que este testigo oja cómo ella le dezia: “¡puto, dexame! Hazlo tu con tus braços, y bordonea con tus braços, que vengo harta de travaxar”.37

 

Asimismo, Pero Díaz declara que poco tiempo después Rodrigo Maldonado, alcalde mayor de Puebla, apresó a Tomé Nuñez al creer que, tal y como su mujer lo decía, era “puto”. Visto está que en tiempos novohispanos ser adjetivado con esta mala palabra podía traer consigo consecuencias nefastas, y la razón de ello sin duda radicaba en el significado que sus habitantes le otorgaban. Y bien, ¿cuál era este peligroso significado?
La definición más antigua que conocemos (1611) es la que Covarrubias nos ofrece en su diccionario, “Notae significationis et nefandae”,38 que en español diría: “Marcas de significación y de lo nefando”, definición que, casi un siglo después, apenas sufriría cambios en el Diccionario de Autoridades (1724), donde se puede leer la siguiente acepción: “el hombre que comete el pecado nefando”.39 Si bien a nuestro ojos ambas definiciones podrían parecer oscuras y más bien inútiles, puesto que ninguna explica con exactitud qué características posee el individuo merecedor de ser nombrado con esta mala palabra, para los novohios éstas eran asaz claras, y es que en sus acepciones ambas entradas contienen una palabra clave: “nefando”; la acepción de la RAE, de hecho, resulta aún más clara al unir a ésta la palabra “pecado”.
El término “nefando” aún hoy en día hace referencia a algo torpe o indigno, a algo tan terrible que no se puede hablar de ello sin sentir repugnancia u horror. Según Suárez Escobar, en la Nueva España, receptora y continuadora del ideario medieval,

 

la sodomía era el pecado nefando por antonomasia […]. El concepto de sodomía se aplicaba a los pecados en los que el semen se perdía. Sodomizar era no utilizar o desperdiciar el semen no colocándolo en el lugar adecuado para la generación, de ahí que los pecados contranatura, como el coito anal u oral, el bestialismo y la homosexualidad, entraran en esta categoría.40

 

Suárez señala también la distinción de dos tipos de sodomía: la perfecta, cuando el coito era realizado con una persona del mismo sexo, y la imperfecta, cuando la persona era de sexo distinto; sin embargo, ambas formas mantenía un rasgo en común: la penetración por un lugar “inadecuado”, es decir, el coito anal.41 Esta idea se encuentra doblemente reafirmada, primero, por la denuncia de Pero Díaz, en la cual se establece que el alcalde encarceló a Tomé al creer que éste “avia acometido por detrás [a su mujer]” y que por ello su mujer se había defendido llamándole “puto”, y posteriormente por Corominas, quien define “puto” como “sodomita” y en español como “el pasivo”.42
El que Tomé haya sido apresado por el simple hecho de que su mujer lo llamara de este modo nos da una idea de la gravedad que implicaba utilizar este término a finales del siglo XVI. Ello, desde luego, va mucho más allá de lo que involucraba este epíteto; su significado y sus connotaciones negativas y hasta peligrosas para sus desafortunados receptores mucho tenían que ver con la cultura y el pensamiento novohio. Según Asunción Lavrin,

 

Los conceptos de lo que era moralmente aceptable en la conducta sexual tuvieron su origen en Europa, donde el proceso de reglamentación se había elaborado lentamente a lo largo del medievo. Esta reglamentación abarcaba todo el abanico de relaciones entre los sexos, tanto las aprobadas como las prohibidas.43

 

La base principal de este orden jurídico eran las Siete Partidas, recopilación de la legislación española iniciada por Alfonso X en 1256, en la cual la sodomía, junto con la bestialidad, eran definidas como los peores delitos sexuales, pues eran pecados que ofendían a Dios e “infamaban la tierra” y debían castigarse con la muerte en la hoguera. Posteriormente, los Reyes Católicos publicaron una ley que asimilaba las prácticas sexuales entre personas del mismo sexo al pecado supremo de lesa majestad y a la herejía. Tiempo después, Felipe II reiteró en una pragmática la necesidad de condenar a los sospechosos, incluso sin prueba, a la hoguera.44 Leyes como ésta siguieron vigentes a lo largo de casi toda la época novohia.45 Por ejemplo, el 6 de noviembre de 1658 (82 años después de la denuncia de Pero Díaz), la Inquisición condenó a catorce hombres a la hoguera por el pecado nefando de sodomía. El ajusticiamiento fue resultado de una larga investigación que reveló una red de homosexuales de 123 sospechosos de diversas edades y castas encontrados en las ciudades de México y Puebla.46
Resulta claro que para la sociedad novohia, por lo menos durante los siglos XVI y XVII, esta práctica resultaba aberrante, pues no sólo iba contra la naturaleza, sino que atentaba directamente contra las leyes eclesiásticas que concebían el acto sexual únicamente como medio de reproducción. Así pues, la mujer de Tomé, al utilizar esta palabra, no sólo buscaba ofender y poner en duda la virilidad de su marido, sino que a la par asumía una larga herencia de recriminación y repudio hacia una práctica sexual considerada repulsiva y despreciable, todo ello compilado en la enorme fuerza destructiva de un solo vocablo: “puto”. Es interesante notar, además, cómo ya desde este tiempo “puto” se perfilaba como una mala palabra: no sólo cumplía con la función de herir y humillar a su receptor, sino que además servía como arma defensiva a su mujer para evitar de manera terminante sostener relaciones sexuales con él.
El carácter sexual de esta mala palabra es evidente: su uso pretende poner al descubierto el gusto de su receptor por ciertas y prohibidas prácticas sexuales; durante los primeros siglos de la época novohia representaba uno de los peores insultos que podían recibirse, pues en caso de ser oído por terceros las consecuencias de semejante epíteto podían llevar a su receptor directo a la hoguera o, en el mejor de los casos, a la cárcel. Muestra clara de ello es el caso de Tomé, que según la declaración de Pero Díaz, salió poco tiempo después sin más repercusiones que las constantísimas quejas de Luisa, su mujer, que al parecer hubiera preferido que lo dejasen preso.

 

Consideraciones finales

Da Riva considera las malas palabras, maldiciones y demás expresiones peyorativas “termómetros culturales” sumamente precisos, pues lo que reprochan es lo que la cultura rechaza y lo que las normas sociales desaprueban.47 Nada más cierto: las malas palabras, como radiografías de lo socialmente loable e inventario de las conductas y de la mentalidad de una cultura, ilustran mejor que cualquier otro tipo de fenómeno lingüístico la forma que tiene un pueblo de ver y comprender el mundo.
Es gracias a su estudio que podemos analizar la imago mundi de sociedades del pasado acaso de una manera más cercana y profunda. Debido a sus características –esa fuerza con la que son pronunciadas, esa inmediatez que lleva a utilizarlas como medio de defensa, ese fuego que quema y libera– constituyen un retrato íntimo y hondo de esa relación orgánica y maravillosa entre lenguaje y pensamiento, de esa forma única en que cada pueblo y sociedad, en un tiempo determinado, se percibe no sólo a sí mismo sino al mundo que lo rodea y a esa otredad tan ajena, tan extraña, pero tan inexorablemente cercana.
La lengua, como mediadora entre nosotros y el mundo físico, es completamente subjetiva. Lo que nombramos nunca viene dado sino presentado; lo que pronunciamos, al final de cuentas, es la representación enteramente perceptual de todo aquello que nos rodea, en la cual construimos y cimentamos nuestra realidad. Esta subjetividad conforma la mayor riqueza de toda lengua: es en ella donde radica el análisis del mundo interior que le es propio y que la diferenciará de otras lenguas, pero también de otras etapas de la misma lengua.
A través del análisis de esta subjetividad, presente también en las malas palabras, este breve ensayo pretende una aproximación a la imago mundi novohia –de la cual somos, en muchos aspectos, herederos–; pretende también una aproximación al contexto social y cultural en la Nueva España, específicamente su concepción del género masculino y a los papeles y valores que éste debía encarnar, de donde, innegablemente, abrevan muchas de las ideas y costumbres de nuestra época que aún encuentran su reflejo en estas palabras de fuego que acusan y no olvidan, que recriminan y sangran. Muchas de ellas habitan todavía nuestro vocabulario, algunas con igual o mayor viveza que en la época virreinal.
Esta luminosa aproximación al pasado (toda aproximación al pasado, en la medida que nos remite a nuestras raíces y nos permite reconocernos en ellas, resulta por fuerza luminosa) deja el sentimiento final, casi la certeza, de que muchos de los valores que para los novohios resultaban primordiales en el género masculino, muchas de las conductas y acciones que acusaban y recriminaban las malas palabras que empleaban para insultar a los hombres, siguen vigentes hasta nuestros días.

 

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Notas:

1 Agradezco el apoyo otorgado por la beca Conacyt al Programa de Maestría en Letras de la UNAM, del que actualmente soy alumna, sin el cual la investigación y la redacción del presente artículo no habrían sido posibles.
2 Paz, “Los hijos”.
3 Véase Colodro, El silencio, p. 134.
4 El uso de las malas palabras se encuentra registrado incluso en culturas anteriores a la griega o la romana. En su artículo “Maledicta Mesopotamica. Insultos e imprecaciones en el Próximo Oriente Antiguo”, Rocío da Riva, catedrática de la Universidad de Barcelona, hace un breve recorrido, a través de textos acadios y sumerios, de los insultos más recurrentes en la antigua Mesopotamia.
5 Véase Celdrán, El gran libro, p. 1052.
6 Saussure, Curso, pp. 88-90.
7 Véase la nota 3.
8 Riva, “Maledicta”, p. 30.
9 Celdrán, El gran libro, p. 16.
10 Austin, Cómo hacer cosas con palabras, p. 56.
11 Lipsset-Rivera, “Los insultos”, pp. 473-495.
12 Pastor, Crisis, p. 55.
13 Lavrin, “La sexualidad”, p. 498.
14 Tomás de Mercado, citado por Pastor, Crisis, p. 72.
15 Lavrin, “La sexualidad”, p. 498.
16 Gaspar de Villarroel, citado por Pastor, Crisis, p.57.
17 Todos los documentos pertenecen a Company, Documentos, y a Melis y Rivero Franyutti, Documentos. En lugar de recurrir al trabajo de archivo se decidió utilizar parte del material proporcionado por las fuentes ya citadas porque la selección realizada por los autores, especialistas reconocidos en los estudios lingüísticos, ofrece a lingüistas y filólogos documentos sumamente cercanos a la lengua hablada, así como una cuidadosa transcripción apegada a las fuentes originales. Ambos libros proveen material de primera mano que facilita los estudios tanto diacrónicos como sincrónicos
—tal es el caso de este artículo— del español en México a lo largo del periodo colonial.
18 Melis y Rivero Franyutti, Documentos, pp. 530-540.
19 Melis y Rivero Franyutti, Documentos, pp. 530-540.
20 Afirmación por demás falsa. En el Nuevo Mundo, los españoles, los negros y las mezclas conformaban la llamada “gente de razón” que, por serlo, se encontraban bajo la jurisdicción del Santo Oficio de la Inquisición; en tanto que los indios no estaban bajo la jurisdicción del tribunal por considerarse neófitos. Ya a mediados del siglo XVI Juan Ginés de Sepúlveda, renombrado teólogo español, reafirmaba la condición bárbara e inferior de los indios, comparando esta inferioridad con la de los niños a los adultos, las mujeres a los varones, e incluso la de los monos a los hombres, lo cual, según el teólogo, probaba su naturaleza servil (Aguirre Beltrán, Las lenguas, p. 34).
21 Covarrubias Orozco, Tesoro, p. 227.
22 Corominas, Diccionario, p. 459.
23 Melis y Rivero Franyutti, Documentos, p. 508.
24 Lipsset-Rivera, “Los insultos”, p. 474.
25 Véase Calvo, “Soberano”, pp. 287-324.
26 Corominas, Diccionario, p. 135.
27 Covarrubias Orozco, Tesoro, p. 331.
28 Covarrubias Orozco, Tesoro, p. 331.
29 Covarrubias Orozco, Tesoro, p. 332.
30 Corominas, Diccionario, p. 185.
31 Covarrubias Orozco, Tesoro, p. 533.
32 Melis y Rivero Franyutti, Documentos, p. 455.
33 Armijo, “La imagen”, p. 305.
34 Véase Pastor, Crisis, p. 57.
35 Lavrin explica que al contraer matrimonio tanto las mujeres como los hombres adquirían el “débito marital”, es decir, la obligación de satisfacer las necesidades sexuales de su cónyuge, el cual estaba prohibido negar.
36 Lavrin, “La sexualidad”, p. 497.
37 Company, Documentos, p. 198.
38 Covarrubias Orozco, Tesoro, p. 842.
39 Real Academia Española (RAE), Diccionario de Autoridades, p. 443.
40 Suárez Escobar, Sexualidad, p. 263.
41 Suárez Escobar, Sexualidad, p. 263.
42 Corominas, Diccionario, p. 400.
43 Lavrin, “La sexualidad”, p. 495.
44 Suárez Escobar, Sexualidad, p. 265.
45 En su apartado sobre lo nefando, Suárez Escobar señala cómo durante “la secularización de los Borbones, el Santo Tribunal fue desplazado, y en 1777 el Tribunal novohispano declaró no tomar conocimiento del delito de sodomía”, hecho que para la autora puede interpretarse como la ausencia de la gran red de delatores que había sostenido hasta entonces al tribunal, pero también como la pérdida de ciertos estigmas en la concepción novohia de la sexualidad.
46 Lavrin, “La sexualidad”, p. 506.
47 Véase Riva“Maledicta”, p. 28.