Entre costumbres y leyes: las tierras de común repartimiento en una región indígena de México,1742-18561

 

Luis Alberto Arrioja Díaz Viruell
El Colegio de Michoacán

 

Este artículo examina los procesos –políticos, sociales y económicos– que alentaron la isión de las tierras comunales en una región indígena de México entre 1742 y 1856; asimismo, examina cómo esta isión alteró la estructura agraria de los pueblos, modificó los mecanismos para acceder a la tierra y usufructuarla e incluso desarticuló una serie de estrategias que garantizaban la economía pública de los pueblos y la subsistencia de las familias.

 

Palabras clave: pueblos de indios, tierras comunales, herencias, testamentos, derechos de usufructo, Oaxaca.

 

Introducción

Cada vez más en las décadas recientes se ha considerado el periodo de 1742 a 1856 como una época marcada por cambios profundos en las estructuras políticas, económicas y sociales de los territorios americanos. Dichos cambios se han explicado a la luz de los proyectos fisiocráticos y liberales que instrumentaron los gobiernos centrales para imponerse a las viejas corporaciones civiles y religiosas, fortalecer las instituciones públicas, fomentar el desarrollo agrícola e industrial y sanear las finanzas gubernamentales.2 Las medidas acarrearon una serie de efectos en distintos espacios. En el caso de la América hispánica, por ejemplo, se experimentaron reformas que impactaron en las estructuras gubernativas, redujeron los privilegios corporativos y readecuaron los sistemas fiscales.3 En el ámbito regional dichos efectos también fueron complejos, y algunas corporaciones y actividades se vieron más afectadas que otras. La Iglesia, por ejemplo, padeció la reducción del clero regular, la expulsión de la Compañía de Jesús y la expoliación de los recursos acumulados en las capellanías y obras pías; el gremio de mineros fue supeditado a las nuevas ordenanzas del ramo y a la diputación de minería; los pueblos de indios, por su parte, debieron enfrentar la exigencia de nuevas cargas fiscales, la reglamentación de sus bienes comunitarios y los intentos por privatizar sus tierras de cultivo. A lo anterior se sumarían los usos y costumbres y la creciente adhesión a las formas institucionales.4

Estos cambios persistieron hasta bien entrado el siglo XIX, pues los gobiernos republicanos insistieron una y otra vez en la necesidad de supeditar los poderes acumulados por la Iglesia, disolver las viejas corporaciones civiles y religiosas y convertir a los indios en ciudadanos libres y provechosos. Dado esto, no es extraño que en México en general, y en Oaxaca en particular, los proyectos reformistas, tanto fisiocráticos como liberales, corrieran paralelos al proceso mediante el cual se desvincularon los bienes del clero, las tierras comunales de los pueblos y los propios de los ayuntamientos.5

En el ámbito local, el impacto de estas medidas también fue erso. Una región sureña como Villa Alta (Oaxaca), caracterizada por su gran porcentaje de población indígena, ofrece una serie de peculiaridades que lo distinguen de México en general.6 ¿Cuáles eran esas peculiaridades?

Simplemente, que Villa Alta fue un territorio donde los indios no sólo eran el componente mayoritario de la población, sino también los principales poseedores de la tierra y generadores de la riqueza material. De ahí, entonces, que las acciones reformistas desplegadas entre 1742 y 1856 impactaran a la población nativa y, por ende, el régimen económico de los pueblos. Obviamente, en la medida que dichas acciones desarticularon la base económica de los pueblos se acentuó la tendencia a fraccionar sus tierras comunales; aunado a esto, en algunos lugares la población se repuso numéricamente y demandó mayor extensión de tierras cultivables, factores que en conjunto atomizaron las demandas al acceso a las parcelas y trastornaron las visiones que se tenían sobre estos bienes.

A decir verdad, la parcelación de tierras comunes en Villa Alta fue un proceso que tuvo varias facetas. Parece claro que antes de 1742 numerosos indios del común comenzaron a producir inidualmente excedentes de grana, vainilla, algodón y mantas, lo que les permitió acumular un capital de la misma forma que acceder al usufructo de un mayor número de parcelas; también resulta evidente que desde 1742 hasta 1856 el acceso a dichas tierras ganó en dinamismo conforme la población se repuso en algunos pueblos, el discurso anticorporativo influyó en la escena político-económica y la legislación liberal desplazó la costumbre nativa de varios campos. Incluso durante este periodo se volvió más frecuente arrendar, idir y comprar los derechos de usufructo sobre dichas parcelas.7 Queda la impresión de que en estos factores se cimentó una parte de la historia agraria de Villa Alta. Obviamente, esto causó con el tiempo innumerables diferencias: algunos iniduos acusaron a sus parientes de corromper la costumbre para acceder a la tierra, otros los demandaron por vulnerar los intereses del grupo. Pero el problema fue mayor y no dependió simplemente de las acciones iniduales. Las isiones y los conflictos por las tierras de común repartimiento derivaron de los procesos acaecidos entre 1742 y 1856. En el presente artículo se examinan los fundamentos formales y prácticos que condicionaron el acceso a las tierras de común repartimiento, prestando especial atención a dos cuestiones: las reglas y las costumbres para usufructuar y heredar la tierra.

 

La región de estudio

Los pueblos y los procesos que examinaré proceden de lo que fue la subdelegación colonial y, luego, el departamento republicano de Villa Alta, una jurisdicción con cierta homogeneidad política, económica y social lo calizada en el noreste del actual estado de Oaxaca (véanse mapas 1 y 2). Al observar esta jurisdicción desde las alturas tal vez no se ise otra cosa que tres enormes recintos que contribuyen a la formación del paisaje: la sierra Zapoteca, las planicies costeras del Golfo y la sierra Mixe. Dichos recintos resultan relativamente sencillos vistos a vuelo de pájaro, pero al situarse al pie de ellos, lo único que se percibe es una ersidad geográfica que se despliega a cada momento. En este orden, puede decirse que el espacio de estudio se distingue por su accidentada geografía y por albergar una población indígena numerosa, hablante de zapoteco cajono, zapoteco nexitzo, zapoteco bixano, mixe y chinanteco; un territorio donde existieron 110 pueblos de indios, una villa y dos trapiches.8

Dadas estas condiciones, no es extraño que los pueblos ersificaran sus actividades productivas tanto en la agricultura de subsistencia (maíz, fríjol, chícharo, chile, tomate, cacao, papa, ajo, etcétera) como en los productos en demanda en el mercado interno (grana cochinilla, maguey de pita, algodón y manufacturas de algodón), aunque como bien afirmó un testigo de principios del siglo XIX, pese a tener esta orientación económica eran pueblos pobres, ya que sus producciones se ubicaban en tierras desgastadas, con perfiles delgados y con el problema clásico de las zonas serranas: erosión y deslizamiento de terrenos.9

Sobre la población, conviene destacar lo sucedido en Oaxaca en general y en Villa Alta en particular. Se sabe que Oaxaca fue la provincia más poblada del sureste mexicano entre 1742 y 1856; un espacio donde los indígenas representaron el 88% del total de los habitantes. A diferencia de otros lugares, acusó tasas de crecimiento muy modestas; es decir, mientras la población del México central creció anualmente a una tasa superior a 1%, en Oaxaca el incremento anual durante el periodo
1742-1792 fue de 0.4%, mientras que entre 1792 y 1856 apenas ascendió a 1.02%. Esto tuvo que ver con cambios en los índices de fecundidad y mortalidad, con el aumento proporcional de mujeres célibes y con la presencia recurrente de enfermedades epidémicas.10 Así, entre 1742 y 1856, la población de Oaxaca pasó de 333 410 a 457 504 personas. Si se consideran estas cifras como base hipotética, salta a la vista que en un lapso

de apenas ciento catorce años la población tuvo un incremento medio anual de 0.5%.
Villa Alta, por su parte, fue una de las jurisdicciones más pobladas de Oaxaca en 1742, apenas detrás de Teposcolula, pues contaba con 48 840 habitantes considerados indígenas. Hacia 1856 la población total la integraban 49 183 personas, algo así como 10.75% del total de habitantes registrados en Oaxaca. Estas cifras permiten sugerir que, en un lapso de ciento catorce años, la población de Villa Alta se incrementó a una tasa media anual de 0.06 por ciento (véase cuadro 1).

Examinando el cuadro 1, saltan a la vista algunas cuestiones. Primero, se percibe que solamente los pueblos zapotecos cajonos y mixes tuvieron una tasa de incremento por encima de la media general entre 1742 y 1856, mientras que el resto de los pueblos acusó tasas negativas que oscilaron entre -0.03 y -0.33. Segundo, es notorio que los pueblos con mayor densidad entre 1742 y 1789, cajonos, nexitzos y mixes, experimentaron un retroceso menor a la media general, mientras que localidades menos pobladas, como los zapotecos bixanos, cayeron a un ritmo más acelerado que la media, lo que revela la presencia de algunas enfermedades epidémicas. Tercero, es evidente que los pueblos con mayor número de habitantes entre 1789 y 1856 (cajonos y mixes) crecieron por encima de la media general; paradójicamente, eran pueblos con pocos recursos agrarios.11

Hago un recuento de estas cifras para que el lector pondere los espacios étnicos donde la presión demográfica pudo haber posibilitado una transformación en la estructura agraria de los pueblos y, sobre todo, para visualizar aquellos lugares donde se conjugaron una serie de factores que dieron paso a numerosos conflictos por la tierra.

 

Los pueblos serranosy su estructura corporativa

Dejando de lado las cifras demográficas y concentrándose en los pueblos en sí, conviene decir que fueron percibidos como corporaciones civiles con personalidad jurídica; es decir, localidades donde vivía cierto número de habitantes, había una iglesia consagrada, una estructura de gobierno y un régimen económico. Durante la Colonia, la estructura de gobierno se materializó en la república de indios, mientras que el cabildo de indios fue una expresión de la república o, citando al presbítero Manuel Antonio Sandoval, una “especie de tramasonismo regido por indios principales o mandones […]”.12 Las repúblicas fueron instituciones que controlaron la vida interna de los pueblos; sus funciones se repartieron entre los cargos y las responsabilidades del cabildo. Así, por ejemplo, los pueblos denominados cabeceras dispusieron de un gobernador, dos alcaldes, entre dos y seis regidores, dos mayores, dos alguaciles, un escribano y un número variable de topiles y mozos. Los pueblos considerados sujetos, por su parte, contaron con un alcalde, dos regidores, un mayor, un escribano y varios topiles y mozos. Si bien ésta fue su estructura formal, lo cierto es que en la práctica las funciones y los cargos gubernativos eran más extensos e incorporaban responsabilidades basadas en la costumbre nativa.13

Hacia la primera mitad del siglo XIX, esa estructura de los pueblos experimentó algunos cambios formales. En 1812, por ejemplo, la Constitución gaditana desapareció la personalidad jurídica de la república de indios e implantó el ayuntamiento como instancia de gobierno local, lo que provocó que tan sólo cuatro pueblos de Villa Alta, que tenían más de mil habitantes, constituyeran sus ayuntamientos. Sería iluso pensar que estas estructuras internas cambiaron de la noche a la mañana en respuesta al constitucionalismo gaditano. Ni el gobierno central ni el provincial tuvieron la capacidad para promover estas modificaciones; inclusive, a diferencia de lo planteado por Peter Guardino, los pueblos serranos continuaron operando como antaño, con sus repúblicas, cajas de comunidad, terrenos comunales y elecciones anuales. Otro cambio formal sobrevino hacia 1825, fecha en que la Constitución Política del estado de Oaxaca estableció el modelo municipal como base para la organización político-administrativa en el ámbito local. Dicha organización presentó una serie de matices que tenían relación con las costumbres nativas y con las ideas de los políticos republicanos. Como en ninguna otra entidad del país, la Constitución oaxaqueña reconoció una forma de gobierno por debajo de los ayuntamientos, que recibió el título de “república” y se fijó en aquellas localidades cuya población no llegara a los tres mil habitantes. Lo interesante es que la propia carta constitucional concedió a estas repúblicas las mismas atribuciones que a los ayuntamientos; es decir, unas y otros cuidaron el orden y la vida pública de los pueblos, establecieron y dirigieron escuelas, recaudaron y administraron los fondos de propios y arbitrios, colectaron contribuciones y formaron toda clase de registros públicos.14 Obviamente, esto hizo que la jurisdicción de Villa Alta se integrara con, aproximadamente, 104 repúblicas y ayuntamientos.

En lo que toca al régimen económico, estos pueblos fueron dotados desde los siglos XVI y XVII de una economía pública que fue conocida con el término de “comunidad”, y que estuvo asociada a los bienes y las cajas de comunidad. En Villa Alta, muchos pueblos no contaban con recursos que les permitieran rebasar los niveles de autosubsistencia, de manera que su economía pública reunía la totalidad de sus excedentes. En este sentido, las repúblicas se encargaron de fomentar el cuidado y la explotación de los bienes comunitarios, ya sea por medio de faenas (tequio) o de la ayuda mutua (guelaguetza). Dicha economía sirvió para financiar el mantenimiento de las casas reales o de república, sufragar la construcción de templos, liquidar los salarios de los maestros y costear los litigios agrarios de los pueblos.15 Sobre las cajas de comunidad, se sabe que durante el periodo de 1742 a 1821 se conservaron en las casas de república y resguardaron los fondos procedentes de los bienes comunes: tierras agrícolas, campos de agostadero, ganado, salinas, nopaleras, bienes inmuebles, etcétera. Los fondos se empleaban para “aquellas cosas que enderezaren a su alivio y descanso de los indios, y se convirtieren en su común provecho y utilidad, y en lo que hubieren menester para ayudar a pagar la plata de sus tributos [...], para que acudan a las cosas de la labranza y crianza y no se enseñen a andar ociosos y vagabundos [...] y para que se de libranza o se provea lo que convenga.”16 Llegada la independencia, las cajas de comunidad fueron abolidas legalmente, aunque en la práctica siguieron funcionando como antaño. Una prueba fehaciente de esto fue que en todos los pueblos oaxaqueños donde la Constitución de 1825 eliminó el término “caja de comunidad”, se mantuvieron todas sus funciones en los denominados ayuntamientos y repúblicas bajo la figura de la “hacienda municipal”. Así, durante la primera mitad del siglo XIX, las repúblicas fueron el receptáculo de la economía pública y se encargaron de “satisfacer la parte de los gastos generales del estado [...] y cubrir los gastos particulares de los pueblos”17 como fiestas, obras públicas, labores agrícolas, litigios, etcétera.

En cuanto a las tierras comunales indígenas, la legislación colonial señalaba desde 1552 que los pueblos congregados gozarían de tierras para plantar árboles traídos de Europa y de terrenos cultivables para que se aficionaran al trabajo y se evitara la vagancia de los indios. Lo interesante es que dichas tierras se rigieron bajo el régimen comunal, o sea que no eran enajenables, pertenecían a los pueblos y quedaban bajo el cuidado y la administración de la república de indios.18 No obstante, en el seno de los pueblos de Villa Alta he reconocido por lo menos tres tipos de tierras comunales: las de común repartimiento, asignadas a cada tributario para el usufructo familiar; los pastos y montes, destinados para el uso colectivo y el ganado comunal, y los propios, reservados para las necesidades de la república y del pueblo en general, como sufragar pleitos judiciales, rezagos tributarios, obras públicas, festividades y otras necesidades de la población. Debe notarse que los fondos derivados de propios se depositaron en las cajas de los pueblos y constituyeron los recursos líquidos de los bienes comunes.

En este orden, tal vez las tierras menos estudiadas por la historiografía agraria son las de común repartimiento.19 Muy probablemente esta ausencia tiene que ver con la dificultad de rastrearlas en las fuentes y distinguirlas dentro de la estructura agraria. Se sabe que la legislación colonial facultaba a cada indio tributario para que gozara de acceso a una parcela de repartimiento de aproximadamente 25 varas cuadradas, con capacidad para dos almudes de maíz; sin embargo, en la práctica dichas medidas no se cumplían. Esto tuvo que ver con tres factores: la disponibilidad de tierras cultivables, la presión ejercida por la población indígena sobre los recursos agrarios y el potencial agrícola de los terrenos. En los pueblos de Villa Alta, por ejemplo, estas parcelas se distribuyeron entre los indios tributarios y se emplearon básicamente para obtener alimentos. Pero, ¿cómo se reguló el acceso a dichas tierras? Tuvo que ver directamente con el pago del tributo durante la Colonia y de la capitación durante la etapa republicana, impuestos que no sólo implicaban una carga impositiva, sino que también designaban las tierras que el indio común podía trabajar para el sustento familiar. En este orden, las tierras de repartimiento eran un número variable de parcelas que las repúblicas distribuían entre los indios comunes. Los principales usufructuarios eran los hombres que gozaban del derecho inalienable de acceder a la tierra, siempre que cumplieran con sus obligaciones ante los gobiernos nativos. En seguida se encontraban sus descendientes: hijos, nietos y parientes consanguíneos. Hay que advertir que estos hombres no gozaban de un derecho absoluto sobre la tierra, sino tan sólo de un derecho de usufructo que les era concedido por la autoridad indígena.20

En la medida que las parcelas de repartimiento se destinaban para el sustento familiar, no era extraño que algunos iniduos perpetuaran sus derechos de usufructo por varias décadas e incluso los traspasaran entre los miembros de su familia mediante mecanismos como las herencias y los matrimonios. Sobre las herencias, llama la atención que se efectuaron por vía consanguínea de una generación a otra, y con frecuencia a través de hijos y nietos varones. Estas herencias se apegaban a costumbres que buscaban mantener los derechos de usufructo dentro del grupo de descendencia masculino. Sobre los matrimonios, bien puede decirse que muchos indios tributarios aseguraban el acceso a las parcelas mediante enlaces matrimoniales con mujeres dotadas de derechos. Obviamente, esto provocó que ciertas mujeres fueran muy codiciadas por los hombres de aquellas familias que buscaban un vínculo para expandir los derechos adscritos a su grupo de descendencia.21

A juzgar por las fuentes resguardadas en el Archivo del Juzgado de Villa Alta, los derechos para acceder a estas parcelas se transmitían bilateralmente entre parientes consanguíneos hasta por tres generaciones. Durante el último cuarto del siglo XVIII, esta práctica experimentó una serie de cambios que, a su vez, propiciaron que un mayor número de parientes accedieran a dichas tierras. Desde mi perspectiva, esto tuvo que ver con varios procesos: el incremento demográfico en algunos pueblos, la dispar ecuación entre hombres y mujeres, la escasez de tierras cultivables, el desapego de la costumbre indígena para heredar la tierra y el oscuro manto que proveyó el liberalismo para testar bienes agrarios.

Antes de seguir, hay que señalar que las fuentes para estudiar el devenir de las parcelas de común repartimiento no permiten medir el valor y las extensiones precisas de dichas tierras, pues en su mayoría sólo registran los nombres, las colindancias y los cultivos que albergaban. Es decir, a diferencia de la preocupación occidental por medir y cercar la tierra, los gobiernos indígenas seguían otras pautas para delimitar y reconocer estas parcelas. Para ello detallaban las características de cada terreno y los identificaban con un nombre propio. De ahí que en los testamentos y litigios destaquen los nombres de cada parcela y los rasgos particulares de su entorno. En general, puede decirse que las tierras de común repartimiento eran terrenos adscritos a la propiedad colectiva de los pueblos y que se distribuían en parcelas para el preciso sustento de los naturales. Además, servían para mediatizar la pertenencia a un pueblo y regular las obligaciones que los gobiernos nativos imponían a la población. En este orden, cabe preguntarse qué cambios de jure y de facto experimentó el acceso a dichas tierras entre 1742 y 1856.

 

Las herencias y la fragmentación de la tierra

En al apartado anterior se esquematizó grosso modo la estructura agraria que prevalecía en los pueblos de Villa Alta desde 1742 hasta 1856. En ese intento, se mencionó que las tierras de repartimiento eran parcelas comunes distribuidas para el usufructo de los naturales, quienes tenían desde el siglo XVII la posibilidad de heredar estos derechos tanto a sus hijos como a parientes consanguíneos. A juzgar por la legislación colonial, cada natural tenía derecho a trabajar una parcela de repartimiento, aun queen la práctica dichas medidas no se cumplían, pues algunos accedían a numerosas y extensas parcelas, mientras que otros apenas labraban las necesarias para subsistir. Si bien esta situación tuvo que ver con la disponibilidad de tierras en cada pueblo, también es verdad que las herencias o sucesiones testamentarias desempeñaban un papel trascendental en dicho proceso.

En los pueblos de Villa Alta, por ejemplo, la vía más común para acceder a las parcelas era obtener por herencia el derecho de usufructuarlas.22 Esta práctica estuvo vigente por lo menos hasta 1780, fecha en que los naturales adecuaron las prácticas de sucesión y comenzaron a heredar sus derechos a favor de un mayor número de parientes afines. Obviamente, esto propició que la tierra se fraccionara progresivamente, a pesar de la existencia de un ideal normativo en las sucesiones.

Antes de explicar las causas que precipitaron dichos cambios conviene hacer algunas precisiones sobre el papel que desempeñaban la familia, el parentesco, la costumbre y la legislación colonial y nacional en la herencia de derechos agrarios. Respecto de la familia, bien puede decirse que era el núcleo básico de los pueblos estudiados, pues su naturaleza constituye uno de los rasgos más representativos de la estructura económica, política y social. Una familia indígena de Villa Alta, por ejemplo, compaginaba totalmente la vida doméstica con las actividades agropecuarias; es decir, aportaba la energía suficiente para las tareas del campo, actividades que proveían de los bienes necesarios para la subsistencia colectiva. En este orden, las familias estaban integradas por parientes consanguíneos de una o dos generaciones, que vivían juntos bajo la autoridad de un patriarca, una organización social y una isión sexual del trabajo. Los varones eran responsables de labrar las tierras de repartimiento, cuidar las nopaleras de grana, arriar el ganado, fabricar los jacales, confeccionar las herramientas de trabajo y satisfacer las obligaciones tributarias. Las mujeres, por su parte, atendían el hogar, cuidaban las aves de corral, velaban por los hijos, confeccionaban las mantas del tributo y colaboraban en la preparación de fiestas y convites. Si bien es cierto que la familia indígena era una empresa autosuficiente, también es verdad que no era necesariamente la más eficaz ni la más segura. De ahí, entonces, que los naturales suplieran sus carencias con el apoyo de la familia extensa.

Pocas veces aparece el término de familia extensa en los textos coloniales y nacionales. Tan sólo algunos documentos registran las palabras “tronco”, “parentela” y “rama” para referirse a lo que en este texto se denomina familia extensa; es decir, un grupo de personas relacionadas entre sí por una línea de ascendencia. En los pueblos de Villa Alta, las familias extensas eran grupos de varones emparentados patrilinealmente que funcionaban como unidad social, con isiones sexuales de trabajo y prestigios según las líneas familiares establecidas. De igual forma, eran un complemento de las unidades domésticas, de corte virilocal, para las actividades productivas. Por regla general, el jefe de familia era el padre o el viejo de mayor jerarquía dentro del grupo de descendencia. Su autoridad sobre los otros varones y sobre los asuntos familiares implicaba derechos y obligaciones de protección.23 La descendencia dentro de estos grupos era patrilineal y la residencia virilocal, siempre que la disponibilidad de tierra lo permitiera; es decir, la transmisión de bienes y privilegios se hacía de padres a hijos, y la residencia de los hijos tendía a fincarse en los solares de los padres.24

Revisando algunas fuentes pareciera que la organización familiar respondía a las necesidades básicas de la subsistencia. En opinión del intendente Antonio Mora y Peysal, los indios acostumbraban trabajar sus tierras en compañía de hijos, nietos y sobrinos; es decir, desplegando lazos de reciprocidad y ayuda mutua.25 Sin este apoyo, muchos naturales –especialmente los viudos, huérfanos y desvalidos– no habrían subsistido. Hay que subrayar que los lazos más sólidos se tejían en la relación padre-hijo. Obedecer al padre, contribuir en su sustento, ocuparse de su entierro, trabajar las milpas que poseía e incluso multiplicarlas eran algunas de las responsabilidades de los hijos. Dado esto, no es extraño que los derechos para usufructuar una parcela común se transmitieran por herencia a los hijos o nietos varones, ya fuese como retribución de sus servicios o como una estrategia para asegurar la subsistencia y la reproducción familiar.26

Desde la perspectiva del presbítero Sandoval, la vida de una familia indígena se reducía a “vivir en sus chozas o vulgos jacales [...], saciando sus inclinaciones de la bebida y la incontinencia [...], y labrando sus tierras para estar habilitados y provistos de lo necesario [...]”27 En el periodo de estudio, una tierra de repartimiento era una pequeña unidad de producción, cimentada en el conocimiento indígena y en las condiciones del entorno. Dado esto, no es casualidad que los cereales y las leguminosas dominaran la producción agrícola de estas parcelas.

Como puede observarse, las tierras de común repartimiento se encontraban estrechamente asociadas a la estructura económica y social de las familias nativas. Dichas tierras no implicaron un derecho absoluto para los miembros de las unidades domésticas, sino tan sólo un derecho a usufructuarlas a condición de que reconocieran la hegemonía de los gobiernos nativos. En consecuencia, la herencia de facultades para usufructuarlas fue una cuestión de importancia. Como se sabe, el legado de bienes y recursos agrarios fue una cuestión difundida entre la población indígena desde el siglo XVI hasta bien entrado el siglo XIX. Esta práctica, como otras tantas, deriva directamente del derecho castellano y se materializó, primero, en la legislación indiana y, después, en las leyes nacionales; de ahí que hombres y mujeres indígenas gozaran del derecho de testar sus voluntades. Algunos autores que hablan de herencias durante estos años coinciden en que los derechos de acceso a la tierra no fueron definitivamente asignados a los hijos o parientes sino hasta después de la muerte de sus padres, y a veces incluso hasta que pasara una generación más.28 El hecho de que los padres retuvieran estos derechos funcionó en ventaja de ellos, pues así podían castigar actos no apropiadamente filiales, mostrar favoritismos o disponer con libertad su última voluntad.

En general, las herencias se anclaban en principios bilaterales. Es decir, las parcelas que usufructuaba un padre o una madre eran ididas igualitariamente entre todos sus hijos e hijas, aunque con reconocimiento especial hacia los varones. Salta a la vista que los derechos de usufructo que disfrutaba un padre o una madre nunca se juntaron en condominio; sólo los derechos adquiridos por ambos después del matrimonio se consideraron como copropiedad de los cónyuges. De igual forma, los derechos de un adulto que moría sin descendencia revertían a sus padres, a los parientes consanguíneos o a la autoridad indígena. Si llegaba a tener un cónyuge sobreviviente, éste asumía los derechos o bienes. Cuando existían hijos menores que se consideraban posibles legatarios, por lo general se permitía que los viudos resguardaran dichos derechos hasta que los menores alcanzaran una edad suficiente para detentarlos. Pero si los hijos ya eran adultos cuando uno de los padres moría, se distribuían entre los vástagos y dejaban a los viudos con el control de algunas parcelas y bienes para sobrevivir. Los derechos de usufructo que se compraban o rentaban por una pareja solamente podían heredarse entre los hijos y parientes consanguíneos, aunque con frecuencia se produjeron pleitos civiles por esta situación, de manera especial si el hombre o la mujer habían tenido hijos en otros matrimonios y si él o ella no los habían criado.29

En cuanto a la legislación colonial y nacional, hay que decir que ambas consideraron con abundancia la situación de las herencias de tierras. El derecho indiano, por ejemplo, contemplaba disposiciones sobre bienes de difuntos, entre las que se incluían la sucesión de encomiendas, cacicazgos, propiedades, bienes materiales, compromisos espirituales, deudas, entre otras cosas. Además, consideraba la libertad de los indios para testar sus heredades sin perjuicio ni agravio de prelados y particulares. Esta disposición fue ratificada en 1609 e incluso reformada en 1630, fecha en que la Corona estipuló que los bienes de un indio sin testamento podían ser legados siempre que sus familiares promovieran las diligencias necesarias.30

Si bien es cierto que durante los siglos XVI y XVII los testamentos de indios eran redactados y administrados tanto por autoridades civiles como eclesiásticas, también es verdad que a partir de 1672 esta tendencia sufrió un cambio a favor de la justicia civil. Lo anterior fue ratificado en varias reales cédulas de 1706, 1740, 1757, 1765 y 1781 que repitieron textualmente que

 

todos como verdaderos actores de las herencias, que siempre se componen de bienes temporales y profanos, deben acudir ante las justicias reales ordinarias, por ser además de las razones expuestas la testamentación acto civil, sujeto a las Leyes Reales sin diferencia de testadores, y un instrumento público que tiene en las Leyes prescripta la forma de su otorgamiento, y que los recursos de esta naturaleza se pasen a […] todos mis tribunales reales, y celado su cumplimiento por las justicias ordinarias de estos mis Reynos […].31

 

En el terreno formal, la acción de testar fue una voluntad donde se establecieron las reglas para distribuir los bienes del testador después de su muerte; sin embargo, en la práctica, dichas reglas tendieron a modificarse, especialmente por la costumbre indígena de poseer y transferir la tierra. Los testamentos resguardados en el Archivo del Juzgado de Villa Alta son documentos relacionados con procesos agrarios y, en su mayoría, están redactados en lenguas nativas. Claro está, con mayor frecuencia para la etapa colonial que para la republicana. Los testamentos coloniales se integraron por una serie de cláusulas denominadas espirituales y patrimoniales: unas son meras declaraciones de fe y otras aludieron las voluntades del testador; asimismo, tenían una estructura interna: el encabezonamiento o preámbulo, las cláusulas generales o expositivas, las cláusulas especiales o dispositivas y el escratocolo.32

El encabezonamiento era un comentario inicial que consistía en una protesta de fe y una invocación del testador. Entre las más recurrentes destacaban aquellas dedicadas a Dios Padre, el Espíritu Santo, la Santísima Trinidad y la Virgen Madre de Dios. Después de la invocación, el preámbulo se refería a la naturaleza jurídica del testamento, el lugar y la fecha de la redacción, los datos del testador y la situación volitiva del documento. Las cláusulas generales eran simples alusiones a la filiación, el origen, el estado físico y la condición espiritual del testador; algunas incluían intercesiones celestiales y voluntades en cuanto a mortaja, sepultura y respetos al testador. Las cláusulas dispositivas eran las voluntades del testador y comprendían los bienes, los legatarios, las mandas pías y donaciones graciosas, las protestas de fe y la cancelación del testamento. El escratocolo era, por su parte, una cláusula que validaba el testamento, ratificaba la voluntad del testador, suscribía la opinión de los testigos e incorporaba la sanción del escribano. Una prueba de dichos documentos es la memoria testamentaria de Juan de Santiago, natural de San Juan Tabaa, de 1778:

 

En el nombre de Dios Padre Todopoderoso y la Virgen María Santísima sin pecado original, amén. Yo Juan de Santiago, natural y vecino de este pueblo de San Juan Tabaa, estando enfermo en cama y en mi entero juicio hoy día martes del mes de junio, año de 1778, llamé a los justicias de la república para que en vista de todos ellos me otorgasen mi testamento y sean testigos todos ellos de mi última disposición y creyendo como creo en el Misterio de la Santísima Trinidad, creo en el Misterio del Supremo Sacramento de el Altar, creo en lo que cree y confiesa Nuestra Santa Madre Iglesia y creo que Nuestro Dios y Señor ha de dar a cada uno conforme a su obra, a los buenos vida eterna y a los malos pena y muerte eterna. Primeramente le encargo al Señor mi alma que la crió y redimió. Y primeramente declaro para mi hijo una casa […]. Y declaro dejando a mi hijo un Santo Cristo […]. Y declaro un pedazo de platanar […]. Y declaro que este mi hijo me haga un entierro acostumbrado entre los naturales […]. Y también advierto declarar un pedazo de tierra […]. Y para que conste ser verdad todo esto, otorgamos esta escritura a favor de Salvador de Santiago y para que conste lo firmamos nosotros dichos justicias en dicho día, mes y año.33

 

En cuanto a los testamentos republicanos, la legislación oaxaqueña consideró una serie de elementos para tratar los asuntos ad perpetuam. De entrada, la Ley sobre la Administración de Justicia (1825) estableció que los alcaldes de los pueblos se encargaran de conocer “la insinuación de testamentos, práctica de inventarios, nombramientos de tutor dativo, discernimientos de curadores ad bona y otras diligencias de la jurisdicción voluntaria”.34 De igual forma, el Código Civil (1827-1829) estableció en el Título Primero, “De las sucesiones”, el concepto de sucesión y las reglas para llevar a cabo esta práctica, mientras que en el Título Segundo, “De las donaciones entre vivos y testamentos”, especificó la tipología de testamentos, las formalidades para su validez y las reglas para la partición y repartición de los bienes. Dicho código rigió hasta 1837, fecha en que entró en vigor la Constitución centralista; no obstante, en la práctica siguió reglando las heredades, hasta que formalmente fue restablecido por el gobernador Benito Juárez en 1848. Examinando este instrumento, salta a la vista que los gobernantes republicanos también consideraban las sucesiones como una institución civil, por la cual la ley transmitía a una persona designada con anticipación la propiedad de una cosa que acababa de perder por muerte (art. 578); asimismo, facultaba a todos para establecer condiciones al disponer de sus bienes (art. 750) y, por ende, distribuir lo que dejaban a “clases determinadas, como parientes, pobres, huérfanos y la elección de las personas a quienes aquellas deban aplicarse” (art. 756). Con esta perspectiva, no es extraño que este código facultara a todos los habitantes del estado, de cualquier sexo y edad, para heredar y legar de un modo absoluto, aunque guardaba cierta reserva en algunas personas y cosas, por ejemplo en aquellos que “no tienen personalidad, padecen culpas por un delito, por presunción de influencia contraria a la libertad del testador, utilidad pública, renuncia o remoción de algún cargo del testamento” (art. 860-864).35

A diferencia de los documentos coloniales, los testamentos republicanos se redactaban en castellano –aunque existieron algunas versiones en zapoteco validadas por un traductor–, y se protocolizaban ante el juzgado de primera instancia de Villa Alta.36 Es de advertir que, pese a las restricciones para seguir las formas coloniales, los documentos republicanos incluyen cláusulas espirituales y patrimoniales, preámbulos, cláusulas expositivas, disposiciones y escratocolos. Una prueba de ello es la memoria que le tomaron a José Juan, natural de Santiago Zoochila, en su lecho de muerte:

 

En el nombre de Dios Padre, Dios Hijo y Espíritu Santo, Amén, en seis días del mes de mayo de mil ochocientos y treinta y uno años. Digo yo José Juan, soy hijo del difunto Juan Antonio Martín y Juana Gonzala, naturales y vecinos de este dicho pueblo de Santiago Zoochila, estando yo malo en cama de una grave enfermedad que Dios ha tenido servido, y en mi entero juicio mi memoria y entendimiento sobre natural por cuyo beneficio y demás que en el discurso de mi vida he recibido y espero recibir la soberana y poderosa mano y para ello doy infinitas gracias y creyendo como fiel, creo verdaderamente en el altísimo soberano misterio de la Santísima Trinidad, Dios padre, Dios hijo y Dios Espíritu Santo, tres personas distintas y un solo Dios verdadero […] y protesto morir católico cristiano porque la muerte incierta y su hora por el tanto dispongo de los pocos bienes que tengo de dicho mi difunto padre y mi madre, antes que me coja la muerte sin dar prevención y mira el descargo de mi conciencia por el tanto ante las justicias de mi pueblo para que forme mi testamentaria. Sigue, primeramente una sala grande con su corredor en poder de mi tío Felipe Antonio […]: Item, digo y declaro el solar de la puerta se queda en manos de los hijos de mi tío […]; Item tercero, digo y declaro que la casa chiquita que está junto al corredor se queda en manos de mi tío Felipe Antonio […]. Y para su constancia le damos fe esta dicha testamentaria, siendo ciudadano alcalde Julián José y los regidores Lucas Antonio y Manuel José, yo escribano de república José Salvador […].37

 

Dejando atrás la parte formal de los testamentos, conviene concentrarse en sus rasgos intrínsecos y examinarlos con miras a entender la fragentación de las tierras de común repartimiento. La gráfica 1 incluye una selección de 1 138 testamentos que se redactaron en ersos pueblos de Villa Alta desde 1742 hasta 1856, y que se encuentran resguardados en el Archivo del Juzgado de Villa Alta y en el Archivo de Notarías del estado de Oaxaca. Obviamente, esta cifra no contempla todas las memorias existentes para este periodo. Tan sólo seleccioné los testamentos redactados o traducidos en español, pues mi desconocimiento del zapoteco colonial me impidió comprender y analizar muchos documentos.

Observando la gráfica 1, salen a relucir algunos temas que merecen explicarse. Primero, se percibe que los testamentos indígenas registraron un claro incremento a lo largo de los años de estudio, pues pasaron de 62 en el periodo 1742-1749 a 190 entre 1850 y 1856. Segundo, destaca la presencia de testamentos en aquellos lustros marcados por epidemias, crisis agrícolas y crisis de subsistencia. Tan sólo entre 1780 y 1789, los pueblos de Villa Alta padecieron las consecuencias de una crisis agrícola (1785-1789) y una epidemia de matlazáhuatl (1789); años después, enfrentaron el cólera (1834 y 1847) y la viruela (1829-1838), así como una serie de crisis de subsistencia (1827 y 1839). Tercero, sobresale un aumento de testamentos durante la primera mitad del siglo XIX. Lo interesante de resaltar es que, a diferencia de los años marcados por epidemias, durante este periodo no se padeció tanto el hambre y la enfermedad. Ante esto, tengo la impresión de que el incremento de testamentos derivó de un cambio en el sistema de herencias, cambio que a su vez estuvo relacionado con la recuperación demográfica en ciertos pueblos, el deterioro de la producción mercantil indígena (grana cochinilla, tejidos de algodón, vainilla, etcétera), el incremento en la presión por acceder a las tierras cultivables y los cambios en el ideal normativo de las herencias. No obstante, lo más significativo fue que la costumbre indígena para heredar experimentó una serie de adecuaciones. Es decir, dejó de creerse que la sucesión de bienes era un tema exclusivo de varones y parientes consánguineos y empezó a considerarse que era cuestión abierta para todos los miembros de la familia extensa. Uno de los signos más reveladores de este cambio de perspectiva fue el incremento en el número de testamentos durante el periodo estudiado.

Los testamentos analizados también permiten observar el tipo de bienes que legaron los indios de los pueblos serranos (véase gráfica 2). Un análisis de la documentación pone de relieve que aproximadamente 78% de los bienes heredados eran tierras de repartimiento, 17% eran casas y solares, 3% era ganado y 2% restante herramientas, dinero, ropa, enseres domésticos y voluntades religiosas. De los porcentajes mencionados pueden deducirse tres cosas. En principio, resulta evidente que la preocupación principal de los indios fue legar el usufructo de sus parcelas entre el grupo de descendencia. En segundo lugar, destacan las herencias que incorporan casas, solares y animales, bienes que en su conjunto satisfacían las necesidades de la familia y contribuían a su reproducción. En tercer lugar, sobresalen las herencias de prendas personales, dinero y voluntades religiosas. Tal vez esta diminuta proporción responde al hecho de que buena parte de los indios no tenían más bienes que legar fuera de sus milpas y jacales; incluso, a falta de bienes, varios de ellos aprovechaban estos instrumentos para testar deudas a sus vástagos.

A la vista de los testamentos examinados, puede decirse que las herencias de tierras fueron las más representativas desde 1742 hasta 1856. De los 1 138 testamentos analizados, tan sólo 887 de ellos incluyeron este tipo de bienes. Tal vez más interesante es el hecho de que, conforme avanzaba el siglo XIX, dichas herencias se volvieron más recurrentes, ya fuese por el aumento demográfico y la consecuente demanda de tierras, por el deterioro de las actividades agrícolas comerciales y la necesidad de acceder a las tierras de usufructo, o bien por las modificaciones legales en materia de herencias, situaciones que, en su conjunto, posibilitaron que un mayor número de parientes, consanguíneos y afines, accedieran a ellas. Inclusive, el hecho de que los indios llamaran a sus autoridades para dictar sus últimas voluntades, aun por las parcelas más insignificantes, fue una prueba de la creciente presión que existía para acceder a las tierras de repartimiento. Asimismo, esta tendencia a fragmentar el acceso a los bienes agrarios revela una modificación en el ideal colectivo que entrañaban las tierras de repartimiento, y abrió paso a una concepción inidualista de los bienes que aseguraban la subsistencia familiar.

El cuadro 2 muestra los testamentos en que se heredaron tierras de repartimiento. Observando con atención las cifras, salta a la vista que a partir de 1800 aumentaron considerablemente las tierras heredadas y el número de legatarios. Sobre las tierras no cuento con información que me permita detallar su extensión, pues los testamentos solamente dejan intuir su capacidad productiva. En efecto, su capacidad promedio era de dos a cuatro almudes antes de 1800, y menos de un almud después de esta fecha, medidas que en un año de buena lluvia apenas producían los alimentos necesarios para la subsistencia de una familia de cuatro miembros. Otro dato que se desprende es la ubicación de las tierras: la mayoría de las herencias ocurrieron en los pueblos zapotecos cajonos. En contraste, los lugares más retirados apenas aparecen en los testamentos. Ante esto, puede advertirse un proceso diferenciado de transferencia de tierras, en el que destaca por mucho la zona con mayor concentración de pueblos y densidad demográfica, la más expuesta a las actividades mercantiles y, sobre todo, la que poseía los terrenos más pobres en nutrientes de la jurisdicción. Por cierto, el mayor número de testamentos proviene de pueblos sujetos que poseían una extensión territorial de tres leguas cuadradas y se localizaban en superficies poco fértiles. Esto no quiere decir que en las cabeceras se dejaran de heredar tierras de repartimiento; simplemente que las referencias prueban un mayor número de herencias en los pueblos sujetos que carecían de tierra y estaban provistos de gente.

En cuanto a las personas que heredaron los derechos para usufructuar estas tierras, puede observarse un notable incremento a partir de 1800, lo que lleva a pensar en una progresiva fragmentación de las parcelas y en una transformación de la costumbre nativa que regulaba el acceso a ellas.

Ante esta situación, cabe preguntarse quiénes eran estos legatarios, qué relación tenían con los indios testadores, qué cantidad de derechos heredaban. Revisando cronológicamente las fuentes, destaca que los herederos con derecho a testar variaron con el paso del tiempo. En una primera etapa, que abarca desde 1742 hasta 1799, prevaleció la costumbre indígena de la herencia bilateral, aunque con una tendencia muy marcada de legar estos derechos por vía masculina a hijos, nietos y hermanos del testador. Las hijas, nietas y cónyuges, por su parte, heredaban utensilios, ropa, animales, dinero, jacales, casas y –esporádicamente– los derechos para trabajar parcelas. A juzgar por la antropología clásica, un comportamiento de esta naturaleza pone de relieve los intentos de la sociedad nativa para resguardar el acceso a la tierra dentro de un mismo grupo de descendencia.38

En esta primera etapa, los herederos más importantes fueron los hijos, nietos y hermanos varones del testador. En ellos recayeron los derechos de usufructo de las milpas y los solares, así como la posesión de los jacales, animales y herramientas; inclusive, también la responsabilidad de la mortaja y la sepultura del difunto. En 1742, por ejemplo, Nicolás de la Cruz, natural de San Juan Tabaa y primogénito de siete hermanos, recibió como herencia una casa de tejas, el acceso y control de quince pedazos de tierra y dieciséis pesos para el “santo sepulcro del difunto”.39
Otros herederos que aparecen detrás de los hijos son los nietos varones. El testamento de Juan de Santiago, natural de San Juan Tabaa, pone de relieve que una casa y dos milpas de repartimiento eran para su hijo Salvador, el primogénito de seis hijos; mientras que dos milpas restantes “quedan en poder del hijo de mi hijo que se llama Pedro Santiago ya difunto, y para que ninguno de mis hijos moleste a éste, pongo en aviso que la tierra es comprada no heredada de mi padre ni de mi abuelo”.40
Luego de los nietos, la lista incluye a los hermanos del testador. Cuando los derechos de usufructo eran relativamente abundantes, los hermanos tenían acceso a las parcelas aun habiendo hijos y nietos de por medio; sin embargo, cuando los derechos eran escasos, simplemente heredaban la obligación de velar por los intereses de sus sobrinos, especialmente si éstos eran menores y no podían trabajar las tierras heredadas. La lista se completaba con las mujeres emparentadas a los difuntos, especialmente cuando el testador no tenía descendencia masculina.

Conviene subrayar que, durante esta primera etapa, las mujeres estaban en gran desventaja frente a los varones. Obviamente esto debe entenderse en el marco de una organización social donde la descendencia era patrilineal y la residencia virilocal. Aunque no siempre fue así, pues en algunos pueblos las mujeres heredaban los derechos para usufructuar parcelas de repartimiento. Esto era posible, generalmente, en aquellos hogares encabezados por viudas o madres abandonadas. En otros pueblos, algunas mujeres promovieron reclamos contra las autoridades nativas con el propósito de flexibilizar las costumbres que dominaban el sistema de herencias. En 1767, por ejemplo, Juana María, natural de San Jerónimo Suchina, trató de acceder a las tierras legadas por su padre argumentando que “como hija legítima […] y apego a la ley soy heredera y sucesora de mi padre y de mi abuelo […] por carecer de hermanos y haber sido mi padre hijo solo”; asimismo, intentó retener la herencia de su marido señalando que en su “calidad de mujer legitima de Bartolomé de los Ángeles, con el que procreé una hija legitima, que representa a su padre y yo a ésta por ser menor, me permito ser sucesora de mi marido para la herencia de mi hija que es la que recibió las tierras de su padre”. Ante la negativa de las autoridades indígenas de reconocer estos argumentos, Juana María remitió una misiva al alcalde mayor de Villa Alta instándolo a reconocer que “aunque la mujer en estas tierras no es heredera de su marido universalmente, sí puede serlo mediante la compañía legal, aunque sea en la mitad de los bienes gananciales, reconociendo que no en las tierras […] por ser acá una costumbre que sólo los hijos primeros sean los herederos universales y únicos de cada padre […] pero sí en los bienes gananciales […] y además puede ser heredera de su padre cuando no hay hermano ni consorte de por medio […] por ser la hija la única vía de sangre que une al heredero con su parentela”.41

La segunda etapa abarca desde 1800 hasta 1856 y se distingue por un incremento notable en el número de testamentos y una serie de adecuaciones en las formas de legar las parcelas de repartimiento. Todo parece indicar que los procesos políticos, económicos y sociales que marcaron la transición de Colonia a República impactaron de varias maneras en la costumbre indígena. Primeramente, se percibe que las herencias a favor de hijos y nietos varones tendieron a reducirse, y comenzaron a darse en partes iguales a favor de hombres y mujeres emparentados. En segundo lugar, aumentó el número de parientes consanguíneos que accedieron a dichas herencias. En tercer lugar, se percibe que la legislación republicana facultó a los legatarios para heredar sus bienes a cualquier pariente y, por ende, posibilitó una mayor diseminación de los derechos para acceder a las parcelas cultivables. Resulta importante destacar que estos hechos no fueron privativos de la sierra Zapoteca. Eva Hunt ha documentado procesos semejantes en los pueblos cuicatecos de Oaxaca, mientras que Tristan Platt y William Stuart han hecho lo propio en los pueblos de Perú y Bolivia.42 En los tres casos, los autores advierten que las costumbres para heredar derechos sobre la tierra cambiaron cuando la población aumentó y dicho incremento incidió en la subsistencia de los grupos de descendencia. Cuando esto sucedió, los grupos demandaron una mayor isión de las parcelas familiares, sin importarles que esto provocaría una reducción en los niveles de producción y consumo, y una alteración en la costumbre nativa. Obviamente, el objetivo de estos ajustes radicaba en posibilitar el acceso de todos los miembros del grupo a una serie de parcelas que proveyeran la subsistencia. Sobre esto último, es importante decir que cualquier grupo de descendencia que experimenta una fluctuación demográfica tiende a desplegar estrategias para paliar dicha incertidumbre. Una de ellas es combinar la herencia por vía masculina o femenina, a través de parientes consanguíneos o parentelas egocentradas. Es decir, ninguna sociedad es estrictamente unilineal y si los privilegios o bienes se transmiten por una vía, la otra se reconoce como una alternativa en momentos de crisis.

Muy probablemente esto último sucedió en los pueblos de Villa Alta, ya que las fuentes revelan que, al recuperarse los índices de población y alterarse el ideal normativo para heredar, un mayor número de parientes accedió a las parcelas de común repartimiento. Lo anterior puso de relieve que la costumbre de heredar los derechos de usufructo entre parientes consanguíneos fue vulnerable e incluso modificable en situaciones críticas. Obviamente, durante el periodo 1800-1856 estos cambios posibilitaron una mayor fragmentación del acceso a la tierra. En 1816, por ejemplo, Baltazar Mendoza, natural de San Baltazar Yatzachi el Alto, legó el usufructo de cuatro milpas a favor de tres hijos, cuatro hijas, dos nietos, un hermano, dos sobrinos y dos cuñadas; tres años después, José Martín, natural de San Juan Yalalag, heredó seis milpas de repartimiento a favor de sus cuatro hijos, su esposa, la Virgen del Rosario y el Santo Señor de las Ánimas.43

Una de las cosas más sugerentes de estos cambios radica en el aumento progresivo que tuvieron los parientes afines, hombres y mujeres, en dichas herencias. En 1803, por ejemplo, Jacinto Ignacio, natural de San Miguel Huitepec, legó los derechos sobre doce pedazos de tierra a favor de cuatro hijos (Luis, Andrés, Alonso y Manuel), tres hijas (Catalina, Rosa y Encarnación), dos nietas (Asunción y Piedad), una hermana viuda (Toribia), dos esposos de sus nietas (Antonio y Miguel Luis) y dos sobrinos (Antonio y Cándida). Del mismo modo, en 1831, Juan Pedro Maldonado, natural de Santiago Laxopa, testó los derechos de usufructo de quince parcelas y un solar a favor de sus tres hijos (Juan Pío, Nicolás y Luciana), dos nietas (Luciana y Mariana), los esposos de sus nietas (Julián Pascual y Félix) y una cuñada viuda (Micaela).44

Como era de esperarse, estas prácticas posibilitaron que numerosos parientes accedieran a las parcelas que antaño trabajaba una familia nuclear. Tal vez más interesante es que dicho cambio modificó el acceso a la tierra del grupo de descendencia, pues generalmente cuando un pariente por afinidad heredaba tierras, terminaba transfiriéndolas a sus hijos, nietos y cónyuges; es decir, a sus parientes consanguíneos. Esto, en términos antropológicos, significó trasladar “derechos de usufructo de un grupo de descendencia a otro grupo de descendencia ajeno al ego”.45

Por otra parte, las herencias de solares y casas ocuparon el segundo lugar de importancia durante el periodo 1742-1856. De los 1 138 testamentos analizados, sólo 194 de ellos incluyen estos bienes. Habrá que decir que se enumeraron de manera conjunta porque los solares eran porciones de tierra que albergaban invariablemente casas, árboles frutales, corrales y milpas. En el cuadro 3 puede observarse que, al igual que las tierras de repartimiento, el número de solares y casas heredados aumentó conforme avanzó el siglo XIX, y simultáneamente se experimentó un incremento en el número de legatarios.

Un análisis más detallado revela que el grueso de estas herencias proviene del territorio zapoteco cajono y, especialmente, de pueblos sujetos que habían experimentado una recuperación poblacional desde 1742. Las casas heredadas se distinguían por ser pequeñas construcciones de piedra, contaban con una o dos piezas y estaban cubiertas con tejas. En algunas casas se cita la existencia de cocinas, salas, altares y corredores anexos. Aunque normalmente las fuentes sugieren que las familias no acostumbraban poseer grandes viviendas. Al respecto, el presbítero Sandoval subraya la pobreza de estas moradas:

 

si buscamos a los indios en casas, nos encontramos con una chozas, vulgos jacales, y en ellas con sus mujeres, hijos y demás familia como suelen pintar a la verdad por no decir que desnudos sin cama, mesa silla o caja y, en una palabra, sin más ajuar que unas ollas viejas, el metate y el comal, instrumentos donde las pobres indias muelen el maíz y hacen las tortillas que son su cotidiano alimento.46

 

En un número menor de viviendas, especialmente las habitadas por caciques e indios comerciantes, aparecen citadas construcciones con dimensiones más grandes y enseres lujosos. En 1815, por ejemplo, Juan de Zavala, natural de San Juan Yatzona, heredó a sus hijos una casa “con su pieza, una sala y dentro de ella su cocina y toda cubierta de tejas, y valuada en cantidad de 50 pesos”; asimismo, una casa “sin corredor y con su solar valuada en 26 pesos”; por si esto no bastara, las casas incluían un inventario que se integraba por 1 arroba de chile, 16 almudes de arveja, 4 cajas de madera, 1 capote de paño de Castilla, 1 manga morada, 1 calzón de terciopelo, 2 calzones de paño de Cholula, fierros para trabajar, 1 hacha, 1 machete de cinta, 1 silla de montar y 1 cuero de res.47

La información disponible indica que las viviendas se edificaban en pequeñas porciones de tierra. Lo más común era encontrar terrenos con varias casas que estaban rodeadas de chiqueros, caños, árboles frutales y milpas; ocasionalmente aparecen corrales con cerdos, yuntas, toros y mulas. También se tienen documentados techumbres o cuartos que servían como trojes para almacenar granos. En 1786, por ejemplo, José Ignacio, natural de San Andrés Solaga, legó

 

el solar de la puerta de mi casa a mi nieto Silvestre para que creciendo fabrique su casa […]; mi casa de dos piezas con sala la dejo a mi hermano Marcos, por haber muerto ya mi hijo Juan, junto con el solar que está detrás junto a la casa del difunto Juan Vicente […], y los dos mameyales del solar que están junto a la casa son para mi hija Rosario.48

 

Examinando estos testamentos, destaca que los herederos con derecho a solares y casas también variaron con el paso del tiempo. En una primera etapa, desde 1742 hasta 1799, persistió la costumbre de heredar a favor de los hijos varones; dichas herencias implicaron frecuentemente la transferencia de obligaciones, como velar por el bienestar de los hermanos y hermanas, cuidar de la madre, saldar deudas y contribuir al mantenimiento de los hogares. Otro rasgo de esta etapa es que al recibir una casa como herencia también se recibían los enseres que había en su interior. En la mayoría de los casos aparecen mencionados utensilios de cocina, prendas de vestir, muebles y algunas herramientas, mientras que en una minoría de casas aparecen algunos enseres lujosos. En 1742, por ejemplo, Pedro Sánchez, natural de San Juan Yalalag, precisó en su testamento que dejaba una casa de dos pieza con un solar provisto de palos de lima, palos de mamey, palos de zompantle, palos de mora y palos de anona, a favor de su hijo Nicolás; asimismo, estipuló que su primogénito cuidara de la viuda “mientras ella goce en salud” y le asignara “una pieza de la casa para vivir con comodidad”. Seis años después, Jerónimo Chávez, natural de San Bartolomé Zoogocho, estipuló en su lecho de muerte que la “casa de tejabán que tiene dos mesas, una silla, dos cajas de madera y una carga de algodón” era para su hijo Antonio, quien además se encargaría de velar por sus dos hermanas que “ahora son doncellas y mañana tendrán que casar […] y mientras vivirán con el dicho Antonio, que cuidará las dos yuntas que les dejo para su dote”.49

Como puede observarse en el cuadro 3, las cifras de bienes heredados y de legatarios aumentaron a partir de 1800. Me inclino a pensar que esto tuvo que ver con los mismos factores que orientaron las herencias de parcelas. Muestra de ello fueron, por un lado, el incremento de parientes que se beneficiaron con estas herencias y, por otro lado, la progresiva fragmentación de casas y solares familiares. De hecho, los testamentos muestran a los testadores idiendo sus bienes con el propósito de saciar los intereses de la familia extensa. Una prueba de ello data de 1833, fecha en que Julián Gregorio, natural de San Melchor Betaza, decidió dejar en su testamento

 

el cuarto grande con el corredor para mi esposa […], el solar de la puerta de mi casa para Pedro, hijo de mi difunto hermano Manuel […], la cocina con su corredorcito para mi hermano Lucas […], el cuarto con su sala para mi hijo Francisco […] y lo mismo un cuadro de la Virgen de los Dolores que tiene de alto una tercia y de largo media tercia.50

 

Es necesario consignar que en los testamentos examinados resalta la ausencia de datos sobre herencias de casas y solares a favor de cofradías y santos desde 1780 hasta 1856. Esta escasez puede ser interpretada a la luz de un aumento en el número de herencias y, por ende, una reducción en los bienes familiares. Aunado a esto, habrá que ponderar la situación económica de la época, la cual fue cada vez más difícil al grado de reducir las posibilidades de los indígenas de heredar bienes con fines espirituales.

Recapitulando lo expuesto, puede decirse que el ideal normativo para heredar las tierras de repartimiento y los bienes que soportaban la economía de las familias indígenas de Villa Alta experimentaron una serie de alteraciones al tiempo que la población aumentaba, la presión por la tierra se recrudecía, las políticas anticorporativas se agudizaban, las actividades económicas de los pueblos se deterioraban y los gobiernos republicanos posibilitaban que un mayor número de parientes reclamaran y accedieran a los bienes de sus ancestros. Las secuelas de estos cambios se materializaron en tres grandes campos: el incremento del número de testamentos y de iniduos que reclamaban derechos de herencia; la progresiva fragmentación de los derechos para usufructuar las parcelas de repartimiento y el incremento de solicitudes para que las repúblicas destinaran mayor extensión de tierras comunales para el usufructo familiar. Como era de esperarse, estos hechos alentaron algunos cambios en el interior de los pueblos y provocaron que muchos iniduos recurrieran con facilidad a la invasión y el despojo de las parcelas familiares. Ante esto, los problemas no se hicieron esperar y los litigios agrarios proliferaron.

 

Comentarios finales

A lo largo del texto se ha tratado de plantear los factores que alentaron la isión de la tierra en una región indígena de México entre 1742 y 1856. En espacios como Villa Alta, donde el grueso de las familias nativas carecía de derechos plenos sobre la tierra, esta isión acarreó cambios profundos tanto en las formas ancestrales de acceso a la tierra como en las estrategias que garantizaban la subsistencia familiar. Como se ha probado, el ideal normativo para heredar tierras de repartimiento experimentó cambios a lo largo del siglo XVIII, principalmente al tiempo en que la población aumentaba y la presión por las parcelas cultivables se recrudecía; dichos cambios se acompañaron de una política virreinal que buscaba disolver el régimen económico de los pueblos y, por ende, la costumbre que reglaba el acceso a la estructura agraria nativa. Por si esto no fuera suficiente, las pugnas internas en los pueblos también propiciaron que algunos gobiernos indios permitieran que un mayor número de personas heredaran y disputaran estas tierras. Así las cosas, no es casualidad que los pueblos de Villa Alta transitaran hacia la etapa republicana con numerosas tensiones, las cuales se agudizaron con las políticas liberales que implementaron los gobiernos estatales. Obviamente, las secuelas de estos cambios se materializaron en tres grandes hechos: el incremento de iniduos que reclamaban acceso a las herencias, la fragmentación de derechos para usufructuar tierras de repartimiento y el incremento de solicitudes para que las repúblicas municipales destinaran una mayor extensión de tierras comunales para el usufructo familiar. Finalmente, quiero insistir en que las isiones en la tierra acarrearon cambios en las costumbres, las relaciones y las estrategias socioeconómicas de los pueblos indios. De ahí, entonces, que buena parte de la historia de estas localidades haya estado marcada por el disenso social y el conflicto agrario.

 

Siglas y referencias

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AGN      Archivo General de la Nación, México.
AHN      Archivo Histórico Nacional, Madrid.
AJVA     Archivo del Juzgado de Villa Alta, Oaxaca.
AHNO   Archivo Histórico de Notarías del Estado de Oaxaca, Oaxaca.

 

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Notas:

1 Quiero agradecer los comentarios de Nadine Beligand, Margarita Menegus, Antonio Escobar y Mario Humberto Ruz sobre una versión preliminar de este trabajo. Asimismo, hago constar que parte de las cifras y las fuentes que se utilizan en él han sido retomadas de una investigación mayor y con propósitos diferentes que apareció bajo el título de Pueblos de indios y tierras comunales. Villa Alta, Oaxaca, 1742-1856 (El Colegio de Michoacán, 2011).
2 Jardin, Historia del liberalismo, pp. 44-68; Laski, El liberalismo europeo, pp. 11-20.
3 Fisher, Government and Society; Walker, De Túpac Amaru a Gamarra; O’Phelan, “Las reformas fiscales borbónicas”, pp. 340-356; Jacobsen, “Liberalism and Indians”, pp.120-125; Riviale, Una historia de la presencia.
4 Florescano y Menegus, “La época de las reformas”, pp. 366-367; Brading, Mineros y comerciantes, pp. 57-80; Brading, “El mercantilismo ibérico”, pp. 293-314; Van Young, “La era de la paradoja”, pp. 21-24; Menegus, “Las reformas borbónicas”, pp. 755-776.
5Menegus, “Introducción”, pp. XVII-XXI; Knowlton, “La isión”, pp. 3-26; Fraser, “La política de desamortización”, pp. 615-652; Sánchez Silva, “Nuevas evidencias”, pp. 11-26; Mendoza, Poder político y económico, pp. XXI-XXVI.
6 Entre los trabajos que examinan este espacio, aunque con distintos enfoques, destacan Chance, Conquest of the Sierra; Guardino, The Time of Liberty; Arrioja, Pueblos de indios.
7Arrioja, Pueblos de indios, pp. 276-277.
8Chance, Conquest of the Sierra, pp. 3-10; Arrioja, Pueblos de indios, pp. 30-48.
9 Murguía, Estadística del estado, vol. I, f. 53v.
10 10 Rabell, Oaxaca, pp. 65-67, 79; Miranda, “Evolución cuantitativa”, p. 248; Taylor, Terratenientes, pp. 45-50; Romero Frizzi, “Oaxaca y su historia”, pp. 45-60; Romero Frizzi, “Introducción”, pp. 24-25, 34-35; Sánchez Silva, Indios, comerciantes y burocracia, pp. 45-49; Castro Aranda, Primer censo, pp. 26-31, 36-39; Reina Aoyama, Caminos de luz, pp. 101-123; Arrioja, Pueblos de indios, pp. 88-90.
11 Arrioja, Pueblos de indios, pp. 95-100.
12 BPRM, Miscelánea de Manuel José de Ayala, signatura II/2856, t. 43, f. 301v.
13 Arrioja, Pueblos de indios, pp. 180-182.
14 Constitución política, art. 162-163.
15 Pastor, Campesinos y reformas, pp. 219-280; Mendoza, Los bienes de comunidad, pp. 342-374.
16 Recopilación de leyes, Vol. II, Libro VII, Tít. XI, Ley 30.
17 Constitución Política, Art. 232.
18 Menegus, “Los bienes de comunidad”, p. 89; Taylor, Terratenientes, pp. 91-92.; Flores- cano, Los problemas, pp. 23-47.
19 A pesar de que a últimas fechas los proyectos orientados a estudiar la desamortización civil en México han puesto su atención en esta variable, lo cierto es que todavía se desconocen muchos elementos –judiciales, políticos, económicos, sociales y culturales– que eran parte integral de las tierras de repartimiento. Entre los trabajos que proporcionan datos muy sugerentes al respecto destacan Menegus, “La parcela de indios”, pp.71-89; Pastor, Campesinos y reformas; Bracamonte, Los mayas; Ouweneel y Hoekstra, Las tierras de los pueblos; Peniche, Ámbitos del parentesco, pp. 300-309.
20 Desafortunadamente no se cuenta con información que permita referir lo estilado durante el periodo prehispánico y las posibles transformaciones que sufrieron estas prácticas durante la etapa colonial temprana.
21 Buena parte de la información que sustenta estos argumentos se encuentra en Arrioja,Pueblos de indios.
22 Fox, Kinship and Marriage, pp. 35-36; Lambert, “Bilateralidad en los Andes”, p. 13; Robichaux, “La naturaleza”, pp. 29-100; Peniche, Ámbitos del parentesco, pp. 241-251.
23 Arrioja, Pueblos de indios, pp. 341-343.
24 Sobre estos conceptos antropológicos, véanse Radcliffe-Brown, “Introducción”, pp. 16-20, y Zonabend, “Una visión etnológica del parentesco”, pp. 23-24, 49.
25 AGNM, Subdelegados, vol. 35, f. 32
26 Radcliffe-Brown, “Introducción”, pp. 22-23.
27 BPRM, Miscelánea de Manuel José de Ayala, signatura II/2856, t. 43, ff. 305v-306.
28 Entre los trabajos que abordan esta temática destacan para México: Rojas Rabiela, Vidas y bienes olvidados, p. 28; León Portilla, “El libro inédito”, pp. 11-35; Ruz, “De antepasados”, pp. 7-32; Oudijk y de la Paz, “Un testamento”, pp. 111-123; Cruz, “Los testamentos”, pp. 101-112; Wood, “Matters of Life at Death”, pp. 165-184; Pizzigoni, Testaments of Toluca, pp. 1-45; Restall, Life and Death; Kellog y Restall, Dead Giveaways; Terraciano, The Mixtecs, pp. 295-301; Peniche, Ámbitos del parentesco, pp. 241-300. Para el área andina: Lambert, “Bilateralidad en los Andes”, p. 30; Hickman y Stuart, “Descendencia”, pp. 259-260; Albó y Mamani, “Esposos, suegros”, pp. 289-296; Bolton, “El proceso matrimonial”, pp. 337-442; Argouse, “¿Son todos caciques?”, pp. 163-184; Nowack, “Como cristiano”, pp. 51-77; Poloni, “Compras y ventas”, pp. 1-39; Hurtado y Solier, Fuentes para la historia.
29 Arrioja, Pueblos de indios, pp. 171-176.
30 Recopilación de leyes, Libro VI, Tít. XI, Ley 32.
31 AHN, Fondo Contemporáneo-Ministerio de Hacienda, libro 6560, p. 35. También véase BPRM, Miscelánea José de Ayala, Signatura II/2686; Cedulario Índico, Tomo XLVIII, ff.55v-57.
32 Entre los trabajos que abordan la importancia de la herencia de tierras en los pueblos indios de Nueva España están: Carrasco, “The Joint Family”, pp. 45-64; Hunt, “Kins- hip and Territorial”, pp. 97-136; Loera y Chávez, Calimaya, pp. 70-90; Rojas Rabiela, Vidas y bienes olvidados, pp. 27-25; Chance, “Descendencia y casa noble”, pp. 29-48; Peniche, Ámbitos del parentesco, pp. 251-280; Wood, “Matters of Life at Death”, pp. 165-184; Pizzigoni, Testaments of Toluca, pp. 1-45; Restall, Life and Death; Kellog and Restall, Dead Giveaways; Terraciano, The Mixtecs, pp. 295-301. Para Perú y Bolivia: Bolton, Agression in Qolla; Brush, “Subsistence”; García Abasolo, La vida y la muerte; Mayer y Bolton, Parentesco; Melengreau, Les Limites; Platt, “Espejos y maíz”.
33AJVA, Civil, legajo 22, exp. 2.
34 Colección de leyes, vol. I, p. 209.
35 Código civil, Art. 578, 750, 756, 860-864. Véase Murillo Novísimo.
36 Código civil, Art.757-767.
37 AJVA, Civil, legajo 46, exp. 29.
38 Lévi-Strauss, Las estructuras, vol. I, p. 146.
39 AJVA, Civil, legajo 19, exp. 19.
40 AJVA, Civil, legajo 22, exp. 2.
41 AJVA, Civil, legajo 16, exp. 11.
42 Hunt, “Kinship and Territorial”, pp. 120-121; Platt, “El papel del Ayllu”, pp. 665-728; Bolton, “El proceso”, pp. 327-362; Hickman y Stuart, “Descendencia”, pp. 247-280.
43 AJVA, Civil, legajo 39, exp. 4; AJVA, Civil, legajo 32, exp. 29.
44 AJVA, Civil, legajo 38, exp. 7; AJVA, Civil, legajo 46, exp. 15. Otros casos semejantes pueden encontrarse en AJVA, Civil, legajo 47, exp. 19; AJVA, Civil, legajo 54, exp. 14.
45 Radcliffe-Brown, “Introducción”, pp. 28-32; Forde, “Doble filiación”, p. 337.
46 BPRM, Miscelánea de Manuel José de Ayala, signatura II/2856, t. 43, f. 300.
47 AJVA, Civil, legajo 39, exp. 34.
48 AJVA, Civil, legajo 36, exp. 20.
49 AJVA, Civil, legajo 22, exp. 26; AJVA, Civil, legajo 10, exp. 43.
50 AJVA, Civil, legajo 51, exp. 43.