Pasiones frías.
Secreto y disimulación en el barroco hispano

 

Anel  Hernández Sotelo
Universidad Carlos III de Madrid

 

Fernando Rodríguez de la Flor, Pasiones frías.
Secreto y disimulación en el barroco hispano
,
Madrid, Marcial Pons, 2005,  336 pp.

 

Con el emblema Prudentia metitur1 se abre la  ventana a  las  Pasiones frías   de   Fernando Rodríguez de la  Flor.   Porque  en   una sociedad –de  la que somos herederos– en  la que las  técnicas del  engaño y delcontrol, de  la disimulación y la hipocresía sirvieron para moverse en la doble dialéctica mundana de lo estable/inestable y de sus representaciones, prudentia metitur debía ser  la máxima a considerar en todo momento.
Productor de  diferentes estudios sobre las  culturas y las  representaciones en  la  sociedad del  barroco,2  el  autor nos  ofrece en la obra que reseñamos un estudio sobre la presencia de la disimulación, la hipocresía y el  secreto manifestados en  la  ilusión del  yo barroco y las  estrategias que ese yo utilizó psicológicamente para desarrollar el interés propio en un mundo desengañado y desafecto como  lo fue la España de las últimas décadas del XVI y durante el siglo  XVII.
A lo largo de los cuatro capítulos que conforman el estudio, Rodríguez de la Flor discurre sobre una nueva razón de sí del hombre barroco (capítulo I), las seducciones y máscaras cotidianas en la época (capítulo II), las figuras de  la disimulación barroca (capítulo III) y caracteriza a un  Proteo hispano que cambiaba continuamente de  aspecto y de  afectos según los escenarios en que se movía (capítulo IV).

La sociedad hispana de  los siglos XVI y XVII necesitó urgentemente el  desarrollo de  una salida política a  las crisis y tensiones debidas al desmoronamiento del  esplendoroso periodo imperial. En  este contexto, el disgusto social fue  controlado con  la cultura de  la obediencia acrítica y llevó a la conservación del statu quo  mediante una violencia simbólica. Así, dentro de  una sociedad disciplinaria en  términos foucaultianos,3 ya no fue  posible moverse dentro de  la amistad aristotélica, sino que “queda confiada ahora a la voluntad de los individuos y grupos de toda índole para imponer el  libre  juego de  sus intereses”.4 El egoísmo entonces comenzó a considerarse positivo, el saber reinar fue  sinónimo de  saber disimular y la  conversación civil  se encaminó a  la  persuasión, aunque ésta obscureciera la verdad. La cautela, incluso dentro de  la familia propia,  fue  imprescindible.
Con  la influencia de  Maquiavelo en  España nació el príncipe barroco por  excelencia. Príncipe mártir y tirano a  la  vez  (esquizoide al  fin) que hizo  de  la disimulación una ética del  poder, ocupando el lugar vacío  de Dios  –de  ese Dios  que había abandonado a su pueblo fiel–  y que, por medio del desarrollo de la persuasión y la obediencia, se sirvió del secreto  como  mediador entre él y sus súbditos creando una nueva razón de Estado: la de  engañar sin  ser  engañado. Es por  ello por  lo que Saavedra Fajardo en su Idea de un  príncipe político cristiano (1640,  Emblema XLIV) asimiló la serpiente con el príncipe y con Dios:  nadie conoce sus caminos ocultos, ni sus designios.
Disimular, pues, no  podía más que retratar la condición humana. Ya Adán y Eva  habían practicado el disimulo al verse desnudos en el Edén. Igualmente, los  secretos se convirtieron en  un  ápice de  la socialización barroca, pues incluso Cristo los  tuvo y por  ello no  se sabe nada de  su vida  entre sus doce y treinta años. Entonces la real  condición humana fue considerada como  la construcción continua de una máscara con la que el hombre se pudiese mover en cualquier escenario.
La historia, abandonada por  Dios  y convertida en  un  cúmulo de  desengaños, se maquinaba ahora con  base en  la confusión. La solución particular a  ese devenir incierto fue  el  solipsismo que el  hombre barroco aprendió de  la figura del  caracol, el cual, aunque con  una fortaleza psíquica vacía, podía protegerse de la enemistad y la discordia y vivir de las apariencias externas.
Pero  el  juego tenso entre verdades y engaños también trastocó las formas de  amar durante el barroco hispano. La política de  los afectos disimulados produjo, como  ya  lo ha  delineado Roger Bartra5, una esencia melancólica en las formas de entender el amar y ser amado. En una cultura basada en la negación del amor propio y ajeno, en el desprecio del mundo y de  sus deleites pecaminosos y en  el pensamiento recurrente del  memento mori, las formas de amar fueron sometidas a las normas de distanciamiento y frialdad. Había que huir  de las debilidades que producen los afectos.
En este sentido, Rodríguez de la Flor propone a Ignacio de Loyola como el iniciador genealógico de  la contención afectiva, calificándolo como  “el apóstol de  la imperturbabilidad y el defensor entusiasta de  la sequedad en  la manifestación exterior”,6 a raíz  del  estudio de  sus escritos y cartas. Así,  fueron los  espacios fríos  (el palacio y el convento) los  prototipos de lugares donde los  afectos humanos quedaban cancelados, la  represión del  amor ponía a  salvo la  fragilidad humana y representaron “el  modo ideal de  mantener el juego complejo de  las  jerarquías y las  rigurosas éticas  de cortesanía”.7
Pero  una cancelación absoluta de los afectos era  imposible y el arte se convirtió en  el sustituto del  amor. A diferencia del  amor que podía establecerse entre humanos, el arte representó el amor místico y sensual, con lo que se abrió el ciclo de  la seducción barroca plasmada en  los tratados doctrinales. El Oráculo manual y arte de  prudencia del  jesuita Baltasar Gracián (1647)  es la vía por  la que Rodríguez conceptualiza la seducción barroca como  un  medio por  el que ésta es interpretada como  responsabilidad del otro,  pues el yo  sólo  provoca y fascina, pero resiste, como  la disimulación por excelencia de los propios fines.
En este ambiente confinado al secreto y al obscurantismo de pasiones y deseos, la franqueza –indisimulación en palabra del autor– fue una manifestación de  locura y marginalidad, pues los espacios sociales estaban planteados bajo  el dominio de  la ilusio que permitiese el perfecto desenvolvimiento del  homo artificialis. Y en esta mentalidad teatral la máscara fue  el elemento simbólico de la producción de  la(s)  presencia(s) y de  la “frontera sanitaria ante la pestilencia difundida por  el otro”.8 Arrancarse la máscara equivalía a desollarse. Como  escribió Jerónimo de  la Fuente en la Parte tercera de comedias de los mejores ingenios de España (1653), había que aprender el arte de engañar con la verdad. Entonces, políticos y eclesiásticos lanzaron una alerta sobre los temibles peligros de la hipocresía, conocida como  tartufismo.
Ese  tartufismo o “simulación de un bien por completo ausente”9  fue patente en  el tema de  la superficialidad catequética española tanto con los moriscos como con los indígenas americanos, evidenciando las dobleces de los pueblos que se decían cristianizados.
Y es que no  podía ser  de  otra manera cuando la  sociedad barroca encontró que incluso los  estudios anatómicos y los  avances científicos (como  el telescopio) estaban envueltos en  engaños. En el primer caso, el corazón se consideró una maquinaria compleja y oculta poco  accesible al conocimiento. Su funcionamiento fue  asimilado al mecanismo secreto del  reloj,  del  cual  sólo  podemos observar y entender las  manecillas.  El desarrollo de  la óptica, por  su  parte, no  hizo  más que evidenciar que el mundo es un trampantojo –una trampa ante el ojo– imposible de observar por  medio de  una acción directa de  los sentidos. Así,  “las superficies no revelan, sino  que, más propiamente, ocultan y difractan (o refractan, sin por ello penetrarlo) el sentido de las cosas”.10
En este mundo velado, las  intenciones del  corazón escondido sólo podían ser  leídas por  Dios  y por  ello  la sociedad barroca desarrolló pasión y exigencia por  la confesión, aunque ésta, incluso en  el último momento,  podía llevar a la confusión –como aseguró Juan de  Palafox–, pues el hombre quizá no  lograba hacerse visible a  Dios  permaneciendo en  su opacidad. De este modo, el periodo vio florecer diferentes imágenes de corazones exteriores en alusión a que, siendo éstos ocultados por el cuerpo, se ofrecían –se  daban a leer– a la divinidad en  el escenario póstumo. Así, la muerte fue el lugar sacrificial donde se producía la liquidación total de la impostura. La cultura fetichista de la calavera fue un vértice más del final de la simulación.
El desengaño del  mundo marcó también la  sospecha por  la  mística barroca. Eremitas, anacoretas y ascetas fueron despojados del aura de santidad, pues cabía la posibilidad de que fueran, en realidad, hipócritas narcisistas que vestían la cruz  de  vanidad. Lo mismo sucedió con  los pobres: los había legítimos y fingidos, como  lo manifestó Cristóbal Pérez de Herrera en  sus Discursos del amparo de  legítimos pobres y reducción de los fingidos y principio de los albergues de estos reinos (1632). Comienza entonces lo que Rodríguez de  la Flor llama la santidad rococó, una santidad revestida de  hagiografías sencillas y mucho menos impresionantes que las escritas siglos atrás.
Así,  nos  dice  el autor, la dialéctica confusa del  barroco que puso en jaque las  tesis humanistas se movió, finalmente, entre el frenesí por  el signo y la restricción de  la significación. Pues aunque fácilmente se ha caracterizado al periodo como  el clímax del movimiento hermenéutico hispánico, de la representación y la interpretación desbordante, al mismo tiempo se desarrolló una economía de la restricción donde la ausencia de signos y la presencia del secreto contenían al sujeto y sus posibilidades.

 

Bibliografía
Bartra, Roger
El Siglo  de  Oro de  la melancolía: textos españoles y novohispanos sobre  las enfermedades del  alma,  México, Universidad Iberoamericana,
1998.
—  Cultura y melancolía: las enfermedades del  alma  en  la España del  Siglo de Oro, Barcelona, Anagrama, 2001.
Foucault, Michel
Vigilar y castigar: nacimiento de la prisión, México, Siglo XXI, 1975. Rodríguez de la Flor, Fernando
Teatro de  la memoria. Siete ensayos sobre mnemotecnia española de los siglos XVII y XVIII, Salamanca, Junta de Castilla y León,  1988.
—  Atenas castellana: ensayo sobre cultura simbólica y fiestas en  la Salamanca del  antiguo régimen, Salamanca, Junta de  Castilla y León, 1989.
—  Emblemas: lectura de la imagen simbólica, Madrid, Alianza, 1995.
—  La península metafísica. Arte, literatura y pensamiento en  la España de la Contrarreforma, Madrid, Biblioteca Nueva, 1999.
—  Barroco.   Representación e  ideología en  el  mundo  hispánico  (1580-1680),  Madrid, Cátedra, 2002.
—  Biblioclasmo: una  historia perversa de  la literatura, Sevilla, Renacimiento, 2004.
—  Pasiones frías.  Secreto y disimulación en  el Barroco  hispano, Madrid, Marcial Pons, 2005.
—  Era melancólica. Figuras del imaginario barroco, Barcelona, José J. de Olañeta-Universitat de les Illes Balears, 2007.

 

Notas:

1 La prudencia mide el fin o la finalidad de las cosas.
2 Rodríguez de la Flor, Teatro de la memoria, Atenas castellana, Emblemas, La península metafísica, Barroco, Biblioclasmo, Era melancólica.
3 Foucault, Vigilar y castigar.
4 Rodríguez de la Flor, Pasiones frías, p. 27.
5 Bartra, El Siglo de Oro; Bartra, Cultura y melancolía.
6 Rodríguez de la Flor, Pasiones frías, p. 106.
7 Rodríguez de la Flor, Pasiones frías, p. 107.
8 Rodríguez de la Flor, Pasiones frías, p. 131.
9 Rodríguez de la Flor, Pasiones frías, p. 157.
10 Rodríguez de la Flor, Pasiones frías, p. 200.