Ramón Plascencia Torres:
el académico, el hombre

Mayra Susana González Jaime
Archivo de Instrumentos Públicos del Estado de Jalisco

Corría el año  de  1989,  el mes de  julio,  y yo recién empezaba mis  labores al frente de la Sección Histórica del Archivo de Instrumentos Públicos del Estado de  Jalisco. El terreno documental con el cual  trabajar era  virgen en  su  mayor parte; una labor titánica se extendía en  el horizonte. La estudiante de la licenciatura en Historia que me fue asignada como  auxiliar me  sugirió solicitar alumnos de  la carrera a fin de  que ayudaran con  las labores de  catalogar y clasificar el rico acervo como  parte de  su servicio social, y me pareció buena idea. Le pregunté si ella conocía a alguien que llenara los  requisitos, y me  contestó: “se lo voy a proponer a Ramón; si vieras, él es muy  brillante a pesar de  que no  ha  terminado la escuela”. La  referencia me  impresionó y me  preguntaba una y otra vez  si  el  tal Ramón no sería uno  de esos estudiantes a los que en no pocas ocasiones les encanta lucir sus supuestos conocimientos aun a costa de los mismos profesores, o si tendría tanta arrogancia que lo haría una persona difícil de conducir. Decidí  no  preocuparme hasta que sucediera, si  es que de verdad ocurría. Por circunstancias que no viene al caso mencionar, el susodicho no hizo el servicio con nosotros, pero meses después, en octubre, se presentó ante mí un auxiliar del investigador Claudio Jiménez Vizcarra con objeto de que yo le autorizara la consulta de los libros notariales que constituyen el fondo más importante del  archivo, y después de  registrarle le di el acceso y comenzó a asistir un  par  de  veces por  semana. Esta persona resultó ser  el famoso Ramón. La química surgió a los pocos días de conocernos al encontrar que compartíamos muchas aficiones comunes –el futbol, la música; por supuesto, la Historia–, así  como  que, del mismo modo, teníamos algunos puntos de divergencia –la  religión–, porque no es posible coincidir al cien  por ciento. Fue  el principio de diecinueve años y medio de maravillosa amistad y de aprendizaje sin  fin.

Ramón comenzó a paleografiar, mucho tiempo antes de titularse, de la mano del  genealogista y compañero de  generación Pedro Franco López, y puedo afirmar sin  sombra de  duda que llegó  a ser uno  de  los  mejores paleógrafos de esta ciudad, si no es que el mejor, aunque él, con modestia legítima, nunca lo quiso admitir. Leía  documentos escritos en  el siglo  xvi por  amanuenses de letra retorcida y exageradamente adornada, además de  abreviaturas ininteligibles para el  lego,  con  la  misma facilidad que cualquiera lo hace con un impreso actual. Su preparación en este sentido impresionó, a principios de los años noventa, al paleógrafo titular del  Archivo  de Instrumentos Públicos, maestro emérito en la entonces Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Guadalajara y antiguo cronista oficial  de  la propia ciudad tapatía y de  la de  La Barca, el señor José Luis Razo  Zaragoza y Cortés, al grado de que, cuando éste se retiró del  servicio  público, se le comentó sobre la  perspectiva de  que Plascencia le sucediera y su  respuesta fue  un  entusiasta “Me  gusta el candidato: ¡me gusta!”, detalle con  el cual  Ramón se mostró muy  honrado y, en  efecto, pasó a ocupar el cargo que el licenciado Razo  dejó  vacante, puesto que desempeñó durante los  siguientes cinco  años, una etapa que él mismo describió como  la  más feliz  de  su  vida  laboral. Yo comparto con  entusiasmo esa opinión, porque lo mismo fue  para mí, tanto en  el aspecto de desarrollo profesional como  en  el personal. Compartimos ideas sobre la historia y la sociedad de  nuestra región y la manera de  plasmarla en  letras: metodología, técnicas, redacción, preparación de textos, enfoque de éstos y un sinfín de detalles sobre los cuales ambos, en unión de no pocos amigos y colegas, discutíamos y llegábamos o no a acuerdo, siempre en un marco de mucha alegría y respeto.

En cuanto a lo personal, compartimos el pan, la sal ¡y el vino!  en innumerables y memorables ocasiones; recorrimos diversos rumbos de  esta ciudad; compusimos el mundo; escuchamos mucha buena música; reímos  mucho, muchísimo, demasiado... o no demasiado: de  eso  nunca tuvimos bastante... Compartimos ilusiones y frustraciones de  nuestra vida privada y nos aconsejamos... Nos dimos ánimo cuando las cosas parecían marchar al revés de como  las esperábamos... Fuimos felices cuando se alcanzaban metas deseadas por uno  y otro... en fin, podría llenar páginas y páginas sobre estos detalles, pero me faltan las palabras y me sobran los buenos recuerdos. Para los  efectos de  este obituario, baste que se sepa que Ramón Plascencia Torres, como  amigo, lo dio todo sin  pedir nada.

El 18  de  septiembre de  1992,  junto con  Lorena Meléndez Vizcarra, defendió la tesis Dotes, arras,  bienes parafernales, gananciales y testamentos de  mujeres en  Nueva España 1790-1821 a fin de  obtener el título de  licenciado en  Historia por  la Universidad de  Guadalajara. Ramón fue un  eterno preocupado por  la equidad de  género y siempre procuró que a las  mujeres de su entorno, así  como  a las  desconocidas, se les  diera un trato digno en  el seno de  sus familias y en  el de  la sociedad; se molestaba  mucho al conocer cualquier noticia sobre atropellos en  este sentido y era  frecuente verle asistir a eventos y seminarios relacionados con  este tema. Este aspecto del  pensamiento de  Ramón se liga  con  el que toda la vida  sostuvo con  respecto a la justicia social: él padeció la desigualdad de  oportunidades en  carne propia, al grado de  haber emigrado a los Estados Unidos en  su juventud y desempeñado, antes y después de  ello, trabajos duros en nuestro país por  la necesidad económica de  su  familia. Pudo más su  tesón y al cabo de  los años terminó los estudios en  nuestra universidad (1986-1991), periodo durante el cual fue alumno predilecto de la llorada doctora Carmen Castañeda, quien ya había sido  su  maestra en la primaria y supo aquilatar en  todo lo que valía  la capacidad intelectual de  su  discípulo. La sencillez de Plascencia era  tan grande que, después de  haberse titulado, nunca quiso que nadie le  diera el  tratamiento de “licenciado”: “llámenme Ramón”, solía  pedir a quien pretendiera hacerlo aunque, evidentemente, no en  todas las  ocasiones lograba que se le hiciese caso.

Con  el tiempo, la vida  lo alejó  del  Archivo de  Instrumentos Públicos y recibió del gobierno del estado el nombramiento como director del repositorio  más importante de nuestra entidad: el Archivo Histórico de Jalisco, cargo que desempeñó durante un  breve lapso en  el cual  demostró, por encima de  cualquier cosa, su  hombría de  bien y su  rectitud, cualidades que le granjearon el aprecio de los empleados de dicha dependencia; allí trabajó con empeño para auxiliar a los archivos municipales a reconstruir y organizar sus acervos, muchos de  los  cuales se encontraban en  total ruina; en este tiempo se les  apoyó con  asesorías para que mejoraran su precaria situación. Asimismo, durante su  gestión, por  órdenes de  la Secretaría General de  Gobierno, recibió en   custodia los fondos hoy llamados  de Instrumentos Públicos, los cuales, a pesar de ello, aún pertenecen al archivo del mismo nombre y se resguardan en el Histórico por cuestiones de espacio.
Después de dejar el Archivo Histórico de Jalisco trabajó para el diario El Informador en  un  proyecto de  digitalización de ejemplares con  las  noticias importantes del siglo  xx.
En medio de  todos estos quehaceres, comenzó su  labor docente en  el Departamento de  Historia como  catedrático en  las materias de  Historia de  Occidente y Paleografía; siempre mantuvo como preocupación mayor no sólo  informar a los alumnos, sino formar generaciones de  nuevos historiadores con  cultura, preparación académica apropiada, capacidad de análisis y síntesis y conciencia social, condiciones que ya  varios de  sus estudiantes empiezan a demostrar.

Del mismo modo, no cejó  nunca en  el quehacer que más le apasionaba: la investigación, tanto como  auxiliar como  con proyectos propios que ya no pudo culminar. No dejaba de hacer comentarios sobre la manera en que se acopiaban los datos, proponía mejoras y daba detalles que todos los que a su  lado  aprendimos tomábamos siempre en  cuenta para lograr mejores resultados en nuestros trabajos, todo lo cual  se platicaba con risas, buen humor y seriedad cuando era  necesario, porque él se tomaba muy  en  serio su oficio básico: el arte de  historiar, tal como  lo definió don Luis González y González.

El jueves 28 de  mayo de  2009,  a la edad de  54 años recién cumplidos, terminada la jornada matutina de  trabajo, en  su  escuela, a punto de  comenzar la comida de  celebración del  Día del  Maestro,  en  un  cierto momento su corazón dijo adiós; partió y dejó sumidos en indescriptible pena a su familia, amigos, colegas y alumnos.
Quienes tuvimos el privilegio de tratarle no lo olvidaremos jamás. Hasta pronto, amado amigo, tío,  hermano, ¡hijo!  Hasta luego, profe; adiós, compañero. Ojalá  tu legado y el ejemplo de  tu vida  perduren en  nuestra memoria, nuestro corazón y nuestro trabajo. Será muy difícil continuar sin ti, pero lo haremos con empeño y fortaleza porque así  lo habrías querido. Y alzaremos una copa a tu salud. Descansa, que bien lo mereces.