La división de Guadalajara en cuarteles y la reglamentación de policía. El proyecto borbónico
por construir una  sociedad moderna, 1790-1809

 

Marco Antonio
Delgadillo Guerrero
Universidad de Guadalajara

 

Este trabajo pretende entender el intento de  los funcionarios borbónicos por  transformar la sociedad tapatía en una sociedad
moderna: se analiza la división de  Guadalajara en  cuarteles y la reglamentación de  policía impulsadas por  las autoridades neogallegas durante la última parte de  la época virreinal.

 

Palabras claves: Espacio urbano, sociedad moderna, cuarteles, barrios, Guadalajara.

 

Al estudiar la división de  Guadalajara en  cuarteles y la reglamentación de  policía impulsadas por  las  autoridades neogallegas durante la última parte de  la época virreinal este trabajo pretende entender el intento de los  funcionarios borbónicos por transformar la  sociedad tapatía en  una sociedad moderna donde la razón, la ciencia y la tecnología, además de la fe, fueran el recurso para solucionar los problemas sociales; en  la que los súbditos de  la Corona española vivieran con  higiene, se dedicaran al trabajo y se alejaran del ocio, la vagancia y el desorden, lo que les traería la felicidad.1
Este análisis se centra en los años que van  de 1790 a 1809 por tratarse de  un  periodo de  múltiples cambios en  Guadalajara, entre los  que destacan: a) el crecimiento de  la población, b) la expansión de  la cuadrícula urbana, y c) el impulso por  parte de  las autoridades reales de  medidas urbanas y de  policía como  la división del  territorio de  la capital neogallega en cuarteles (1790-1791-1809) y el Bando para la conservación del empedrado general de esta ciudad, su aseo y limpieza (publicado en 1797).2

El crecimiento de la población tapatía es un fenómeno que comenzó a finales del  siglo  XVII y se aceleró a medida que avanzaba el XVIII (gráfica 1),3 lo que trajo la expansión de  la capital neogallega y su  consolidación como  conjunto urbano constituido por la ciudad y los pueblos de Mexicaltzingo y Analco.4

El aumento de los habitantes de Guadalajara fue producto de la combinación de dos fenómenos. Por un lado el crecimiento natural, resultado del  resurgimiento de la población indígena acompañado del  incremento relativamente mayor de las demás calidades étnicas;5 por  otra parte, era resultado de un proceso de inmigración constante conformado por personas provenientes de lugares fuera de la Nueva Galicia (sobre todo de las  regiones centrales de  la Audiencia de  México) y por  personas oriundas de localidades cercanas a la propia Guadalajara.6
Esta sociedad en  crecimiento contaba con  múltiples formas de  diferenciación, entre las  que destaca la hecha a partir de  las características fenotípicas y del monto de ingresos.7 El empeño de los tapatíos de finales de  la  época virreinal por  marcar sus diferencias internas se reflejó en todos los ámbitos de la vida, desde la forma de vestir hasta la distribución del espacio urbano.
La preocupación de  que cada quien se vistiera según su  oficio y calidad se percibe tanto en  las  autoridades civiles como  en  las eclesiásticas. Por ejemplo, en  1799  el virrey de  la Nueva España ordenaba que cuando los indios asistieran a las  juntas de gremios, en  caso de  que no hicieran “uso de  su  propio traje”, debían portar una “camisa, chupa, cotón o chaleco,  calzones, medias y zapatos”.8 De igual forma, el obispo de Guadalajara  Juan Ruiz de  Cabañas señalaba en  1803  que las  ropas eran muestra no  del  “capricho” de  los  hombres, sino  de  una “señal” de  Dios,  quien decidió que las “personas de estados, de clases y profesiones diversas en la sociedad y vida  civil”  debían usar prendas que las  distinguiera de  los demás. Era  por  ello que “los Magistrados se diferencian por  sus hábitos de los que no lo son,  los Grandes y los Nobles de los Artesanos, y los que siguen las armas de los que profesan las letras”.9
Las diferencias internas de la sociedad también se observan en la distribución de  los tapatíos en  el espacio urbano, en  el que se reproducía el esquema de segregación existente en los territorios indianos que perduró desde los  primeros años de  la colonización.10 Fiel  a los  esquemas de  residencia dentro de  las  sociedades de  Antiguo Régimen, las  familias más ricas y poderosas económica y políticamente vivían en las zonas más céntricas de las ciudades, mientras que “los  pobres y más pobres viven cerca de las orillas”, lo cual se repetía en cada uno de los barrios y localidades.11
El corazón de Guadalajara, además de fungir como  centro comercial, político, administrativo, cultural, y religioso, fue  reservado para la elite social y por  consecuencia predominaba en él la población española.12

Hacia las orillas de  la  ciudad decrecía el  porcentaje de  este grupo, mientras que aumentaba el de  los mestizos y otras castas, y finalmente en  los barrios situados en  la  periferia de  la  ciudad predominaban los indios.13
Sin embargo esta distribución de  los  grupos étnicos y socioeconómicos en el espacio urbano de Guadalajara no impedía su contacto ni movilidad. De hecho, el que en un barrio o localidad predominara determinada población no descartaba la posibilidad de que habitaran otros grupos.
En  el primer cuadro de  la ciudad, por  ejemplo, al ser  grandes las  casas, sus dueños alquilaban uno  o varios cuartos a personas de  escasos recursos;14 de  igual forma, era  común que los sirvientes y empleados vivieran en  los negocios o casas donde trabajaban. O a la inversa, se sabe que en  los pueblos de  Analco y Mexicaltzingo, además de  los grupos indígenas pobres, vivía gente de  recursos económicos importantes.15 Esto posibilitó que un barrio, una calle  y aun una misma casa fueran usados y compartidos por personas de diferente origen, color de piel  y sumergidas en  diferentes mundos marcados por  su  ocupación y el lugar que tenían en la sociedad.16
Esto puede observarse en  el informe redactado en 1791 por Félix  María  Calleja, quien había sido enviado por el virrey para conocer la situación  general de  Guadalajara y levantar un  padrón militar, en  el cual se muestra cómo una misma casa era habitada por gente de distinto lugar de  origen, calidad étnica y ocupación. El palacio de  la  Real  Audiencia resulta ejemplar, pues en él habitaban Jacobo Ugarte y Loyola,  “el intendente ilustrado”,17 de origen vasco, además de

fray  José Reynaga, capellán; don  Francisco de  la  Garza, español de 40 años, casado con  doña Josefa de  Castro, tiene un  hijo menor; don Melchor Núñez, español, soltero, de 26 años, amanuense, […]; don Mariano Valdez, de  24 años, español, ayuda de cámara […], casado con doña Vitoria de  Aro, un  hijo menor; José Morales, castizo, de  56 años, cochero, casado con  Rafaela Hernández,  con  una hija; Rosalío González, castizo, de  30 años, cochero, soltero, […]; Marcelino González, cocinero, castizo de  40 años, soltero, […] José González, castizo de  25 años, soltero, ayuda de cocina, […] Bernardo y José Loyola,  indios apaches, lacayos, solteros.18

El palacio de  la Real  Audiencia no  era  un  caso aislado, pues existen muchos ejemplos, como  la casa “del número 14 de la calle del Relox”, del comerciante don  Alejandro Castro, oriundo de  Castilla la Vieja,  en  la que vivían, además de su esposa doña Rosalía Marín, su hijo, dedicado a manejar las cuentas del negocio familiar, y una hija,  un criado mestizo llamado Cipriano Rubio  y dos  criadas mulatas. Pero  la “unidad doméstica”19 no terminaba ahí,  pues compartían el techo su  cuñado, el comerciante Juan Camberos, y su  esposa Marcela de  Castro, con  sus dos  hijos  menores y una hija.  Este Juan Camberos había contratado a dos cajeros provenientes de España, uno  nacido en Castilla la Vieja y el otro en la Villa de Enestosa, así  como  un  criado mestizo, pero además tenía a “una agregada”, también española.20 No quiero terminar con  mis  ejemplos sin  detenerme en  la casa de  don  Juan Alfonso Sánchez Leñero, ubicada en  la calle  del Consuelo número 1, donde vivían catorce españoles, unos dedicados al comercio, otros que eran empleados o estudiantes, y seis criados mulatos,  de los cuales dos  eran hombres y cuatro mujeres.21
La utilización simultánea de  los  espacios no  se hacía en  igualdad de circunstancias, sino  siempre según “la  relación dominado-dominante”.22
Esta dinámica muestra la heterogeneidad de  los barrios y de  la ciudad23 donde, desde su  propio lugar, cada individuo hacía una lectura de  lo que experimentaba en relación con el entorno físico  y social.
Los tapatíos al moverse en  el espacio urbano se enfrentaban a múltiples problemas urbanísticos, de seguridad e higiene, que las autoridades de  la ciudad y de  la Intendencia, inspiradas por  la Ilustración, buscaron resolver con  la puesta en  marcha de  un programa urbanístico en  el que destaca la  división de  Guadalajara en  cuarteles y la  creación de  reglamentos de policía.
En  el siglo  XVIII los  barrios (ver  plano 1) eran la forma en  que los  tapatíos organizaban su espacio. Las unidades barriales se consolidaron al paso de  los  años a medida que se extendían los  límites de  Guadalajara, por lo que no deben ser  vistos de manera independiente, pues eran parte de un todo.24
Los barrios se organizaban en torno a las iglesias y los conventos que se constituyeron en ordenadores de las actividades cotidianas y de aquellas  que contribuían a la construcción de  identidades barriales, como  las fiestas patronales que fueron un  elemento integrador entre sus moradores.25 El más antiguo de  ellos  era  el de  San  Juan de  Dios.  A través de  él pasaban el río y el camino al pueblo de San Pedro; en sus calles y edificios

confluían distintas formas de vida  y de prácticas culturales. Aquí, indios, mulatos, negros y criollos —muchas veces recién llegados a la ciudad— convivían a diario en  los múltiples establecimientos comerciales o en  lugares donde se vendían bebidas embriagantes y en mesones.26
Durante la  época que nos interesa el  aumento demográfico suscitó mutaciones urbanas, sociales, económicas y culturales que se reflejaron en  el  hacinamiento de  la  población en  las unidades barriales que ya existían y en la erección de nuevos barrios,27 lo que generó un ambiente de “inseguridad social”28 que los grupos ilustrados vieron con preocupación  y temor. Por ejemplo, Calleja, al entregar el informe final  al que me he  referido, señalaba que Guadalajara era  un  centro de  inmigración de indios y mulatos y que un  gran número de  personas “habitan constantemente en  las calles sin ningún domicilio”, a lo que, además de  otros problemas, había que poner remedio.29
Estos recién llegados buscaban evitar el posible rechazo por parte de los tapatíos y como  forma de  lograr arraigo se asentaban en los  barrios donde muy  posiblemente había gente de su misma tierra. Para finales del siglo XVIII el barrio del  Santuario se convirtió en  foco de  atracción del mayor número de inmigrantes pobres debido a la oferta habitacional que significaban las “cuadritas”30 construidas a partir de  la década de  1780 bajo  los auspicios del  obispo Alcalde, las  cuales que ocuparon 16 manzanas que representaron a su  vez  un  total de  158  viviendas en  las  que se acomodaron unidades domésticas múltiples.31
Por su  parte, los que poseían un  caudal más o menos importante que les  permitía comprar o pagar renta de  viviendas más grandes y mejor ubicadas se asentaban en el centro de la ciudad, en el barrio del Sagrario, o en los recientemente creados barrios del Carmen y del Pilar.32 Otros barrios  eran los de  Santa Mónica, Jesús María, la Estrella, Santo Domingo, San Francisco, la Capilla de Jesús, el Retiro, Analco y Mexicaltzingo.33 Los dos  últimos eran antiguos pueblos indígenas que fueron integrándose a la mancha urbana conforme avanzaba el siglo XVIII.

Por medio de la organización del  espacio urbano en  barrios se observa  cómo los habitantes de  Guadalajara percibían el  espacio construido desde la  misma vida  de sus moradores en  el  marco de  un  sistema de significados con  acentuados valores religiosos, muchas veces sin  orden aparente, con  límites difusos y definiciones inconscientes. Las unidades barriales en su extensión no mostraban orden ni regularidad, menos una delimitación definida y geométrica, lo que los sectores ilustrados, posicionados en las instituciones del poder regio, trataron de modificar.
La estructuración del conjunto urbano de Guadalajara, con sus barrios en  crecimiento y consecuencias tales como  problemas de urbanización, carencia de  servicios, unidades domésticas múltiples, delitos, etcétera, se contraponía a lo que para los grupos ilustrados debía ser  la ciudad: un espacio donde primara el orden y reinaran “la  justicia, la educación, el trabajo, la higiene y la sanidad”.34 Ese  ideal durante la segunda parte del siglo  XVIII fue penetrando en el ánimo de las autoridades neogallegas, especialmente a partir de que se promulgó la Real Ordenanza de Intendentes en 1786.35 Esta Real Ordenanza establecía la división del virreinato en doce intendencias. Antonio de Villaurrutia fue designado para encabezar la  de  Guadalajara36  y tomó posesión de su  cargo en  1787.  El segundo intendente fue  Jacobo Ugarte y Loyola,  quien gobernó de  1791  hasta su muerte en  1798, mientras que el tercero, Fernando de  Abascal y Sousa, llegó  a la capital neogallega en 1800.37
El establecimiento en  la Nueva España del  sistema de  intendencias debe ser  entendido como  parte del proyecto reformador de los Borbones, que comprendía distintos ramos, “cuatro causas”, como  se designaron en  la  época.38  Con  la  llegada de  los intendentes a  Guadalajara se nota con mayor vigor  la puesta en marcha de las políticas modernizadoras borbónicas. Estos funcionarios de  la  Corona, al  observar el  aspecto de  la capital neogallega y las  prácticas de  sus habitantes, tales como  la forma de  organizar el espacio urbano en  unidades barriales, emprendieron un programa encaminado a lograr la transformación de  la sociedad tapatía en una sociedad moderna.
Al buscar modernizar a la sociedad tapatía, los intendentes promovieron  “el  saneamiento tanto físico  como  moral” de  la ciudad, empedraron calles, construyeron un acueducto, erigieron puentes y, entre otras cosas, remozaron plazas y edificios, además de  que crearon reglamentos de  policía  para controlar las  formas de  utilizar los espacios públicos y renovar las prácticas de la sociedad.39
La necesidad de implantar una política urbana que respondiera al ideal ilustrado de lo que debería ser la ciudad y la búsqueda de someter al orden el comportamiento de  los tapatíos en  los espacios públicos hizo  que las autoridades sintieran la urgencia de dividir a Guadalajara en cuarteles, con los cuales se buscó reemplazar las unidades barriales.
Entre 1790  y  1809  el  conjunto urbano de  Guadalajara fue  dividido en  tres ocasiones. En  la  primera división, hecha en  1790 (ver  plano 2), se erigieron catorce cuarteles que, aunque partían de  la estructuración del  espacio desde las  unidades barriales, no la  respetaban de  manera total. Esta división fue  acompañada de  la  primigenia nomenclatura de la ciudad; se rotularon los nombres de  calles, plazas y edificios civiles y religiosos y se asignó a cada casa un número,40 lo que muestra el deseo ilustrado de secularizar los lugares públicos. Además se registraron cada una de  las fondas y mesones de los cuarteles, así como los talleres, comercios u otros negocios.41
Al año  siguiente, en 1791, Guadalajara volvió a ser dividida (ver  plano 3). En esta ocasión Félix  María Calleja la organizó en cuatro grandes cuarteles42  cuyos ejes principales partieron de  la  plaza mayor, corazón del conjunto urbano. El cuartel i comprendía la parte sureste de la ciudad y en  él se incluían el Real  Palacio, los conventos de San Agustín y San Francisco, así como el barrio de San Juan de Dios y el pueblo de  Analco. El cuartel II,  en  la zona noreste, comprendía la Catedral, el Sagrario, el templo de Nuestra Señora de la Soledad, Santa María de Gracia, la Alame-

da, Santo Domingo, el Real Hospital de San Miguel de Belén y su panteón. En el cuartel iii, al noroeste, estaban el Palacio Episcopal, la Merced, Santa Mónica y el Santuario de  Nuestra Señora de  Guadalupe, mientras que en  el cuartel iV, en  el suroeste, estaban la Plaza Mayor, la Universidad, el convento del  Carmen, la parroquia del  Pilar,  la casa de  Recogidas y el pueblo de  Mexicaltzingo.43Sus  límites los marcaban cuatro calles: hacia el  oriente, la  de  San  Agustín; hacia el  poniente, la  de  Santa María de Gracia; hacia el sur,  la de San Francisco, y al norte la de Santo Domingo.
Por  último (ver  plano 4),  la  tercera división de  la  ciudad en  cuarteles  se realizó en  1809,  y en  ella  se establecieron veinticuatro, y aunque algunos reflejaban las  unidades barriales, en  realidad, al  igual que las dos  anteriores, fue  pensada desde la cultura ilustrada.44  De esta reorganización del  espacio resaltaré únicamente que el cuartel i incluía el Real Palacio, la Plaza Mayor, la Catedral y el Sagrario. Por  su  parte, los  pueblos  de  Analco y Mexicaltzingo, ya  absorbidos por  la  mancha urbana, constituyeron cuarteles independientes (el 9 y el 10 respectivamente). De igual forma, el barrio de  San  Juan de  Dios  fue designado con  el número 8, mientras que el barrio del  Santuario quedó dividido en  los cuarteles 6,7, 20, 21 y 22.

La división de la ciudad en cuarteles no terminaba en la ordenación del conjunto urbano en  unidades delimitadas casi geométricamente. Cada uno  de  ellos  contaba con  autoridades propias encargadas de  administrar justicia y de  asuntos relacionados con  la policía, tales como  fomentar la higiene, la educación y el trabajo entre los habitantes; perseguir el ocio, la vagancia y la  mendicidad,45 así  como  también evitar la  desnudez, la embriaguez y holgazanería entre los tapatíos.46
De igual manera, al organizar la ciudad en  cuarteles las autoridades buscaban facilitar las labores de recaudación de información que ayudarían a conocer tanto el número de  habitantes, su ascendencia étnica y ocupación,  como  el aspecto de  las calles del cuartel y los servicios; pero sobre todo situar y vigilar los lugares de reunión: pulperías, mesones y fondas, así como  plazas y calles, espacios en los que, durante el Antiguo Régimen, las prácticas culturales encontraban su transmisión y construcción.47
El establecimiento de  cuarteles debe ser  entendido como  una medida  de  los  operadores de  las  instituciones del  poder en  su búsqueda de imponer prácticas y parámetros culturales a  la  población. Al conseguir el “orden y control” de  los espacios públicos las autoridades borbónicas lograrían conformar la sociedad moderna que se habían planteado.
Con el establecimiento de los cuarteles se buscaba solucionar los problemas de  administración y seguridad de  la ciudad, generados en  gran medida por el aumento de la población. Además fue un  intento por parte de  las  autoridades por  vigilar las  prácticas de los tapatíos, principalmente las  de  los grupos populares; se pretendía controlar la forma en  la cual estos grupos organizaban y utilizaban el espacio urbano. Sin embargo las unidades barriales pervivieron (plano 5), lo que permite observar el contacto y la interacción, en  un  mismo espacio y tiempo, de  formas diversas de organizar la realidad.
Como  parte de  la visión ordenadora de  las  reformas borbónicas, además del  interés por  organizar el espacio de  manera organizada abundaron las disposiciones dirigidas a regular comportamientos de la población que pudieran degenerar en transgresiones del  orden, como  “las músicas en las calles, la embriaguez y los juegos”.48
Durante el periodo que nos interesa, el aumento demográfico trajo consigo la intensificación del uso del espacio urbano, ante lo cual las autoridades

impulsaron la creación de  la Junta de  Policía, encargada  de  promover el buen proceder y de vigilar el comportamiento de los habitantes de Guadalajara. Asimismo, se crearon nuevos reglamentos encaminados a mejorar la higiene y el orden en  la capital neogallega y se publicaron bandos que dictaban pautas de convivencia y de uso de los lugares públicos.
A finales del  siglo  XVIII el  término “policía” significaba buen orden entre la gente,49 por tanto el Ramo  de Policía de los ayuntamientos se encargaba de  ordenar el uso  y cuidado del  espacio urbano. Por medio de  él se emprendieron mejoras del equipamiento y los servicios y limpieza de la capital neogallega; de igual manera se regulaba el comportamiento de la población durante sus actividades laborales y de ocio.
Uno  de  los  documentos de  las  autoridades de  la  época que permite observar el deseo modernizador es el Bando para la conservación del empedrado general de  esta ciudad, su  aseo y limpieza, mandado imprimir y publicar por el intendente Jacobo Ugarte y Loyola  en el año  de 1797.50 De manera explícita, este bando tenía como  objetivo lograr “el  bien general en la comodidad y salud pública”, lo que se lograría en la medida de que los  que habitaban la  ciudad aprendieran a  utilizar el  espacio urbano y cuidaran las obras de empedrado que se habían venido realizando.
Este bando, que tiene dieciocho artículos, muestra las formas de  comportamiento de  los habitantes de  la ciudad y refleja los parámetros ilustrados respecto a la utilización del  espacio urbano, tránsito y lugares de distribución de  mercancías, así como higiene, y se plantean una economía del  tiempo y medidas punitivas dirigidas a lograr un  supuesto beneficio para la  población.
Las disposiciones dirigidas a regular la utilización de la ciudad, el tránsito y los lugares de distribución de mercancías se plasmaron en los artículos 1, 2, 3, 4, 7, 14 y 15. En ellos se establecían los espacios asignados a la venta de determinados productos. Por ejemplo, en las plazuelas del Carmen y San Agustín se distribuirían maderas, mientras que la leña y el carbón se comerciarían en  “la  plazuela que llaman de  Toros, situada al concluir la calle desde este Real Palacio hasta cerca del Hospital Nuevo de Belén”.51
El bando marcaba también el  itinerario que deberían seguir las  carretas que tuvieran como  destino la alhóndiga, quedando prohibido desviarse de  su  ruta. Se obligaba a los carreteros que guiaran sus bestias a pie “al frente de los bueyes o a su costado, para que de este modo quede franco el  paso al  público”, debiendo evitar que sus coches pisaran los “enlosados por  pretexto alguno, atropellando con  insolencia al público y destruyendo el suelo destinado al tránsito cómodo”. Se prohibía detener las carretas sin  carga en  las  calles y sobre todo en  los portales, así  como correr los carros “dentro de la ciudad y paseos públicos”.
Cuando dos carretas se encontrasen de frente, debían darse el paso por la derecha “evitando la menos competencia entre sí”, y en el caso de  que el cochero se percatase de personas transitando por la calle, “gritará con el tiempo con la voz señores a fin de que así abran paso al coche, y se eviten disgustos”, debiendo dar  el paso a los transeúntes que cruzasen de  una acera a la otra o “de un lado  a otro de  los paseos”. Los carretoneros que violasen alguno de  los artículos serían sancionados con  una multa económica  y, corriendo el riesgo de perder la carga, en caso de reincidencia se les penaría con “tres días de grilletes, en el trabajo de obras públicas”.52

Se estipulaba que herreros, herradores, carroceros y zapateros ejecutaran su  oficio  ya  no  en  las  calles, sino  en  las  plazuelas donde llegaban las carretas; de igual forma, se prohibía a los tenderos que sus productos fueran exhibidos “fuera de  los umbrales de  sus puertas”, pues esto provocaba incomodidades a los transeúntes.
Como  parte de  las  ideas higienistas modernas plasmadas en  los artículos 6, 7, 8, 9, 10, 12 y 16 del  bando de  Ugarte se incluían medidas para mantener  limpia la  ciudad mediante el  barrido de  las  calles, así  como del  cuidado y manejo de  la basura y el agua sucia. Para ello se prohibía terminantemente que se tiraran desechos en las calles o en las esquinas, debiéndose  conservar la basura en  el interior de  los hogares; asimismo, se sancionaría a quienes derramasen las aguas sucias durante el día,  evitándose que en los caños saliera otra cosa que “las aguas que resulten de los  lavados”. Se obligaba a los  vecinos a barrer “los  frentes y los costados” de sus propiedades para mantenerlos limpios, “dejando cada uno  su barrido amontonado en medio de la calles, de suerte que pueda recogerla […] el carretón de  la basura”, que debería pasar en  distintos días de  la semana anunciándose con cencerro “en las esquinas y en medio de cada cuadra”.
En  el artículo 16 se sancionaba, so pena de  encierro y de  trabajar en las  obras públicas por  dos  días, a  hombres y mujeres que acostumbraban “ensuciarse en  las  calles y plazuelas”, práctica arraigada entre “la plebe” que contrariaba el ideal de  sociedad moderna construido por  las autoridades borbónicas. Los maestros de  escuela y los padres serían los responsables “del desorden que se advierta de esta clase en niños”.
Como  muestra del  interés de  las  autoridades por  lograr el aseo de  la ciudad, el bando planteaba una economía del  tiempo que imponía a los habitantes de  Guadalajara días y horarios en  que deberían barrer las  calles.  El artículo 10 estipulaba que

Todos los  vecinos estarán obligados a hacer barrer, superficialmente o la basura que no  sea tierra, de  frente sus casas en  los miércoles y sábados a las  6 de  la mañana desde el 1º de  marzo hasta el 30 de  septiembre, y a las 7 [de la mañana] desde el primero de octubre hasta fin de febrero, pues no arrojándose nada a las calles será suficiente los dos días señalados para mantenerlas limpias.53

Así,  antes de  las  nueve de  la mañana la ciudad estaría lista para ser transitada por  los  vecinos, quienes podrían circular por  sus calles ya  libres de  suciedad. Esta disposición también contribuyó a marcar la diferenciación social, pues “los  vecinos pudientes y celosos del  bien común harán lo mismo en  las  tardes” en  todas sus propiedades, lo que era  patente para los demás.
Las disposiciones para que los vecinos de la ciudad tuvieran que guardar  en  el interior de  sus hogares la basura y las  aguas sucias, además de  mantener limpio el espacio urbano y evitar enfermedades, se pueden interpretar como  una forma de  fortalecer las diferencias entre el ámbito privado y el público, pues los desperdicios de unos no debían provocar incomodidades a los que transitaran por las calles. Esto también se observa cuando a los bodegueros se les  prohibía que lavaran sus utensilios en  la calles, teniéndolo que hacer ahora dentro de sus negocios.
El interés de  las  autoridades por  regular el comportamiento de  quienes hacían uso  de  la ciudad a fines del  siglo  XVIII fue producto, además de  los planteamientos de  orden e higiene, de  un  fenómeno con  el que se convivía a diario: el crecimiento de la población y los problemas que con ello  se venían suscitando. Se  buscaba controlar las  prácticas que contravenían el  proyecto de los  funcionarios borbónicos de  modernizar la sociedad tapatía evitando que se defecara en  los  lugares públicos y se arrojaran basura y agua sucia a las  calles, lo que causaba enfermedades y perjuicios.

 

Consideraciones finales

Lo dicho hasta aquí permite observar el  interés por  parte de  las  autoridades, inspiradas por  las  ideas ilustradas, en  modernizar la  sociedad tapatía. Para ello  emprendieron un  programa encaminado a  regular el comportamiento de la población y a organizar el espacio urbano. Como  se ha mostrado, a la par del interés de las autoridades, Guadalajara crecía en todas direcciones. El aumento de la población trajo el nacimiento de nuevos  barrios y la incorporación de  algunos pueblos de  indios a la mancha urbana, así  como  la intensificación del  uso  de  la infraestructura citadina, lo que hace entendibles las  medidas de  policía y la división de la ciudad en cuarteles.
Entre 1790 y 1809 la actuación de las autoridades neogallegas en su intento por modernizar la sociedad contemplaba asuntos relacionados con la higiene pública, la urbanidad, la seguridad y los servicios; por ello fue necesario reorganizar el espacio urbano tapatío en cuarteles y crear reglamentos que marcaran las pautas de comportamiento de los habitantes.
Sin embargo, me  parece que las medidas modernizadoras impulsadas por  las autoridades no  llevaron a  la  desaparición de  las prácticas tapatías tradicionales, las cuales lograron resistir. Un ejemplo de ello es que la organización de  la ciudad en  cuarteles, entendida como  la búsqueda de imponer desde las instituciones del poder una forma moderna de  organizar el mundo, no significó la desaparición de  las unidades barriales, forma en  la cual  los tapatíos, desde la experiencia, organizaban su entorno.
En  cuanto a las  medidas de  policía, que muestran el empeño de  las autoridades por contener cualquier práctica alejada de los parámetros higiénicos y de  orden construidos por  ellas, lo interesante será emprender investigaciones que permitan ver hasta dónde se aplicó esta reglamentación  y en qué medida fue respetada por los tapatíos.
Lo que sí me atrevo a afirmar es que el deseo de los intendentes y del Cabildo de  la ciudad de  construir una sociedad moderna no alcanzó sus objetivos, pues las  prácticas tradicionales se mantuvieron, lo que muestra  que las  formas de  organizar el  espacio urbano y su  utilización por parte de la población (entiéndase sus prácticas) cambian a ritmo distinto que los decretos y ordenamientos de  las  autoridades. Finalmente, estoy convencido que la división de la ciudad en cuarteles y la abundante reglamentación en torno a la policía de aquellos años aún espera una revisión profunda que permita mayor comprensión de la época borbónica. Espero que este trabajo sirva como  una invitación a su estudio.

 

Siglas y referencias
AHAG   Archivo Histórico de la Arquidiócesis de Guadalajara
AHMG   Archivo Histórico Municipal de Guadalajara

 

Bibliografía

Anderson,  Rodney D.

Guadalajara a la consumación de  la independencia: estudio de  la población según los padrones de  1821-1822, Guadalajara, Unidad Editorial del Gobierno del Estado, 1983.

Brading, David  A.

Mineros y comerciantes en  el México borbónico (1763-1810), México, Fondo de Cultura Económica, 1993.

Castañeda García, Carmen

“La formación de la elite en Guadalajara, 1792-1821”, en Carmen Castañeda (ed.),  Elite,  clases sociales y rebelión en Guadalajara y Jalisco, siglo  XVIII y XIX, Guadalajara, El Colegio de Jalisco, 1988.

— “Cambios para la vida  urbana de  Guadalajara en  1790”, en  Simposio El impacto de  las Reformas borbónicas en  la estructura de  las ciudades: un enfoque comparativo, México, 1999.

— y Laura G. Gómez “La  población de Guadalajara de acuerdo con  el  Padrón Militar de 1791  y el Censo General de  1793”, en  Historias, núm. 45, (enero-abril 2000),  pp.  45-85.

Connaughton, Brian

Ideología y sociedad en Guadalajara (1788-1853), México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1992.

Florescano, Enrique, e Isabel Gil Sánchez

“La  época de  las  reformas borbónicas y el  crecimiento económico”, en  Daniel Cosío  Villegas (comp.), Historia General de  México, tomo i, México, El Colegio de México, 1987,  pp.  471-589.

Gálvez Ruiz, María de los Ángeles

La conciencia regional en  Guadalajara y el gobierno de  los intendentes (1786-1800), Guadalajara, Unidad Editorial del Gobierno de Jalisco,1996.

Guerra, François-Xavier

Modernidad e independencias, Ensayos sobre las revoluciones hispánicas, Madrid, Editorial mapfre, 1992.

Humboldt, Alejandro de

Ensayo político sobre el reino  de la Nueva España, estudio preliminar, revisión del texto, cotejos, notas y anexos de Juan A. Ortega y Medina, México, Porrúa, 1966.

Iguíniz, Juan B.

Guadalajara a través de  los  tiempos. Relatos de  viajeros y escritores desde el siglo  XVI hasta nuestros días, tomo i, Guadalajara, Ayuntamiento de Guadalajara, 1989.

Jiménez Pelayo, Águeda

“Primera parte”, en  Águeda Jiménez Pelayo, Jaime Olveda y  Beatriz  Núñez Miranda (coords.), El crecimiento urbano de  Guadalajara, Guadalajara, El Colegio de  Jalisco–H. Ayuntamiento de  Guadalajara– conacyt, 1995.

Lomelí  Suárez, Víctor

Guadalajara, sus barrios, Guadalajara, Ayuntamiento de  Guadalajara, 1982.

López Moreno, Eduardo

La cuadrícula en el desarrollo de la ciudad hispanoamericana, México. Estudio de  la evolución morfológica de  la traza a partir  de  la ciudad fundacional, Guadalajara, Universidad de Guadalajara, 1992.

Menéndez Valdés, José

Descripción y Censo General de  la Intendencia de  Guadalajara. 1789-1793,  Guadalajara, Gobierno de Jalisco, 1980.

Oliver  Sánchez, Lilia V., Salud, desarrollo urbano y modernización en Guadalajara (1797-1908), Guadalajara, Universidad de Guadalajara–Centro Universitario de Ciencias Sociales y Humanidades, 2003.

Olveda, Jaime

“La  transformación urbana”, en  Águeda Jiménez Pelayo, Jaime Olveda y  Beatriz Núñez Miranda (coords.), El  crecimiento urbano de Guadalajara, Guadalajara,  El Colegio de  Jalisco–H. Ayuntamiento de Guadalajara–conacyt, 1995.

Pietschmann, Horts

Las  reformas borbónicas y el sistema de  intendencias en  Nueva España. Un  estudio  político administrativo, México, Fondo de Cultura Económica, 1996.

Real Academia Española

Diccionario de la lengua castellana..., 3a edición, Madrid, Viuda de Joaquín Ibarra, 1791.

Real  ordenanza para  el establecimiento e instrucción de  intendentes de ejército y  provincia en  el  Reino de  la Nueva España, 1786,  México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1984.

 

Nota:

1 Oliver Sánchez, Salud, desarrollo urbano, pp. 20-22; Guerra, Modernidad e independencias, pp. 22-26, 31, 56, 79-85.
2 AHMG, Actas de Cabildo, 1797, f. 54.
3 Van  Young, La ciudad y el campo, pp.  39-50; Connaughton,  Ideología y sociedad, p. 40.
4 Sin embargo no fue  sino hasta febrero de  1821  cuando la Diputación Provincial los declaró oficialmente barrios de  Guadalajara, aboliendo sus autoridades indígenas. López Moreno, La cuadrícula, pp. 72, 103-104; Olveda, “La transformación urbana”, pp.  112, 136.
5 Olveda, “La transformación urbana”, pp. 112, 136.
6 Van Young, La ciudad y el campo, p. 48; Gálvez Ruiz, La conciencia regional, pp. 86-87.
7 Brading, Mineros y comerciantes, pp. 40-46; Anderson, Guadalajara, p. 149.
8 AHMG, Actas de Cabildo, 1799, ff. 20, 22, 45-47, 55.
9 AHAG, Sección Gobierno, Serie  Cartas Pastorales, Edictos y Circulares, caja  4, exp. 21,1803.
10 Castañeda García y Gómez, “La población de Guadalajara”, p. 57.
11Citado en Anderson, Guadalajara, p. 117.
12 Anderson, Guadalajara, pp. 26-31, 137.
13 Gálvez Ruiz, La conciencia regional, p.102; Castañeda García y Gómez, “La  población de Guadalajara”, pp. 47, 57.
14 Olveda, “La transformación urbana”, p. 135.
15 Anderson, Guadalajara, p. 125.
16 Anderson, Guadalajara, pp. 31-32, 136-138.
17 Gálvez Ruiz, La conciencia regional, pp. 26-33.
18 Citado en Castañeda García y Gómez, “La población de Guadalajara”, pp. 51-52.
19 La unidad doméstica incluye a todos aquellos que por  razones sociales o económicas viven bajo  el mismo techo, sin importar si hay  o no parentesco; en Anderson, Guadalajara, p. 71.
20 Citado en Castañeda García y Gómez, “La población de Guadalajara”, p. 49.
21 Castañeda García y Gómez, “La población de Guadalajara”, p. 50.
22 Anderson, Guadalajara, pp. 138-139.
23 Olveda, “La transformación urbana”, pp. 120-121.
24 Anderson, Guadalajara, p. 44.
25 López, La cuadrícula, pp. 69-85.
26 Jiménez Pelayo, “Primera parte”, p. 99. López, La cuadrícula, p. 75-77; Lomelí  Suárez, Guadalajara, sus barrios, pp. 37, 42, 50.
27 Lomelí  Suárez, Guadalajara, sus barrios, p. 34.
28 Olveda, “La transformación urbana”, p. 107.
29 Castañeda García y Gómez, “La población de Guadalajara”, p. 50.
30 Olveda, “La transformación urbana”, pp. 111-112.
31 Olveda, “La transformación urbana”, p. 109; Lomelí, Guadalajara, sus barrios, p. 100.
32 López, La cuadrícula, p. 80; Anderson, Guadalajara, pp. 38-39, 59, 132.
33 Olveda, “La transformación urbana”, p. 133.
34 Castañeda, “Cambios para la vida  urbana”, pp. 3-4.
35 Florescano y Gil Sánchez, “La época de las reformas borbónicas”, p. 496; Brading, Mineros y comerciantes, p. 57; Real ordenanza.
36 Brading, Mineros y comerciantes, p. 97; Gálvez Ruiz, La conciencia regional, pp. 22-23.
37 Pietschmann, Las reformas borbónicas,  p. 37; Brading, Mineros y comerciantes, pp. 97-98.>
38 Pietschmann, Las reformas borbónicas, p. 34; Brading, Mineros y comerciantes, pp. 49-50, 60. Las cuatro causas eran la Justicia, que incluía la legislación y su administración; la Policía, que comprendía el cuidado y la seguridad pública, la inspección y designación de funcionarios públicos, la higiene y el orden público; la Hacienda, donde entraba el cobro y manejo de impuestos, y la Guerra, relacionada con la creación, organización y administración del  ejército, corporación en  la que las autoridades españolas se apoyaron para realizar su proyecto.
39 Gálvez Ruiz, La conciencia regional, p. 108.
40 Gálvez Ruiz, La conciencia regional, p.127; Castañeda, “Cambios para la vida  urbana”, p. 12; Castañeda García y Gómez, “La población de Guadalajara”, p. 48.
41 Castañeda, “Cambios para la vida  urbana”, p. 11.
42 Gálvez Ruiz, La conciencia regional, pp. 99-100; Castañeda García y Gómez, “La población de Guadalajara”, p. 48.
43 Castañeda, “Cambios para la vida  urbana”, p. 48.
44Anderson, Guadalajara, p. 27.
45 Castañeda, “Cambios para la vida  urbana”, pp. 5-6, 9-13.
46 Castañeda, “Cambios para la vida  urbana”, pp. 6, 13, 15.
47 Castañeda, “Cambios para la vida  urbana”, pp.  10-13; Gálvez Ruiz,  La conciencia regional, p. 99.
48 Castañeda, “Cambios para la vida  urbana”, p. 10.
49 Diccionario de la lengua castellana, p. 667
50 AHMG, Actas de Cabildo, 1797, f. 54.
51 AHMG, Actas de Cabildo, 1797, f. 54.
52 AHMG, Actas de Cabildo, 1797, f. 54.
53 AHMG, Actas de Cabildo, 1797, f. 54.