Resumen

El presente artículo es un análisis del estado del arte que a finales del siglo XX y en el presente siglo guarda el tema de la antropofagia entre los indígenas de la época de la conquista. Apoyado en una bibliografía selecta, por lo actualizada, se discute en particular la obra de Luis Pancorbo titulada El banquete humano, porque representa la continuación de interpretaciones coloniales sobre el tema en cuestión, a la vez que niega la antropofagia en el mundo europeo. En nuestro caso, partimos de la tesis de que la antropofagia de los indígenas debe explicarse a la luz de cuestiones culturales y no como hace Pancorbo, que la concibe como producto de la necesidad de proteína animal.

Abstract

The present article is an analysis of the state of the art that keeps the theme of anthropophagy among Native Americans at the end of the 20th century and in the present century. Supported in a selected bibliography, for the updated, it is been discussed Luis Pancorbo's “El banquete humano” because it represents the continuation of colonial interpretations on the subject in question, while denying anthropophagy in the European world. In our case, we start from the thesis that the anthropophagy of the natives must be explained in the light of cultural issues and not as Pancorbo does, who conceives it as a product of the need for animal protein.

Palabras clave:
    • canibalismo;
    • ritual;
    • supervivencia;
    • terapéutica;
    • cultura.
Keywords:
    • cannibalism;
    • ritual;
    • survival;
    • therapy;
    • culture.

Introducción

En un estudio anterior sobre la alimentación indígena de antes y después de la conquista (Pío Martínez, 2003), realicé un primer acercamiento al tema de la antropofagia. Entonces quedó claro que, en la mayor parte de estudios de la segunda mitad del siglo XX que tratan el tema, existe una continuidad de la interpretación acerca de la antropofagia entre los indígenas elaborada desde la época del descubrimiento de América. Una interpretación basada en la idea del “hambre crónica” que supuestamente padecían éstos, y que fue una invención de los españoles construida a raíz del impacto que les causó la constatación de la ausencia de ganado domesticado en las tierras recién descubiertas. (Gerbi, 1978, pp. 335-336). Esa relación entre la idea del hambre crónica y la falta de ganado domesticado es crucial para analizar el tema sugerido, y lo es porque el enfrentamiento entre españoles e indígenas estuvo signado por la confrontación entre dos modelos alimentarios radicalmente opuestos. Por un lado, el de los españoles y europeos en general, carnívoro, al grado de identificar la civilización con esa tendencia alimenticia; y por el otro lado, el de los indígenas, cuasi vegetariano, para quienes el consumo de alimentos a base de carne no tenía el sentido de privilegio que le daban los europeos y tampoco el sentido de satisfactor nutricional imprescindible.

El análisis del estado de la cuestión sobre ese tema resulta pertinente por algunas publicaciones hechas desde finales del siglo XX, pero sobre todo en lo que va del presente siglo, que problematizan las interpretaciones más comúnmente aceptadas.2 De ese tipo de interpretaciones, mención especial merece El banquete humano, libro publicado en 2008 por el antropólogo español y doctor en ciencias, Luis Pancorbo. Su tendencia a mantener vigentes las interpretaciones coloniales dan pie para una amplia discusión, por lo que sobre esta obra gira buena parte de mi argumentación, porque aun cuando el subtítulo de la misma dice que ésta es “una historia cultural del canibalismo”, lo cual sugiere un estudio sobre el canibalismo en el mundo - y hay que decir que el índice parece corroborarlo-, en realidad se trata de una apología de los conquistadores, expresada en la constante referencia a la antropofagia en América a lo largo de casi todo el libro.3

El estado de la cuestión

La pura expresión “canibalismo”, usada en el subtítulo de El banquete humano, sugiere ya de entrada la tendencia apologética de la conquista de España en América desarrollada por Pancorbo, porque si bien “antropofagia” es un término acuñado desde la época antigua de Grecia, para referirse a los pueblos que vivían más allá del Mar Negro y que se suponía que consumían carne humana, (Chicangana-Bayona, 2008, p. 160; Martínez Moreno, 2013, p. 121) la palabra “caníbal” por su parte fue una invención de Colón propiciada, entre otras cosas, por su supuesto entendimiento de las expresiones de los arawak que éste encontró, en su arribo a la zona insular del mar Caribe. (Vignolo, 2005, p. 153; Moros Peña, 2008, p. 15). Para los arawak, caniba designaba a sus enemigos los caribes. Pero para Colón, que había usado el vocablo antropófago en el relato del domingo 4 de noviembre de 1492, antropófago y caníbal acabarían por ser sinónimos desde que supuestamente le hablaron de hombres con un ojo y otros con hocicos de perro. (Chicangana-Bayona, 2008, pp. 154 y 158; Le Breton, 2009, p. 396). Es evidente al respecto que Colón simplemente retomó aquella imagen helénica que era propia en el entorno medieval del que venía y que Marco Polo había llevado al extremo en su obra Il milione, donde describió a los nativos de las islas Angaman (o Andaman) como gente que no hacía asco a carne alguna, “pues comen carne humana. Sus hombres son muy monstruosos, pues hay unos que tienen cabeza de perro y ojos parecidos a los caninos.” Así, al creer que estaba en Asia, Colón hizo suyas esas características para adjudicárselas a los nativos americanos. (Aguilera Calderón, 2015, p. 17). Por ese imaginario construido bajo la influencia de autores como el ya citado Marco Polo, sir John de Mandeville (Mandavilla o Mandavila) (Libro de las maravillas del mundo) y Pierre D’Ailly (Imago mundi), en América, Colón encontró a esos cinocéfalos de los que tanto hablaban dichos autores. Poco importa que tres días después de registrar el vocablo caníbal, éste se haya inventado otra dudosa etimología al asociar a los “Caniba” con la gente del “Gran Can”, el Soberano de Catay y de las Indias Superiores”, (Vignolo, 2005, p. 155) porque caníbal sería su marca registrada, el término que se emplearía desde el viernes 23 de noviembre de 1492, cuando Colón lo dejó asentado en sus Diarios para referirse a los indígenas del continente recién descubierto. Esa fue la primera vez que en un documento europeo se hacía mención al término caníbal. (Chicangana-Bayona, 2008, p. 154).

Lo más significativo de todo esto es que al parecer ni Colón ni Vespucio u otros cronistas atestiguaron jamás lo que referían, ya que escribieron basados en testimonios de terceros sobre sus enemigos. (Chicangana-Bayona, 2008, p. 166). Pancorbo (2008) mismo reconoce que Colón nunca estuvo en una isla llamada Carib, y que tampoco vio nunca un caribe comiendo a un taíno, “ni siquiera en la isla Guadalupe, donde los españoles mantuvieron las primeras refriegas contra los caribes en el curso del segundo viaje de 1493.” Por eso, para subsanar el inconveniente de que no gusten los relatos de Colón, Pancorbo propone que se usen los de Américo Vespucio, de quien toma el testimonio de que los indígenas se comían unos a otros en las batallas tras afirmar: “de la carne, la humana es entre ellos alimento común. Esta es cosa verdaderamente cierta: pues se ha visto al padre comerse a los hijos y a la mujer: y yo he conocido a un hombre, con el cual he hablado, del que se decía había comido más de trescientos cuerpos humanos.” (pp. 194 y 206-207). Si Vespucio también escribió de oídas y no fue testigo presencial de este tipo de cosas, lo significativo en todo caso es que la referencia de Pancorbo es una muestra que refleja su peculiar concepción del quehacer historiográfico y el uso ideológico que hace de éste, como iré dilucidando a lo largo de este trabajo.

Aunque al iniciar su estudio Pancorbo (2008) enfatiza que no pretende adherirse a ninguna perspectiva que explique la antropofagia, y ni siquiera proponer una hipótesis al respecto, pues tiene claro que existen diversas causas generadoras de la misma, en realidad lo que hace es una especie de declaración de principios con la que contradice lo que acaba de decir, al afirmar que pese a sus diversas interpretaciones, lo cierto es que la antropofagia “ha sido una expresión de la más alta hipocresía religiosa, máxime cuando apela a que se come divinidad mediante los cuerpos humanos.” (pp. 4 y 7). Esta es una declaración de principios, porque está planteada al inicio del primer capítulo de su primera de cuatro partes en que está dividida la obra. Un capítulo en el que supuestamente se hablará de las “varias barbaries” habidas en el mundo, pero que en realidad se dedica a darle cuerpo a su afirmación, aludiendo específicamente al continente americano. De entrada, trae a colación a un cronista “de la talla de Pedro Mártir de Anglería”, para dar cuenta de “las barbaridades de incas, mayas y aztecas” (pp. 9-10) y en buena medida para desmontar eso que Pancorbo llama “una perspectiva de la izquierda latinoamericana”, que en el siglo XX negó el canibalismo de los pueblos amerindios por considerarlo “un subterfugio para respaldar la conquista y opresión.” Se refiere a la tesis de Roberto Fernández Retamar (Calibán: apuntes sobre la cultura de nuestra América) planteada en 1971, y a la que antes de él planteara Julio César Salas (Etnografía americana. Los indios caribes: estudio sobre el origen del mito de la antropofagia) en 1920. Más incisiva resulta la crítica de Pancorbo al trabajo del antropólogo norteamericano William Arens, a quien cita repetidas veces a lo largo del texto, y quien en 1979 con The man-eating mith se sumó a la negación del canibalismo proponiendo la “insostenible tesis”, como dice nuestro autor (y quizás sólo en eso estamos de acuerdo), “de que el canibalismo es una ficción arrastrada en el tiempo, una idea que nunca ha sido fehacientemente demostrada.” (pp. 12 y 15).

Lo curioso es que para Pancorbo no es desconocido que esa negación no era nueva, sino que había venido planteándose desde los inicios de la época colonial, así como tampoco desconoce los argumentos que contradicen sus propias tesis que defiende en El banquete. El capítulo dos, es interesante en este sentido, pues se supone que tratará del “caníbal occidental” y termina trayendo a colación nuevamente a Arens, para luego retomar algunas fuentes francesas que dan fe de que “las modalidades antropofágicas de los indios de Suramérica” se dieron en realidad. (pp. 20 y 25). De las fuentes francesas cita a Jean de Léry, un hugonote que estuvo en Brasil y publicó en 1578 el libro Historia de un viaje hecho en la tierra del Brasil. Léry, nos dice nuestro autor, fue no sólo uno de los primeros europeos en conocer a la tribu de los tupinambás, “sino el primer detractor de la acusación de canibalismo hecha a los indios.” Además, explicó la antropofagia de los indígenas como un acto de venganza y no tanto como un problema de necesidad nutricional, que como veremos es la tesis que siguen sosteniendo autores como Pancorbo. Antes que Léry, André Thevet, un monje franciscano, explorador, cosmógrafo y escritor, había dado a la luz dos textos que fueron clave para Léry: Singularitez de la France antarctique, en 1557, y Cosmographie universelle, en 1575. En esas obras, Thevet había ya relativizado la supuesta maldad de los caníbales comparándola con la maldad propia de algunos cristianos (españoles y portugueses), un aspecto que parece calar hondo en nuestro autor. (pp. 25-26). Eso se percibe cuando Pancorbo narra la experiencia de Léry a su regreso a Francia, donde en 1573 se topó “en su propia tierra con terribles historias caníbales, como las ocurridas en Sancerre, donde una familia se comió a su hijo muerto. Hambrunas y guerras de religión se aliaban en el norte de Francia y otras regiones europeas, tan lejos de los calientes bosques brasileños, para devastar el sentido humano, no sólo el sentido cristiano de la Historia y del mundo.” (pp. 2008, 29).

La referencia a la antropofagia en Francia en el siglo XVI la hace Pancorbo en el capítulo dos y en el capítulo once (Primera parte), se refiere a “las nefandas partes”, porque se habla de antropofagia no por el consumo de carne humana sino por el consumo de elementos como el semen de bacalao, semen humano, heces, orina o sangre catamenial, todo lo cual le merece el calificativo de “freakishness” y lo explica como prácticas que se han “cebado en muchas clases de religión”. La importancia de aludir a ese capítulo once en particular no es tanto por lo que trata, sino por cómo lo trata, pues como no queriendo la cosa Pancorbo filtra de nuevo el caso de los pueblos amerindios con el argumento, dice, de que “no se trata de volver a incidir en los sacrificios humanos, ni en el volumen que adquirió el canibalismo ritual en el Imperio azteca o en la cultura polinesia. Se trata ahora de las propensiones alimenticias escatológicas colindantes con el canibalismo que ha habido a lo largo de muchas centurias y en muchas religiones y culturas.” (p. 111). Claro que para Pancorbo hay de religiones y culturas, pues del “cristiano Occidente” como le llama, dice que “evolucionó, prosperó y se hizo cada vez más amante de la verdad, sin olvidar alimentarse mucho con cerdo, ya fuera en codillo, en morro, en prosciutto, en tantas variantes.” Por eso, “apenas hubo comida segura, dinero y poder, el canibalismo y la magia de los otros fueron mirados por encima del hombro. Antes hubo que pasar por muchas épocas oscuras y por muchos adobos criminales, no sólo por prejuicios.” (pp. 118-119).

Es decir, que pasada la época medieval el canibalismo era ya cosa del pasado en la Europa occidental, con todo y que Pancorbo registra casos como el francés mencionado antes. De hecho, el capítulo veinticinco con el que inicia la cuarta parte de su obra, dedicada a hablar del canibalismo “en otros continentes”, lo dedica a Europa, precisamente, y es una joya por la negación contundente que hace de la antropofagia en este continente. Inicia el capítulo, diciendo: “Europa juega en el canibalismo el papel de la dama pudibunda. El canibalismo es, siempre y exclusivamente, de los bárbaros, extraeuropeos, por supuesto salvajes de otros continentes.” Es cierto, dice, que ha habido casos de antropofagia en Europa, “y no pocos en épocas de hambrunas, algunas de ellas registradas en la Edad Media en unión de pestes y calamidades. Sin embargo, todo eso se ha tamizado por la luz de la excepcionalidad, considerándolo una antigualla más que no conviene remover. Ya ha puesto Lévi-Strauss el dedo en la llaga al recordar que ‘la práctica del canibalismo, allí donde existe, no parece jamás ser la regla’.” En el siguiente apartado volveremos brevemente sobre Lévi-Strauss, para contradecir algunas afirmaciones de Pancorbo. Por lo pronto agreguemos que para señalar donde sí se puede considerar regla el canibalismo, éste trae a cuento otra vez a las poblaciones de Nueva Guinea, de América del sur, particularmente los Tupinambás, porque los europeos, asegura enfáticamente nuestro autor, “no son caníbales, en lo que se refiere a pueblos enteros, tal con excepción de los vampiros, porque los varios Hannibal Lecter entran más bien en las singularidades psiquiátricas de la antropofagia universal.”4 (pp. 271-272). España, por supuesto, sale aún mejor librada. Al hablar de este país, Pancorbo se sale por la tangente al mencionar a lo que llama “las lamiñak”, mujeres medio peces o bien mujeres mitad aves. Pero fuera de esos seres mitológicos, dice, “en España una buena parte de supersticiones y falsas acusaciones sobre el canibalismo recayeron sobre judíos y judaizantes.” Aquí también los caníbales en todo caso son los otros, no los españoles, como los gitanos, que son los que “se llevaron la palma en el tema de la antropofagia española.” Más que prejuicios contra ellos, Pancorbo asegura que existen testimonios que “son por desgracia verdaderamente irrefutables, al ser los mismos gitanos antropófagos quienes declaran por su propia voluntad, es decir, sin sentirse presionados por malos tratos o torturas.” (pp. 280-281).

Dejemos para el siguiente apartado los casos de la antropofagia en Europa y subrayemos, por lo pronto, el hecho de que a Pancorbo le importa sobre todo discutir las dos principales explicaciones acerca del canibalismo de los indígenas: una que lo relaciona con lo ritual, lo religioso, o en su defecto como una práctica cultural ligada muchas veces a un ritual de venganza, y otra que lo vincula a la supervivencia. De la primera de estas explicaciones dejaron constancia diversos autores de la época colonial misma, siendo versiones que contradicen absolutamente la postura de Pancorbo. Ya el historiador portugués Oscar Calavia,5 entre otras cosas ha explicado que Bernardino de Sahagún, con todo y ser considerado la “principal fuente respecto al canibalismo azteca”, en realidad no demuestra en su obra “gran asombro en relación al canibalismo.” De hecho, asegura Calavia: “El principal estigma esgrimido contra los aztecas -o más exactamente contra sus sacerdotes- es el de sacrificadores, no de caníbales, que sigue al primero apenas como una sombra.” En general, ningún cronista “deja espacio para un tratamiento no-religioso del enemigo, y su información puede ser mejor entendida como un juicio sobre diferencias éticas del consumo aplicadas a una misma práctica.” (Lazcarro Salgado, 2015, p. 3; Aguilera Calderón, 2015, p. 28).

Entre los autores europeos de inicios de la época colonial encontramos a André Thevet, un autor reconocido por el propio Pancorbo. Por un estudio de Paolo Vignolo, (2005) sabemos que Thevet habría sido uno de los escritores más influyentes en cuanto a desvincular el canibalismo de los indígenas americanos de la mera necesidad nutricional, porque encontraba en el acto antropofágico un “carácter sacrificial”, lo que de manera embrionaria contenía la idea de que detrás del canibalismo había una motivación religiosa. (pp, 168-169). Sin embargo, esa perspectiva mediante la cual incluso entre los misioneros se enseñaba “a cultivar la idea de la antropofagia como hecho simbólico, basado en una lógica vengativa y en unas estructuras rituales específicas según el contexto cultural”, desde la misma época del Renacimiento se vio confrontada con la corriente dominante en el pensamiento moderno, que se decantaba “más bien por la hipótesis de una antropofagia de necesidad.” Según Paolo Vignolo, sería “a partir de Cardan [que] la filosofía natural acredita la imagen del canibalismo como una exigencia nutritiva mascarada de una ritualidad salvaje, típica de gente aún esclava de una naturaleza que no sabe dominar (…) La visión materialista de Cardan -que busca en la falta de carne roja en el nuevo continente la razón de ser de odios y guerras perpetuas que afligen a los indios- va a ser explotada a fondo por los pensadores de los siglos siguientes.” (pp. 184). Si bien Vignolo no da más datos sobre Cardan -por lo que intuimos que quizás alude a Gerolamo Cardan (1501-1576), médico, filósofo, matemático, astrólogo e inventor italiano-, lo cierto es que dicha perspectiva llegó a ser la predominante desde entonces en las interpretaciones ofrecidas por diversos estudiosos del siglo XX y el actual.

Pancorbo (2008) se adscribe por completo a esa interpretación. No por nada, en el capítulo veintitrés, en el que aborda ahora sí de manera expresa, aunque ya lo ha hecho en los anteriores capítulos, “el debatido canibalismo de mexicas y aztecas”, se apoya en Marvin Harris para cuestionar a la secretaría de turismo mexicano por tratar de ocultar, dice, “la naturaleza monstruosa de la religión azteca, alegando que los prisioneros anhelaban someterse al cuchillo porque consideraban un honor ser devorados por los dioses.” Y es que, siguiendo a Harris, Pancorbo alega que: “El azteca era un imperio con los pies de barro, dado que carecían de cabañas de vacas, y de piaras de cerdos, y no aliviaban la cosa los pavos y los perros.” De acuerdo a nuestro autor, la autoridad de Harris deriva de que se apoya a su vez en el que define como “el competente antropólogo Michael Harner”, quien identificaba “la carencia de herbívoros” “con la extensión del canibalismo azteca.” Por eso es que fueron, “pese a tanta duda, ‘los campeones mundiales en la práctica del sacrificio humano’.” Para convencernos de semejantes ideas, Pancorbo cita la sentencia de Harris según la cual “la mayoría de los estudiosos aceptan incluso que los aztecas fueron caníbales consumados”, una sentencia muy discutida, por cierto. (pp. 255-256).

Como dijimos antes, de las explicaciones existentes acerca del canibalismo, a Pancorbo le parece necesario antes que nada “diferenciar y separar enseguida”, lo que “es canibalismo por un lado y sacrificios humanos por otro.” (pp. 40-41). Por tal motivo, dedica el capítulo cinco a hablar del factor que implica la “falta de comida”, en tanto que condicionante del canibalismo, ya que el sacrificio y la supervivencia son para él “los grandes amarres de la cuestión.” Su propósito como hemos visto, es cuestionar la tendencia a “revestir el canibalismo de ropas sacrificiales dándole un tono solemne acorde con rituales, costumbres y hábitos en los que comer carne humana apenas suponía la guinda de un complejo entramado.” En todo caso le parece más natural el canibalismo por supervivencia, porque como dice “ha tenido si cabe una extensión mayor en la imaginación humana.” (p. 49). De la antropofagia de supervivencia, Pancorbo propone un argumento por demás significativo. Para la llamada cultura occidental, el origen de la práctica a recurrir al canibalismo en situaciones de crisis alimenticia estaría justificado en la Biblia misma, pues como dice nuestro autor, “en este terreno la Biblia tenía menos remilgos y más brutalidad, como se ve en el pasaje del Nuevo Testamento: ‘Y comerás el fruto de tu vientre, la carne de tus hijos y de tus hijas que Jehová tu Dios te dio, en el cerco y en el apuro con que te angustiará tu enemigo’. (…) Incluso la mujer devorará a los hijos que pariere, ‘…pues los comerá escondidamente, a falta de todo, en el cerco y en el apuro con que tu enemigo te oprimirá en tus ciudades’. Jehová aparece ahí como un Dios que ni siquiera exime al hombre y a la mujer de la mayor barbaridad alimenticia.” (pp. 56-57).

Este es un aspecto fundamental en la discusión que nos ocupa, porque la idea del asedio como justificación de la antropofagia contradice sustancialmente la postura según la cual los indígenas recurrían a ella por falta de proteína animal. El caso del asedio de los españoles a los aztecas es más que ilustrativo al respecto. Ya el sacerdote liberal decimonónico Agustín Rivera (1900) puntualizó, que durante el cerco español a Tenochtitlán éstos preferían morir como moscas, a causa del hambre producida de esa manera, antes que comerse a sus compañeros muertos y además acusó a los españoles de ser quienes en realidad recurrían sin reparos a la antropofagia a la menor oportunidad. Para demostrar su aserto, Rivera afirmó que todavía en el siglo XVI tal práctica, como medio de supervivencia en España, se hallaba avalada por la “Legislación y Principales Cuerpos Legales de los Reinos de León y Castilla”, que en situaciones de hambre permitía comerse hasta a los hijos propios o a la esposa. Mientras que los aztecas, dice Rivera, no comían carne humana “por barbarie, sino por fanatismo, porque creían, como creían los civilizadísimos griegos, los civilizadísimos romanos i se ha creído en todas las religiones del mundo, que para la perfección del sacrificio era necesaria e indispensable la participación de la víctima.” (pp. 49-50, nota 4; Ortiz de Montellano, 1979, p. 163; Friederici, 1987, p. 218). Incluso algunas historiadoras de finales del siglo XX han aludido a la antropofagia de supervivencia de los españoles. Ivonne Mijares (1993) menciona nada más y nada menos la sucedida en Andalucía en 1521, (p. 41) y Sonia Corcuera (1990) cita a Juan del Encina (1468?-1529), quien en un mal poema escribió: “Y en Niebla con hambre pura/otra madre a un hijo muerto/también sacó la asadura/y ensí la dio sepultura/que diz que la comió cierto./¡O cosa de mancilla/de gran compasión y duelo, que se me eneriza el pelo/ en contalla y en oilla!” (p. 37).

Quizás Pancorbo (2008) desconoce esa información, pero en todo caso la misma contradice lo que ha dicho sobre el canibalismo europeo, en cuanto a la negación de su práctica. Si bien cita a Montaigne, para decir que a éste le resultaba más bárbaro “comer un hombre vivo que uno muerto”, (p. 10) se cuidó muy bien de retomar las ideas fundamentales de ese filósofo y humanista francés, en particular aquella en la que define a la barbarie como algo que “depende del punto de vista: es una cuestión de corrupción de costumbres más que de costumbres diferentes a las nuestras.” Para Montaigne, el verdadero salvajismo “no es jamás el fruto salvaje, sino el fruto natural que ha sido corrompido por los artificios de los hombres.” Bajo esos principios invocaba el origen cultural y no natural del canibalismo. Para él, “el verdadero salvaje es el antropófago que come a sus semejantes por necesidad, tal como los europeos en sus ciudades asediadas, o el que quema a sus enemigos todavía vivos, utilizando prácticas culturales corrompidas y degeneradas.” En ese contexto, “el que devora por venganza” le merece a Montaigne admiración y respeto, pues siguiendo su cultura sólo está obedeciendo a “la Madre Naturaleza”. Lo importante para Montaigne era en resumidas cuentas el signo y el valor simbólico del acto antropofágico, más que “las exigencias alimenticias”. (Vignolo, 2005, pp. 175-176).

No obstante conocer esos puntos de vista, Pancorbo (2008) no tiene reparos en reconocer que en América los españoles se vieron orillados a la antropofagia de supervivencia, dando cuenta del hallazgo del historiador inglés Hugh Thomas (2003), quien a su vez en Oviedo encontró el dato de que los españoles se comían a los indios. De entrada, como en el caso de la negación de la antropofagia en Europa, ahora nos prepara para relativizar y suavizar la experiencia de los españoles. Uno de esos casos sucedió en 1505, con la expedición de Juan de la Cosa y Juan de Ledesma, cuando “tres españoles capturaron y mataron a un indio al que luego hirvieron”. De inmediato se apresura Pancorbo a encontrar argumentos que de alguna manera justifiquen esos actos para quitarles su posible estigmatización. En ese caso, la explicación que ofrece es que el hambre define los tipos y según él ese fue desde luego el tipo de antropofagia española: “La cuestión [agrega] sería dejarse de adjudicar bondades y malicias entre blancos e indios en medio de un choque de armas y mentalidades. Eso no quita el hecho de que los indios, antes de los españoles, comían indios.” (pp. 206). Aquí la cuestión es que, precisamente, porque los españoles llegaron a comer indios, generaron en éstos la impresión de que los caníbales eran aquellos, (Yanes, 2016a) un aspecto muy poco estudiado hasta ahora.

Otro caso que retoma Pancorbo (2008) de Pedro Mártir, a quien le dedica el capítulo veintiuno de su obra, por su “innegable habilidad a la hora de contrastar crónicas, examinar los más variados datos de los cronistas y extraer a la postre los mejores jugos”, es el del hambre que pasaron los españoles de Nicuesa tras su abandono en Veragua y que los obligó a comer carne de los indígenas muertos. “Palabras mayores, y graves en el tema que nos ocupa”, dice nuestro autor, para quien ese dato “es concluyente sobre la posibilidad de un canibalismo español a daño de los caribes.” Esa y la de Oviedo son las únicas referencias que dice Pancorbo haber encontrado acerca de que los españoles tuvieron que recurrir al canibalismo, “y además de indios.” Lo interesante es el matiz tomado de Mártir, pues en este caso, a diferencia del anterior antes citado, los españoles encontraron a “un indígena muerto por sus compañeros y ya pútrido; lo descuartizaron secretamente, y cociendo sus carnes mataron por entonces el hambre, cual si comieran pavos”. Esto que escribió Mártir un 4 de diciembre de 1514, es para Pancorbo “la fecha más verosímil a la hora de situar el canibalismo hispánico, y asimismo la cara más oculta del descubrimiento, la menos sujeta a investigación y pruebas”. Más interesante aún y hasta sorprendente es que si bien Pancorbo ha cuestionado a William Arens, entre otras cosas por no “encomendarse al estudio exhaustivo de la verdad histórica”, a propósito de esos casos pone énfasis en la necesidad de “pensar que en todo tiempo la prueba del canibalismo ha sido ardua de establecer por la ausencia de testigos fiables, directos, presenciales. Demasiadas veces se ha atribuido la existencia de canibalismo a algo que alguien oyó de alguien que lo observó. Ahí cobran sentido las objeciones de Arens sobre la falta de certidumbre documental en muchos de los relatos con tinte antropofágico.” (pp. 218-219).

El uso acrítico de las fuentes de parte de Pancorbo queda de manifiesto también al tratar de las crónicas coloniales. De particular importancia es el tratamiento que le da a la obra de Mártir. Aunque sabe que escribió de oídas, a Pancorbo le parece una autoridad cuando afirma que “‘el forastero es el educado occidental que nunca es caníbal, salvo por extremísima necesidad, y ellos en cambio [los caribes] eran ‘bárbaros desnudos y tan valientes’.” El relato de Mártir, “tan canónico en las ideas y tan serpenteante en los hechos”, como lo califica Pancorbo, le permite decir: “El canibalismo azteca alcanzó altas cotas de sofisticación, eso siempre y cuando se lo dé por verdadero, no inventado por los cronistas. Pero son demasiados los testimonios, los recuentos, las crónicas y los detalles como para pensar que aquella antropofagia de la Nueva España fue una invención española para denigrar a unos vencidos que, a cambio, les entregaban todo un mundo manchado por sus nefandos pecados. La táctica de negar o derogar el canibalismo, en este caso azteca, por carecer de - supongamos- un video que lo registrara, no pasa de constituir un postrer intento de salvaguardar los intereses de una antigua cultura por encima de montañas de evidencias.” (pp. 222, 226, 228). Una de tales evidencias la toma nada más ni nada menos que de Marvin Harris, quien apoyado en los cronistas españoles se dio el lujo de hablar de “sacerdotes-carniceros” dedicados cotidianamente a arrancar corazones y lanzar a las víctimas por la escalinata, siguiendo Harris en este caso a Bernal Díaz del Castillo (pp. 2008, 253).

Me atreveré incluso a mencionar acerca del uso poco objetivo de la historia en que incurre Pancorbo, el hecho de que vincule como lo hace, a la obesidad con el canibalismo, porque la considera como “la otra cara” de éste; sobre todo que lo haga en un capítulo (el veintidós), en el que se propone hablar de los Naufragios de Cabeza de Vaca. (p. 239). O que conciba como caníbales a las yeguas de Diomedes, el rey tracio de un pueblo llamado los “bístones”, al que en su octavo trabajo Hércules le arrebató sus yeguas “especiales” porque “se alimentaban con carne humana”, a las que Hércules les dio a Diomedes mismo como alimento. (pp. 142).

En todo caso, lo que me parece que se hace evidente con la crítica al canibalismo de los indígenas americanos, es la proyección de una censura que pareciera necesario aplicar a los otros cuando en éstos se ven reproducirse esas prácticas que resultan horrorosas. De hecho, a los europeos parece fascinarles el acto antropofágico, al reconocer que la religión católica misma está impregnada de la sangre de su propio Dios, centrada sobre el sacrifico expiatorio de la eucaristía. Las interpretaciones culturales de André Thevet sobre la antropofagia supusieron la colocación del caníbal en la disputa teológica alrededor de la transubstanciación, “que opondrá duramente a los católicos y calvinistas en el curso de las guerras religiosas.” (Vignolo, 2005, p. 169; Moros Peña, 2008, p. 17). Incluso católicos como el padre José de Acosta compararon la eucaristía con el canibalismo indígena. Así, en su Historia natural y moral de las Indias, publicada en 1590 fue el primero en llamar “hostia”, con todas las letras, a la víctima de los sacrificios caníbales aztecas (Pancorbo, 2008, p. 29). Pancorbo soslaya la obra del padre de Acosta porque este apoya la explicación religiosa o ritual como la causa de la antropofagia indígena.

La proyección de la censura aludida antes ha sido ya explicada en otros términos por Frank Lestringant 1994, cuando atribuye lo legendario a una familiaridad escandalosa. Esto porque al encontrar la equivalencia buscada entre el más allá lejano y el más acá próximo, se “vuelve a proyectar sobre el canibalismo americano un modelo culinario europeo, que encuentra mórbidos ‘salazones’ en las piezas de carne humana conservadas y suspendidas del techo de las cabañas, o que inventan inexistentes asadores donde las víctimas se asan a fuego lento’.” Lestringant encuentra que las prácticas antropofágicas se parecen a los quehaceres domésticos del campesinado europeo. “La carne [dice] se vuelve un ingrediente exótico de una receta de cocina: ‘trozos de carne humana cocida, con otras de papagayo y de pato, clavadas en asadores para asarlas’. También la descripción que el francés Thevet nos hace de la ceremonia de preparación, muerte y deglución de la víctima de los antropófagos brasileños, procede de prácticas culinarias reservadas para la carne de cerdo en la cultura gastronómica del viejo continente” (Vignolo, 2005, p. 165).

Por supuesto que estos son aspectos que para los europeos era poco menos que imposible apreciar en su justa dimensión en la época del descubrimiento e incluso durante el llamado periodo colonial. Para la mayoría de ellos, y particularmente para los españoles, lo que estaba claro era la necesidad que sentían de combatir el canibalismo de los indígenas. Ya desde Colón había quedado establecida la distinción entre indios feroces, los caníbales, y los indios edénicos, los que eran aptos para la conversión y la sumisión. No obstante, para los primeros conquistadores todos los indios eran susceptibles de ser reducidos a esclavitud, lo cual indujo a la reina Isabel a reconocerlos como súbditos de la Corona. Para entonces, sin embargo, existía ya una resolución real de 1495, reafirmada en 1501, que reconocía la guerra “justa” contra los caribes caníbales y lo justo que era extirpar el canibalismo. De esa manera, esa práctica trazó “una línea divisoria entre aquellos que pertenecen al género humano y aquellos que son relegados a los confines de la humanidad, a causa de sus costumbres aberrantes. No sorprende entonces que las denuncias de actos de antropofagia se extiendan como mancha de aceite, hasta caracterizar al continente entero.” (Vignolo, 2005, p. 162). Ante esas circunstancias, la Corona española no tuvo más remedio que ceder y expedir el 29 de agosto de 1503 una real cédula que decretaba oficialmente el derecho a hacer cautivos y a vender como esclavos a los indios que practicaban la antropofagia. (Aguilera Calderón 2015, p. 19; Chicangana-Bayona, 2008, p. 161; Yanes, 2016b).

Entre antropófagos te veas

Respecto a la proyección cultural sobre los horrores que les provocaba a los españoles y europeos en general la antropofagia de los indígenas americanos, aun habría que agregar un aspecto que en autores como Pancorbo ni siquiera se plantea como problema. Me refiero a la antropofagia de los propios europeos, pero ahora no esa antropofagia que tiene que ver con la supervivencia, sino una en la que intervenían tanto gustos seculares como preocupaciones sanitarias, el “canibalismo medicinal”. Al respecto ya el antropólogo y sociólogo francés David Le Breton (2009) ha dicho: “Si los europeos asumen una actitud indignada a la hora de denunciar el horror del canibalismo, están olvidando que los remedios hechos a base de materias humanas son una práctica corriente en esa época.” (p. 397). No deja de ser significativo a propósito de esto, que en lo que va del siglo sean precisamente investigadores europeos quienes han publicado estudios en ese sentido. Dado que por diversas razones ha sido difícil consultar esas publicaciones, me permito solamente citarlos y retomar de las reseñas publicadas en internet, algunas ideas y datos que nos permiten establecer el contraste que implica la proyección cultural a la que me he referido.

En 2011 fueron publicados de Richard Sugg, el libro Mummies, cannibals and vampires: The history of corpse medicine from Renaissance to the Victorians y de Louis Noble, Medicinal cannibalism in early modern english literature and culture. Para Sugg, cuando se habla de canibalismo americano suele ignorarse el hecho “de que los europeos consumían carne humana”. Mientras la realeza inglesa, la nobleza, el clero y las clases acomodadas denunciaban a los caníbales del Nuevo Mundo, ellos “hacían lo mismo, bebieron y usaron polvo de momia egipcia, grasa humana, carne, huesos, sangre, cerebro y piel”.6 De acuerdo con Sugg, la medicina de cadáveres fue muy popular en Europa durante siglos, y no como algo marginal y secreto. Surgida probablemente en la época medieval, esa práctica “se prolongó entre los ilustrados hasta mediados del siglo XVIII y probablemente alcanzó su esplendor a finales del XVII, precisamente cuando comenzaba la Revolución Científica” (Yanes, 2016b).

Por su parte Louis Noble, profesora de literatura inglesa de la Universidad de Nueva Inglaterra (Australia), también considera que “la idea del caníbal ‘era una parte de un intento más amplio de construir a los habitantes originales del Nuevo Mundo como salvajes primitivos e incivilizados, inferiores a los supuestamente civilizados europeos cristianos, como justificación de la civilización.’” Algo que le parece paradójico teniendo en cuenta que en la vieja Europa medieval floreció el comercio de remedios terapéuticos que incluían partes humanas. “El uso del cuerpo humano para fines médicos puede verse como una forma de canibalismo que estaba muy extendida en la cultura europea de los siglos XVI y XVIII”. Según esta autora, todavía en 1910 un catálogo farmacéutico alemán incluía momia entre sus productos. (Yanes, 2016b; Cera, 2018).

En otro sitio se hacer referencia al libro del zoólogo Bill Schutt, Canibalismo: una historia perfectamente natural, libro que “obliga a replantear las nociones preconcebidas en la materia”, como el asociar el canibalismo “con situaciones extremas de hambruna, casos criminales o personas con serios trastornos mentales.” Si bien no se especifica el año de edición y no fue posible corroborar ese dato, el estudio apunta en una dirección similar a los anteriormente citados. En el siglo XVII era común la “hematofagia” en Europa. “El autor [se lee en el artículo], asegura que tal era la popularidad de la costumbre, que al momento de llevarse adelante las ejecuciones públicas ‘se podía ver a los epilépticos parados cerca con una copa en la mano, listos para reclamar su vital elixir rojo.’” En entrevista para el New York Post, Schutt afirmó que “reyes y plebeyos que habitaban el ´viejo mundo’ alrededor del 1600 consumían rutinariamente carne humana, así como tripas y otras partes del cuerpo. ‘Lo hicieron sin culpa durante cientos de años’, recalcó Schutt, quien además agregó que el consumo de sangre se hacía en ocasiones en formato de un polvo combinado con otros ingredientes, fórmula prescribida (sic) por médicos ingleses incluso hasta bien entrado el siglo XVIII.” Fue tal la popularidad que alcanzó el “canibalismo médico” en la Europa del siglo XVII, “que se experimentó un auge en las ejecuciones públicas a lo largo del continente, con cuerpos de prisioneros desmembrados por los interesados cuando éstos todavía se encontraban respirando.” (“La historia muestra que el canibalismo era ‘normal’ en Europa” (Villar, 2017).

Así pues, parece ser, como a su vez ha señalado Le Breton, (2009) que hasta el siglo XVIII la medicación con base en carne humana suscitó pocas controversias en el mundo europeo. La cuestión es que, si el trabajo del tiempo y el cambio de las mentalidades, como dice, “condujeron a la repulsión hacia estas medicinas que, sutilmente en la tradición científica, dejaron de ingerirse por la boca,” al final terminarían por “administrarse de manera menos ambigua por otras vías corporales (transfusiones sanguíneas, trasplante de órganos, uso de cosméticos con base en ingredientes provenientes de las placentas, etc.).” En ese sentido podría hablarse de cierta forma de continuidad del canibalismo en la actualidad representado por el trasplante, porque para Le Breton “es una forma moderna de incorporación caníbal. Se trata de apropiarse, gracias al órgano de otra persona, de la capacidad de vivir mejor o de prolongar la existencia. Por supuesto, el consumo de carne no se da en este caso. Sin embargo, entre los transplantados, se encuentra el mismo sentimiento de absorción de la fuerza o de las cualidades del otro” (pp. 400- 401).

Reflexiones similares a las de Le Breton, se encuentran en un ensayo de Claude Levi-Strauss, (2014) quien se pregunta “¿qué diferencia existe entre la vía oral y la vía sanguínea, entre la ingestión y la inyección, para introducir en un organismo un poco de la sustancia del otro?” Se podrá objetar, dice, que es el apetito bestial por la carne humana lo que convierte al canibalismo en algo horrible. Sin embargo, incluso en estos casos debe reconocerse la imposición de un deber religioso. Sea como fuere, dice, la diferencia “que uno estaría tentado de hacer entre una costumbre bárbara y una supersticiosa por un lado, y una práctica fundada en el saber científico por el otro, tampoco sería demasiado concluyente.” (pp. 132) Según este antropólogo, las modalidades del canibalismo son muy variadas: alimentario, político, mágico, ritual, incluso terapéutico. Tan es así que “uno termina dudando de que su noción, tal y como se la emplea comúnmente pueda ser definida con cierta dosis de precisión.” Por eso es que Lévi-Strauss afirma que el canibalismo en sí “no tiene realidad objetiva alguna. Es una categoría etnocéntrica; no existe sino a los ojos de las sociedades que la proscriben.” Sería, en ese sentido, una noción inventada, “para abrir aún más la brecha entre los salvajes y los civilizados” (pp. 134-135).

Conclusiones

Una de las conclusiones en este caso no podría ser más concreta. Para explicar las prácticas antropofágicas de los indígenas americanos, carecen de sentido las teorías que proponen la necesidad de proteína animal debido a las supuestas deficiencias de sus sistemas productivos de alimentos. Las explicaciones deben partir de considerar aspectos culturales más complejos, que de acuerdo a los estudios alejados de interpretaciones eurocéntricas tienen que ver con contextos rituales incomprendidos por la cultura occidental; esto sin descartar los casos de antropofagia por supervivencia, que pueden ser vistos como la excepción a la regla.

Donde no se puede hablar de excepción a la regla, es en el caso de la antropofagia practicada por los españoles y europeos en general en la misma época del llamado descubrimiento de América, y posteriormente. En estos casos no había un sentido ritual sino necesidades de supervivencia motivadas por el hambre, había incluso el deseo de ejercer el poder mediante la ilusión de encontrar la cura a diferentes enfermedades. De esto último se desprende, en buena medida, la continuidad de ciertas prácticas antropofágicas en nuestros tiempos, matizadas por modalidades ya no alimentarias sino sanitarias o medicinales.

Es por todo esto que es preciso seguir llamando la atención sobre las diferentes motivaciones para practicar la antropofagia, existentes los últimos quinientos años por lo menos. Para decirlo en términos que propone Sofía Reding Blase (2019), la idea del Salvaje, del caníbal en este caso, sigue influyendo en el discurso filosófico sobre el hombre americano, al igual que en saberes como la antropología o la sociología de la cultura. En buena medida estos saberes continúan reproduciendo imágenes que son representativas “de lo que aún hoy entorpece el diálogo ético intercultural: el amordazamiento y el borramiento del Otro” (pp. 18-19). Estas son cuestiones, sigue Reding Blase, que ha sabido utilizar “el Poder” para seguir sacando provecho “de la imagología del Salvaje, particularmente en contextos como el nuestro” (p. 37). Por todo esto resulta necesario seguir discutiendo la forma de interpretar o explicar la antropofagia practicada por los indígenas americanos, justo como hace Luis Pancorbo. Cuando se parte del esquema teórico dominante establecido desde finales del siglo XV se contribuye a mantener vigente un eurocentrismo que desde hace ya algunas décadas empieza a dar visos de caducidad.

Notas al pie:
  • 2

    La pertinencia de la revisión aquí propuesta es mayor si tenemos en cuenta que el 16 de enero de 2018 surgió en España la Fundación Civilización Hispánica con el objetivo, entre otros, de combatir la “Leyenda Negra” para dar a conocer “la inmensa obra civilizadora en España e Iberoamérica, así como en el resto del mundo” (Fundación Civilización Hispánica). En mayo de ese mismo año apareció en El País una nota donde los miembros de dicha fundación expresan su preocupación de que España sea vista a través de la Leyenda Negra, pues el mundo como dicen “cree que la conquista de América fue una mera masacre de indígenas. El mundo no ha entendido la grandeza de la civilización hispánica. El mundo no entiende a España.” Por eso acusan a Fray Bartolomé de las Casas como responsable de esa mala impresión, lo cual lo convierte según ellos en “el tonto útil en todo esto”. A la Fundación le preocupa por otra parte que España no haya sabido vender su imagen, como sí lo han hecho Francia, Inglaterra o los Estados Unidos, pues podría vender la imagen “de haber incorporado todo un continente a la civilización occidental, o la de haber salvado a las razas indias como las salvó…” (Hermoso, 2018) Aparece así la “teoría de la salvación” que ya estudié en mi libro citado al principio de la introducción de este artículo.

  • 3

    Sin ser muy exhaustivos por cuestión de espacio, cabe decir que la que la obra se divide en cuatro partes. La primera “Los hechos” aborda en ocho capítulos cuestiones generales sobre la antropofagia en el mundo; la segunda “Los mitos” trata en cinco capítulos los casos de culturas del llamado viejo mundo; la tercera “En el Nuevo Mundo” dedica seis capítulos al caso americano; y la cuarta “En otros continentes” retoma en cinco capítulos casos en otros espacios con exclusión de América. A lo largo de mi exposición se irá especificando las partes y los capítulos en los que se insiste en el caso americano, que como se verá no es sólo en la tercera parte.

  • 4

    En una tesis doctoral sobre arte y canibalismo, se dedica también un capítulo al tema del “Canibalismo europeo”, pero básicamente sólo se hace referencia al caso de Gilles de Laval, barón de Rais, más conocido como Gilles de Rais, un “caballero que combatió junto a Juana de Arco en la guerra de los cien años y fue elogiado por toda Francia a principios del siglo XV”. Refugiado en sus castillos años más tarde, de Rais realizó todo tipo de atrocidades con niños que iba secuestrando o reclutando de los alrededores. Se le atribuyeron poco más de 700 asesinatos, todos de niños, de los cuales “apartaba parte de la sangre obtenida con el degollamiento de los muchachitos, y la bebía afanoso ¡En el proceso se denunció que había llegado a beber la sangre directamente de las gargantas abiertas!” (López Izquierdo, 2016, pp. 131-132 y 142-144). Lo importante en mi propia argumentación, es que el autor de esta tesis, al igual que Pancorbo, termina hablando en ese capítulo del “canibalismo azteca”, al que ya le dedicó un buen espacio al hablar en otra parte de “canibalismo ritual azteca”, y lo hace de nuevo en la primera oportunidad.

  • 5

    Véase la traducción que hizo Israel Lazcarro Salgado (2015) del artículo de Calavia, titulado “O canibalismo azteca: releitura e desdobramentos”, publicado en el número 15 de la revista Mana, el año de 2009.

  • 6
Fuentes consultadas Publicaciones web (Páginas consultadas entre junio y septiembre de 2018)
Bibliografía y Hemerografía
  • Aguilera Calderón, R. (2015) La antropofagia en el nuevo mundo. De lo global a lo local en las crónicas del siglo XVI, Historia 2.0 Conocimiento histórico en clave digital, año V, número 9, junio, pp. 15-30.
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Historial:
  • » Recibido: 21/03/2019
  • » Aceptado: 12/02/2020
  • » : 25/03/2021» : 09/2020