Resumen:

En este artículo se analizan las causas de la fundación de El Defensor de la Religión (1827-1833, Guadalajara, Jalisco), uno de los periódicos católicos mexicanos más importantes de la primera mitad del siglo XIX. Se demuestra que el rotativo fue establecido por Pedro Espinosa y Dávalos (1793-1866) para contrarrestar la influencia de las ideas impías y regalistas que circularon en México a través de folletos, periódicos y libros prohibidos en la década de 1820. Se examina, por un lado, la frustración que generó en el clero la ineficacia del régimen de censura religiosa, y, por el otro, los primeros intentos del sector eclesiástico tapatío por combatir la supuesta impiedad mediante el financiamiento de opúsculos orientados al combate político. Se argumenta, finalmente, que El Defensor de la Religión fue fundado ante la necesidad de contar con un medio que permitiese al clero refutar de manera ordenada y prolongada las publicaciones que criticaban o proponían reformar la Iglesia.

Abstract:

This article analyzes the causes of the establishment of El Defensor de la Religión (1827-1833, Guadalajara, Jalisco), one of the most important Mexican catholic newspapers of the first half of the 19th century. I demonstrate that this newspaper was founded by Pedro Espinosa y Dávalos (1793-1866) in order to counteract the influence of impious and regalist ideas that circulated in Mexico through pamphlets, newspapers, and banned books in the 1820s. I examine, on one hand, how the ecclesiastical sector was frustrated by the ineffectiveness of the religious censorship regime, and, on the other, the first attempts of Guadalajara’s clergy to contest the presumed impiety by financing political pamphlets. I ultimately argue that El Defensor de la Religión was founded in response to the need to have a newspaper that would allow the clergy to refute in a systematic and constant way all the publications that criticized or proposed to reform the Church.

Palabras clave:
    • censura;
    • Guadalajara;
    • Iglesia católica;
    • periódico;
    • prensa;
    • siglo XIX.
Keywords:
    • Catholic church;
    • censorship;
    • Guadalajara;
    • newspaper;
    • press;
    • 19th century.

Introducción1

En este artículo se analizan los factores que explican la fundación de El Defensor de la Religión, uno de los periódicos católicos mexicanos más destacados de la primera mitad del siglo XIX, que logró publicarse en Guadalajara, Jalisco, por seis años consecutivos - i.e., del 16 de enero de 1827 al 24 de mayo de 1833. Este es un periodo amplio si consideramos que en las primeras dos décadas de la vida independiente un rotativo difícilmente sobrevivía más de un año. El proyecto editorial fue impulsado por miembros del Seminario Conciliar y el Cabildo Eclesiástico tapatíos; además, contó con un esquema administrativo que contempló la venta de suscripciones a través de sacerdotes, agentes y establecimientos de, por lo menos, Guadalajara, Ciudad de México, Querétaro, Durango, Zacatecas, León, Lagos, Colima, Jerez, Aguascalientes, La Barca, Xalapa, Veracruz, Zapotlán, Oaxaca, Monterrey, San Luis Potosí, Tepic, Rosario, Guanajuato y Ahuacatlán, lo cual permite vislumbrar su importancia y alcance.

Como argumento central sostengo que El Defensor de la Religión fue establecido como respuesta al influjo de las ideas impías y regalistas que circularon en México a través de folletos, periódicos y libros prohibidos en la década de 1820 por diversas Juntas de censura eclesiástica.2 Asimismo, se plantea que el periódico tapatío buscó dotar al clero de premisas en común de las cuales partir para defender un proyecto nacional republicano-católico que concebía a la Iglesia mexicana como autónoma y soberana en relación con las autoridades civiles, de modo que la libertad de imprenta debía constituir un ámbito subordinado en última instancia a las resoluciones de los tribunales eclesiásticos.

El artículo está organizado en dos secciones. Primeramente, se analiza la circulación de periódicos y libros presuntamente impíos en la década de 1820, cuyos argumentos fueron condenados o rebatidos en una diversidad de folletos financiados por el clero tapatío, que no buscaron esencialmente generar ganancias económicas, lo cual se expresó en los mismos opúsculos. En la segunda parte, se examina cómo la transición de la folletería auspiciada a un negocio editorial orientado a contrarrestar la influencia de las ideas irreligiosas de manera prolongada y ordenada se dio con la publicación de El Defensor de la Religión; se detalla cuáles eran los objetivos y características del rotativo, así como quiénes eran sus impresores y editores.

Circulación de libros prohibidos en México en la década de 1820

Al iniciar la vida independiente, las autoridades tanto civiles como eclesiásticas estimaron que la sobrevivencia de la joven nación dependía en buena medida de la salvaguarda del catolicismo, amenazado por la influencia de las ideas irreligiosas o impías. Por ello, en 1822 el primer Congreso mexicano aclaró que se encontraban vigentes y debían hacerse cumplir las leyes gaditanas referentes a la censura de libros, a las que se añadió un reglamento que detallaba cómo funcionaría el régimen censorio. Por principio, se facultó al clero diocesano para organizar Juntas de censura y decidir qué libros resultaban notoriamente irreligiosos y, por lo tanto, merecían vetarse; sin embargo, toda prohibición debía contar con el aval del Congreso. Además, los decomisos solo podían ser efectuados por los jueces seculares o los alcaldes de los pueblos, sin su autorización, ningún funcionario civil o eclesiástico debía recoger obras prohibidas. Esta fórmula exigía la colaboración estrecha entre los poderes temporal y espiritual, pues la mala relación o comunicación entre ambos conllevaba la ineficacia del sistema. También se determinó que las Juntas estarían obligadas a conceder a un autor censurado - u otra persona en su representación o ausencia - la posibilidad de defender su texto en una audiencia.

Ente 1821 y 1855, se estableció en México un régimen diferenciado en materia de libertad de imprenta. Por un lado, se encontraba el sistema civil, el cual permitía la publicación de ideas políticas sin necesidad de censura previa, pero determinaba que un impreso sería confiscado - y su editor castigado - en caso de que propusiera destruir el catolicismo o las bases constitucionales del Estado, o bien, incitara a desobedecer a las autoridades legítimas, ya sea de manera directa o indirecta; asimismo, contemplaba sanciones para quienes divulgaran contenidos obscenos. Por otra parte, estaba el régimen relacionado con la materia religiosa. A diferencia de los manuscritos políticos, aquellos que versaban sobre religión debían obtener el permiso del clero mexicano para publicarse, de modo que eran sometidos a censura previa ejercida por tribunales eclesiásticos llamados Juntas de censura. Estas estuvieron facultadas para evaluar los libros tanto nacionales como extranjeros posiblemente impíos y decidir cuáles debían prohibirse.

El 27 de septiembre de 1822, el Consejo de Estado que asesoró a Iturbide publicó una primera lista de libros prohibidos, a la cual debían irse sumando las relaciones elaboradas en cada una de las diócesis del país, con la intención de realizar un índice general en un futuro indeterminado. Las obras del listado son las siguientes:

  • Guerra de los Dioses

  • Compendio del origen de todos los cultos por Dupuis

  • Meditaciones sobre las ruinas, o lo que comúnmente se llama: Ruinas de Palmira

  • El Citador

  • La sana razón, o el buen sentido, o sea las ideas naturales opuestas a las sobrenaturales, así en su edición de Ginebra de 819, como en la de Madrid de 821, y cualquiera otra

  • El Compadre Mateo, o Baturrillo del espíritu humano

  • Cartas familiares del ciudadano José Joaquín de Clara Rosa a Madama Leocadia

  • Carta de Taillerand Perigot al Papa

  • El sistema de la naturaleza, y su compendio.3

Controlar la circulación de libros prohibidos resultó problemático por diversas razones que ya he analizado en otras investigaciones. Por ahora, baste mencionar tres:

  • La dificultad práctica que implicaba la vigilancia de un vasto territorio con conocidas zonas de contrabando, como la costa de Tamaulipas. Libreros mexicanos y extranjeros de la primera mitad del siglo XIX estaban dispuestos a traficar obras porque era un negocio lucrativo. Desde luego que el gobierno conocía esta situación; para contrarrestarla, el Congreso promulgó una ley el 30 de octubre de 1822, que autorizaba el cateo de casas bajo sospecha de ocultar mercancías obtenidas a través del contrabando.4

  • La falta comunicación entre los gobiernos diocesanos, alcaldes y gobernadores; algunos de estos últimos desconocían qué libros estaban prohibidos porque el clero no actualizaba ni remitía oportunamente las listas prohibitivas. En otros casos, las discrepancias y pugnas políticas propiciaron la falta de cooperación.

  • Las autoridades civiles descuidaron las actividades de vigilancia. Por ejemplo, cuando se realizaron decomisos y se reembarcaron obras vetadas, estas continuaron anunciándose en la prensa, tal y como advirtió El Sol en septiembre de 1830: “Muchos libros que enseñan el ateísmo, la irreligión y el más corrompido libertinaje […] se anuncian por la imprenta, se venden sin la menor contradicción”.5 Es decir, que existió negligencia por parte del poder tanto temporal como espiritual.

Entre 1825 y 1830, la mayor parte de los gobiernos diocesanos cuestionó el funcionamiento del sistema de censura religiosa y pidió al gobierno central reformarlo. La propuesta más radical al respecto fue planteada por el obispado de Oaxaca, el cual recomendó al presidente Guadalupe Victoria que los clérigos fuesen “reintegrados en la facultad de recoger por sí mismos los libros prohibidos y contrarios a la religión”.6

En ese mismo periodo, el Cabildo Eclesiástico de Guadalajara envió anualmente “varias quejas a ese Gobierno Supremo con motivo a los libros impíos y artefactos obscenos que circulan por toda esta diócesis”.7 Además, el 4 de enero de 1827 escribió a su homólogo de Chiapas para pedirle que promoviera en el Soberano Congreso la promulgación de leyes rigurosas que impidiesen a los editores publicar noticias sobre obras vetadas, pues ello contribuía a que la población se interesara en ellas.8 Y es que era común que se comentaran las ideas de los autores prohibidos en la prensa, o bien, que se publicaran discusiones parlamentarias en las que se citaban dichos autores. Por ejemplo, el 13 de octubre de 1827, El Sol presentó una opinión firmada con el pseudónimo Philopatro, en la que se alentaba a leer a Locke, Montesquieu, Voltaire, Rousseau, Condillac, Desttut de Tracy “y tantos otros” a la hora de buscar términos para escribir o pronunciar un discurso.9 El 23 de enero de 1828, en tal periódico se discutieron los conceptos de tiranía y pacto social de Rousseau, así como de Locke.10

Para explicar por qué los editores mexicanos de los años veinte se atrevieron a publicar noticias sobre los autores prohibidos por los tribunales eclesiásticos, hay que tener en consideración que uno de los grandes retos del clero fue revertir el proceso de desgaste que la Inquisición experimentó desde finales del siglo XVIII, cuando su función social y métodos fueron cuestionados y desprestigiados (Torres, 2010, p. 206). Las Juntas decimonónicas fueron asociadas con el Santo Oficio, por lo tanto, con los sectores más inmovilistas, y aunque las leyes mexicanas de 1821-1855 legitimaron su existencia, su capacidad de acción se vio limitada por el descrédito que tenían entre las élites políticas regionales y amplios sectores lectores.

Los editores de la primera mitad del siglo XIX ejercieron su oficio en un contexto de crítica hacia los tribunales eclesiásticos, cuyas censuras solían refutarse a través de impresos. Por ejemplo, en España, Juan Antonio Llorente decidió impugnar la prohibición de su Proyecto de una Constitución Religiosa (1820); para ello, en 1822 publicó Apología Católica del Proyecto de Constitución Religiosa, en la que incluyó una nueva versión de su Proyecto… Dicha apología se vendió con éxito en México durante la Primera República Federal. La singularidad de Apología Católica… radicaba no solo en las ideas, sino también en el hecho de que constituía una suerte de manual que mostraba a los autores cómo rebatir una prohibición. Llorente (1822) aconsejaba a los escritores que aceptaran las prohibiciones respetables, “fundadas en hechos verdaderos, deducidas con buena lógica” (pp. 22-23, 71), pero que rechazaran las censuras basadas en argumentos de autoridad, que no estaban sustentadas documental o racionalmente.

En México, José Joaquín Fernández de Lizardi (1991) se defendió luego de que fuese excomulgado en febrero de 1822 por la publicación del folleto Defensa de los Fracmasones, declarado prohibido. En el impreso se cuestionaba: “¿Qué tenemos que escandalizarnos de los fracmasones, cuando ni sabemos de qué tratan, ni podemos imputarles por culpa un secreto que guardan religiosamente por no ultrajar a Dios perjurándose?” (pp. 415-19). Fernández de Lizardi criticaba que la Iglesia condenase a las logias de manera irracional, consideraba que, para sentenciar a alguien, primero era necesario presentar pruebas que evidenciaran la falta. Pretendía mostrar que los juicios de Pío VII y los eclesiásticos en general hacia los francmasones eran arbitrarios e incompatibles con una época que demandaba apego a la lógica.

El 7 y el 23 de marzo de 1822 Fernández de Lizardi presentó al Congreso dos textos respectivamente: Exposición del Ciudadano Don José Joaquín Fernández de Lizardi, Leída en el Supremo Congreso de Córtes el día 7 de Marzo del Presente Año. En la que Reclama su Protección contra la Pública Censura Fulminada por el sr. Provisor de este Arzobispado Dr. D. Félix Flores Alatorre, por su Papel Titulado: Defensa de los Fracmasones (1822a) y Demostración de la Justicia del Pensador Mexicano en el Ocurso Tercero que dirigió al Soberano Congreso el 23 de Marzo del Año de 1822. Alegando una Reciente Ejecutoría, sobre que el Conocimiento del Delito de Masonería no Pertenece a la Jurisdicción Ecca., sino Exclusivamente a la Civil (1822b). Con ellos, esperaba convencer a la asamblea de que su excomunión era notoriamente injusta e ilegal: en primer lugar, porque que él no era un masón declarado y, en segundo término, porque el delito de masonería si bien existía, este debía ser castigado por las autoridades civiles con una pena civil. Por lo tanto, el Congreso debía acordar con la Iglesia su absolución.

El mismo año el autor publicó Segunda Defensa de los Fracmasones, donde planteaba que su excomunión era irracional. En su publicación explicaba que no era masón ni defendió a los francmasones, y que el clero lo había condenado por publicar un texto que criticaba a la Iglesia por su práctica despótica orientada a imponer penas basadas en meras sospechas (Fernández de Lizardi, 1822c, p. 4).

En la Colección Lafragua de la Biblioteca Nacional de México (BNM), se conservan diversos opúsculos de El Pensador Mexicano, en los cuales se observa cómo discutió los límites de la libertad de imprenta (Fernández de Lizardi, 1821a, 1822d). Si bien se consideraba necesaria la existencia de Juntas de censura eclesiástica para evitar los abusos de la expresión escrita, Fernández de Lizardi (1821b) pensaba que los fiscales debían apegarse estrictamente a revisar textos que versaban sobre el dogma católico, de modo que contribuyesen a que la población ejerciera una religión más ‘pura’, alejada del fanatismo. Para el autor, no deberían existir impedimentos para publicar impresos sobre disciplina eclesiástica; es decir, sobre las prácticas terrenales del clero que no tienen un carácter imperativo en la Biblia, como el celibato o el cobro del diezmo (Fernández de Lizardi, 1825).

La oficina de Alejandro Valdés, ubicada en la Ciudad de México, imprimió un folleto de Ignacio María Lerdo (1826), censor de tres publicaciones de Fernández de Lizardi, en el que se defendía la autonomía de las Juntas para resolver si un texto debía prohibirse, no importando si versaba sobre disciplina eclesiástica, pues el ejercicio censorio del clero se concebía como soberano. Para Lerdo, así como para muchos religiosos de la época, si una proposición directa o indirectamente cuestionaba las decisiones o prácticas de la Iglesia, merecía vetarse, pues se pensaba que una república católica solo era viable en tanto los eclesiásticos tuvieran la última palabra en todo lo relativo con la libertad de imprenta.

En el taller de Alejandro Valdés y en otras imprentas capitalinas se publicaron opúsculos que refutaron a los ‘polares’, como se llamó genéricamente a los escritores e impresos que por lo general llevaban el término ‘polar’ en sus títulos y se redactaban de manera anónima en la diócesis de Guadalajara (El obispo Cimarron de Jalisco, 1826;Verdadero Amante, 1825; El Gobierno Declaró, 1826). Tal expresión surgió en alusión a los redactores de La Estrella Polar (1822), efímero impreso tapatío de tendencia federalista, órgano de la Sociedad Guadalajarés de Amigos de la Ilustración, el cual cuestionó las riquezas de la Iglesia, el pago obligatorio del diezmo y el fanatismo religioso de la población (Del Palacio Montiel, pp. 128, 151).

Los ‘polares’ se caracterizaron por criticar la disciplina eclesiástica y proponer reformar el clero mexicano mediante leyes establecidas por las autoridades civiles, lo cual evidentemente implicaba la supeditación de la Iglesia al Estado, aun y cuando no se había efectuado un concordato con la Santa Sede que otorgara el patronato al gobierno nacional; estos planteamientos no eran una novedad, sino que formaban parte de las polémicas regalistas españolas del siglo XVIII, cuando la monarquía borbónica reclamó al papado que sus preocupaciones eran más políticas que religiosas y, con base en los escritos de autores como Van Espen, Fleury o Febronio, reivindicó la intervención del rey en asuntos eclesiásticos (Benlloch Poveda, 1984, p. 295).

De acuerdo con Ríos Zúñiga (2014, p. 49), la temática relacionada con la Iglesia más discutida en la década de 1820 fue la indefinición del ejercicio del patronato, si este debía pasar de manera automática a las manos del Estado mexicano o debía establecerse un nuevo acuerdo con Roma. El asunto no era menor, pues si bien el patronato se relacionaba con la designación de obispos, curas y otros cargos, también implicaba participar en la administración de los bienes eclesiásticos y en el cobro del diezmo.

Del mismo modo que los borbones, las élites políticas liberales de la década de 1820 buscaron secularizar el poder político, labor que fue impulsada por los ‘polares’ y cuestionada por el clero tapatío. Es pertinente señalar que, a inicios de esa época, se conformó en Guadalajara un contexto favorable a la discusión pública. Por principio, las autoridades eclesiásticas, lideradas por el obispo Ruiz de Cabañas, apoyaron el Estado encabezado por Iturbide; así, se celebraron verbenas populares y fiestas religiosas. También aparecieron sermones que auguraban un beneficioso futuro. Por otro lado, miembros del sector comercial, secundados por el clero, establecieron una Junta Patriótica, encargada de fomentar el desarrollo industrial, agrario, educativo y político; para cumplir con tal propósito, la Junta fundó un órgano de divulgación: La Aurora Social de la Nueva Galicia, la cual empezó a publicarse el 1 de enero de 1822. Desde luego, el gobierno civil de la provincia propagó leyes impresas, comúnmente fijadas en los edificios públicos, que servían como punto de reunión (Del Palacio Montiel, 2001, pp. 111-15).

Asimismo, emergió una folletería anticlerical, la cual criticó el tipo de espiritualidad promovido en la población. Se acusó a los sacerdotes de difundir el fanatismo, toda vez que carecían de una instrucción ilustrada, acorde con el siglo XIX. Y es que la élite eclesiástica debía interesarse en promover la ‘piedad ilustrada’; es decir, un modelo devocional de piedad orientado a ejercer una espiritualidad racional, contemplativa y reflexiva, alejado de las supersticiones y las expresiones externas de piedad. Dicho modelo formaba parte de las reformas borbónicas; en nuestro país, fue planteado durante en el IV Concilio Provincial Mexicano de 1771 (Aceves Ávila, 2018, p. 42).

Se esperaba que la grey no exhibiera un culto excesivo a las imágenes con grandes muestras exteriores de fervor (por ejemplo, en las procesiones). También se buscó que el clero tuviera un papel estricta y patentemente espiritual, desapegado de lo material, de modo que debía evitar toda manifestación de opulencia (Aceves Ávila, 2018, p. 43).

La libertad de imprenta propició que se discutieran los aspectos eclesiásticos y religiosos considerados como barrocos. Así, en los folletos tapatíos se tachó a la Iglesia mexicana de fanática, perversamente adinerada y enemiga de la fe. Para Connaughton (2012, p. 63), las tendencias seculares del periodo se presentaron como desafíos importantes en la lucha por la hegemonía social.

El alto clero de Guadalajara pugnó por defender la supremacía espiritual de la Iglesia en una sociedad católica; al hacerlo, se le presentó un gran reto: responder al enorme flujo de impresos de corte regalista, que, desde su óptica, debía prohibirse, toda vez que propiciaba que los lectores perdieran el respeto por la Iglesia y, por lo tanto, se aproximaran a posturas impías y heréticas.

Algunos cabildos eclesiásticos, frustrados por la incapacidad de las autoridades civiles para frenar la circulación de libros prohibidos y folletos que criticaron tanto la disciplina eclesiástica como las resoluciones de las Juntas, decidieron desatender el ejercicio censorio conforme a las leyes. Otros gobiernos diocesanos optaron por valerse de la prensa para combatir el influjo de las ideas impías; el caso más notable al respecto fue el de Guadalajara. De acuerdo con Brian Connaughton (2012, pp. 78-79), el clero tapatío estaba compuesto por “prominentes clérigos” habituados al combate ideológico a través de los impresos, toda vez que durante la década de 1810 publicaron opúsculos contrainsurgentes y en el siguiente decenio debatieron reformas constitucionales mediante sermones y cartas pastorales. Entre 1825 y 1831, la diócesis de Guadalajara careció de obispo, lo cual probablemente propició “una ampliación en punto” de la folletería clerical, mucha de ella anónima, orientada hacia las polémicas político-religiosas; huelga decir que las imprentas locales se multiplicaron (Connaughton, 2012, p. 152).

En esos años, el Cabildo Eclesiástico tapatío informó a las autoridades centrales que en Jalisco y otros estados vecinos circulaban periódicos y libros contrarios al catolicismo, además de biblias no autorizadas. Sin embargo, decidió no elaborar listas prohibitivas. En 1830, notificó al Ministerio de Justicia y Negocios Eclesiásticos “con amargura inexplicable de mi corazón” que no se habían realizado prohibiciones porque era inútil, afirmó que la única manera de detener la enorme cantidad de literatura irreligiosa que circulaba en el país era permitirle al clero realizar decomisos.11 ¿El clero tapatío estuvo siempre desencantado con el régimen censorio? Al parecer no. En 1825, escribió en el folleto El Otro Polar en Palpables Tinieblas que:

[…] la autoridad eclesiástica, prohibiendo el papel [impío] y excomulgando al autor cuando sea tiempo, cumple con un deber sagrado, justifica la causa de Dios y de la iglesia, preserva a los incautos, quienes después de declarado el autor excomulgado, no podrán ya leer sus papeles, por no participar con el incrimine criminoso. (Cabildo Eclesiástico de Guadalajara, 1825, p. 3)

Para explicar el desencanto con el sistema censorio, hay que agregar que algunos eclesiásticos cuestionaron la capacidad de los clérigos jóvenes para ejercer la censura. El 19 de noviembre de 1825, la Junta de Guadalajara celebró un juicio efectuado para evaluar el contenido de Conjuración de un Polar. El secretario que elaboró el acta de la sesión asentó que Francisco Severo Maldonado, cura de ‘Jalos’ (Jalostotitlán), reprochó que el tribunal estaba conformado “por jóvenes fogosos, sin nociones extensas de su facultad y sin leer más obras que las de su idioma”.12

Según Connaughton (2012, p. 198), el clero tapatío aceptó que no podía frenar mediante el régimen de censura la circulación de las ideas impías y las opiniones que le eran incómodas, sobre todo aquellas relacionadas con la libertad de imprenta. En consecuencia, se centró en condenarlas y rebatirlas públicamente. Es importante mencionar que los eclesiásticos no estuvieron solos en esta misión: en la primera mitad del decenio fueron apoyados por algunas imprentas de Guadalajara, ente ellas, la Imprenta de la viuda de Romero y la Imprenta del ciudadano Mariano Rodríguez, las cuales posteriormente estamparon El Defensor de la Religión.

Ambos talleres arriba mencionados publicaron múltiples folletos costeados por el clero tapatío que polemizaron con impresos de orientación ‘polar’ y refutaron las ideas divulgadas en los libros prohibidos.13 Estos folletos contaron con licencia del ordinario, y fueron costeados por el clero de Guadalajara por notas en las que se explica que este no respondía a los escritores impíos con tanta frecuencia ni de manera más amplia porque no contaba con los recursos suficientes para hacerlo. Además, no se especifica en los opúsculos modalidad alguna de suscripción o sitios de venta, estamos ante una folletería abiertamente orientada al combate político-religioso que no buscó esencialmente generar grandes ganancias económicas, tal y como aseveró Clemente Sanromán (1824) en El Error Despojado de los Adornos y Aliños de la Virtud y Presentado Bajo su Propia Forma: “no tenemos suscriptores pues no nos hemos propuesto lucrar, continuaremos dando algunos números mientras lo exija el bien de la Iglesia y la felicidad del Estado” (p. 42). Cabe señalar que, aunque una buena parte de los opúsculos eran anónimos, en ocasiones el redactor brindaba datos de sus actividades; por ejemplo, el escritor de Todavía se quiere desfigurar la verdad afirmó contar con permiso para leer obras prohibidas, concesión que se otorgaba únicamente a miembros distinguidos de la Iglesia (1825). En otras ocasiones, se puntualizó que el impreso fue redactado por algún canónigo y estaba dirigido a la grey de Guadalajara o a las autoridades civiles. Es de suma importancia aclarar que tales opúsculos no pretendían dialogar o debatir ideas en pos de enriquecer temáticas puntuales, más bien buscaban acallar a quienes consideraban enemigos de la religión, cuyos planteamientos siempre fueron tratados como sandeces impías. En Otro Palo, a los editores de El Nivel (Cabildo Eclesiástico de Guadalajara, 1826), el clero tapatío afirmó que la folletería religiosa era necesaria para “responder a la calumnia mil veces repetida”, propiciada por “la manía de escribir”, que a su vez era el resultado de los “miserables ecos de los impíos Baile, Volter, Ruso, Volnei [sic] y otros de la misma clase” (p. 1). Los redactores eclesiásticos consideraban que combatían a enemigos irracionales que pronunciaban discursos “que pueden descatolizar al pueblo” (p. 1).

Si los numerosos enemigos de Dios divulgaban sus ideas de manera constante e incesante, los opúsculos no bastaban para contrarrestar su influencia: era menester una publicación periódica capaz de generar los recursos económicos necesarios para mantenerse de manera prolongada, que contase con un esquema de distribución que rebasara las fronteras de la diócesis de Guadalajara. La transición de la folletería auspiciada a un negocio periodístico se dio con la publicación de El Defensor de la Religión, cuyo primer número apareció el 16 de enero de 1827.

El Defensor de la Religión

El Defensor de la Religión surgió en un contexto caracterizado por la crítica pública a la disciplina eclesiástica y la difusión de ideas regalistas que defendían la facultad de las autoridades civiles para intervenir en la organización de la Iglesia. Para buena parte del clero, en tanto no se acordara un concordato a través del cual la Santa Sede concediera el patronato al Estado mexicano, los gobiernos diocesanos debían ejercer sus funciones de manera autónoma y soberana, entre ellas, la censura. Para los tribunales eclesiásticos, todo cuestionamiento a la postura de los obispos o los canónigos era un acto impío, así como un ataque que deslegitimaba a la Iglesia, una de las autoridades constitucionalmente establecidas.

Durante la década de 1820, el Cabido Eclesiástico tapatío sostuvo que la existencia de una república católica federal solo era posible si el Estado respetaba las decisiones autónomas de la Iglesia, de otro modo, se tendía hacia la desobediencia y la desintegración nacional. Un opúsculo de la entidad lamentaba: “¡Con cuanto dolor he visto el abuso horrible que se hace de la imprenta en mi patria Jalisco! ¡Con que vilipendio trata un polar la religión! ¡Y qué resultará en la república sin ella?” (Covarrubias, 1825, p. 1). A través de las páginas de El Defensor de la Religión también puede observarse tal polémica, la cual refleja uno de los proyectos existentes en torno al federalismo mexicano.

Cabe señalar que en la década de 1810 el clero encabezado por el obispo Ruiz de Cabañas refutó públicamente, primero, las ideas insurgentes que cuestionaron la legitimidad del gobierno español establecido en la capital novohispana tras el derrocamiento de José de Iturrigaray, y después, el liberalismo desarrollado en las Cortes de Cádiz, que defendía la creación de una monarquía constitucional con facultades para construir y regular una Iglesia nacional, tal como acontecía en Francia. El ordinario afirmó que Napoleón Bonaparte buscaba derrocar a los reyes católicos de occidente, para lo cual fomentó guerras civiles y debilitó la fe de la población; por ejemplo, suprimiendo la Inquisición (Escrig, 2021, pp. 231-32).

Y es que, en el marco de referencias intelectuales de los liberales españoles, que se jactaban de sus ideas ilustradas, figuraban obras de católicos franceses que ensalzaban el poder monárquico, a la vez que criticaron las prácticas de la Santa Sede. Baste mencionar los textos del abate Fleury, el galicano Bossuet y François Fénelon, los cuales promovieron el fortalecimiento de una Iglesia nacional que no estuviese sujeta a las órdenes directas de Roma, sino del rey (Connaughton, 2014, pp. 353, 360).

Tras la consumación de la independencia, las ideas liberales se consolidaron en el ámbito político mexicano, sobre todo aquellas que defendieron un proyecto republicano federalista que suponía que los Congresos estatales tenían facultades para intervenir en las decisiones de los gobiernos diocesanos. Así, después de 1824 las Cámaras de México, Guanajuato y San Luis Potosí solicitaron al Ministerio de Justicia y Negocios Eclesiásticos que instara a los obispos a enviarles cualquier edicto prohibitivo para su aprobación.14 Ante esta situación, no es de extrañar que, en los años veinte, aparecieran en Guadalajara impresos eclesiásticos que refutaron la folletería anticlerical, defendieron la autonomía eclesiástica y plantearon que solo el poder espiritual debería tener el derecho de opinar públicamente sobre la organización y las prácticas de la Iglesia.

El Defensor de la Religión se fundó con el objetivo de impugnar a quienes abusaban de la libertad de imprenta opinando sobre “los dogmas católicos, la disciplina eclesiástica, la conducta del clero secular y regular” (Prospecto, 1826, p. 1). En el prospecto que anunció su aparición se hizo alusión a la folletería de 1821-1826, confirmando que el clero tapatío mandó publicar opúsculos “para combatir el error y vindicar a los ministros del santuario, de las calumnias con que han pretendido obscurecer su buen nombre y justo concepto” (Prospecto, 1826, p. 1). También se afirmó que dichos folletos no habían “tenido aquella circulación que sería de desear, ni forman un cuerpo de doctrina capaz de instituir a los pueblos en un asunto del mayor interés”, además de que era “un dolor que empeñándose tanto los enemigos de la Iglesia en propagar sus errores, no haya un periódico dedicado exclusivamente a impugnarlos” (Prospecto, 1826, p. 1).

El Defensor de la Religión fue fundado por Pedro Espinosa y Dávalos (1793-1866), licenciado en teología por la Real Universidad de Guadalajara, donde también obtuvo su borla doctoral; fue profesor en el Seminario Conciliar y en 1825 fungió como promotor fiscal de la Junta de Censura, la cual intentó excomulgar a Anastasio Cañedo, tras haber criticado al clero desde La Estrella Polar, pero tal escritor se defendió legalmente, tal y como lo hiciera Fernández de Lizardi. Es evidente que Espinosa y Dávalos experimentó la frustración del clero mexicano ante el sistema de censura y la numerosa circulación de impresos presuntamente impíos; por ello, quizá concluyó que era mejor combatir prensa contra prensa, que valerse del régimen censorio. Fue nombrado canónigo de gracia y lectoral del Cabildo Eclesiástico en 1832 y diputado en el Congreso Nacional de 1834 a 1836 (Universidad de Guadalajara [UdeG], 2022b).

Colaboraron como redactores de El Defensor de la Religión Francisco Espinosa y Dávalos (1801-1856), así como Pedro Barajas y Moreno (1795-1868). El primero era hermano menor del fundador del periódico, estudió en el Seminario Conciliar de Guadalajara, del cual llegó a ser profesor y rector; se ordenó como sacerdote en 1825. Del mismo modo que su hermano, ingresó al Cabildo Eclesiástico en 1832 y fue nombrado diputado en el Congreso Nacional en 1834. Es notorio que estamos ante una mancuerna familiar que buscó aliados para incidir en el ámbito político (UdeG, 2022c). Por otro lado, Pedro Barajas estudió en el Seminario tapatío en la década de 1810 y hacia 1820 ingresó a la Facultad de Teología de la Real Universidad de Guadalajara; en 1824 se incorporó al claustro de catedráticos del Seminario. Para 1832 ingresó al Cabildo Eclesiástico y en 1835 fue electo diputado al Congreso de la Unión, del cual fue dos veces presidente y una vicepresidente (UdeG, 2022a).

Es decir, que el equipo editorial de El Defensor de la Religión estaba conformado por eclesiásticos que se desenvolvieron en la docencia y la política, cuya formación y acceso a una institución como el Seminario de Guadalajara, que contaba con una biblioteca, les brindaba los elementos necesarios para poner en marcha un periódico caracterizado por divulgar discursos que, más allá de la simpatía o aversión que pudieran generar, estaban ampliamente argumentados y hacían referencia a las fuentes que los sustentaban. Desde luego que la pertenencia de los redactores al sector eclesiástico propició que el rotativo contara con la aprobación de la Junta de Censura. Al final de los textos publicados desde el primer número se hacía explícito que estos contaban con la licencia del ordinario, por lo cual se comunicó a los lectores que el periódico era respetuoso de las leyes, el dogma, la moral y la disciplina de la Iglesia.15

Durante 1827-1830, El Defensor de la Religión se publicó los martes y viernes; en 1832-1833, se estampó únicamente los viernes, quizá por las ocupaciones de los hermanos Espinosa y Dávalos en el Cabildo Eclesiástico. El periódico fue impreso en cuatro talleres diferentes: en la Imprenta de la viuda de Romero del 16 de enero al 27 de noviembre de 1827; en la Imprenta del C. Mariano Rodríguez del 30 de noviembre de 1827 al 14 de marzo de 1828; en la Imprenta a cargo del C. José Orosio Santos del 18 de marzo de 1827 al 9 marzo 1930, y en la Imprenta del C. Dionisio Rodríguez del 17 de agosto de 1832 al 24 mayo de 1833.

Cabe señalar que, mientras El Defensor de la Religión fue elaborado en la Imprenta de la viuda de Romero, ocasionalmente los talleres de Mariano Rodríguez y José Orosio Santos reimprimían algunos números, lo cual puede ser sintomático del interés que generó el proyecto editorial desde sus inicios, ya sea por motivos económicos, afinidad política e ideológica, o ambos. Las reimpresiones también pueden indicar que el periódico tuvo una amplia demanda que no pudo satisfacer una sola imprenta.

Ahora bien, si El Defensor de la Religión fue tempranamente exitoso: ¿por qué tuvo varios impresores?, ¿por qué un solo taller no capitalizó la demanda del periódico durante los seis años en que se publicó? Diversos sucesos pueden explicar estas cuestiones (las cuales rebasan los propósitos del presente artículo), baste mencionar brevemente dos de ellos:

  • La propietaria de la Imprenta de la viuda de Romero, Petra Manjarrés y Padilla, ya tenía planeado su retiro cuando comenzó a publicarse El Defensor de la Religión. Este taller tuvo una dinámica actividad entre 1821 y 1827, lapso en el cual publicó numerosos folletos y el efímero periódico La Cruz (1824), que exhortó a evitar la lectura de la “caterva de libros perniciosos” de Diderot, Voltaire, Rousseau y D’Alembert;16 sin embargo, Petra decidió jubilarse y embarcarse hacia España junto con su familia a finales de marzo de 1828, por lo cual vendió su imprenta un año antes (Medina, 1982, pp. X, XIII-XIV).17

  • El segundo impresor de El Defensor de la Religión, Mariano Rodríguez, enfrentó un proceso judicial luego de que fuera denunciado el volúmen 15 del periódico, correspondiente al viernes 7 de marzo de 1828; Fermín González, fiscal civil de imprenta, denunció dicho número porque consideró que una proposición era sediciosa, pues señalaba que: “Como la iglesia de Dios es una sociedad soberana e independiente, no tiene ni puede tener otras leyes para su gobierno que las que ella misma establezca, y las que le ha impuesto el divino fundador”.18 Una vez iniciada la causa, Mariano Rodríguez decidió dejar de publicar el rotativo de Pedro Espinosa y Dávalos.

Un indicio que permite plantear que El Defensor de la Religión fue un proyecto editorial exitoso es el hecho de que, entre 1830-1833, anualmente se reimprimieron todos los números del periódico, cuyos contenidos se separaron en temas específicos y se publicaron en 10 volúmenes encuadernados. Los volúmenes del 1 al 4 se imprimieron en la Oficina a cargo de José Orosio Santos, los primeros tres en 1830 y el último en 1831. Los volúmenes del 5 al 8 (1831) se estamparon en la Oficina del C. Dionisio Rodríguez, del mismo modo que los volúmenes 9 (1832) y 10 (1833).

De acuerdo con el equipo editorial de El Defensor de la Religión, las reimpresiones encuadernadas y separadas en materias se publicaron porque:

Nunca nos persuadimos que nuestro periódico titulado DEFENSOR DE LA RELIGIÓN fuera tan bien recibido de nuestros compatriotas, que nos viéramos precisados a hacer una segunda edición de él; pero después de terminada su publicación, de muchos puntos de la república se nos pidió con insistencia su reimpresión separando las materias que se contenían en los distintos artículos del periódico: no pudiendo negarnos a sus peticiones nos vimos precisados a conceder con ellas.19

Cabe señalar que el primer volumen está dedicado “a los muy ilustres y venerables cabildos y señores gobernadores de las diócesis de la república mejicana”.20 En las últimas páginas de este se incluyó una lista con más de un centenar de suscriptores a la reimpresión, en la que figuran canónigos e instituciones eclesiásticas, por ejemplo: los cabildos Metropolitano y de Oaxaca; José María Nieto, secretario del gobierno eclesiástico tapatío; Juan José de los Ríos, chantre de la Iglesia catedral de Guadalajara; Juan Nepomuceno Camacho, vicerrector del Seminario de Guadalajara; Francisco Arroyo, canónigo de la Catedral de Monterrey de 1819 a 1831 y diputado del Congreso de Nuevo León durante cinco legislaturas. Asimismo, aparecen curas de diversos puntos de Jalisco, Monterrey, Oaxaca, Guanajuato, Zacatecas, Sonora, Querétaro y Chiapas.

En la relación de suscriptores también pueden observarse políticos civiles de Guadalajara, como el senador Teodoro Galván y el diputado Mariano Leal, además de Benito Juárez, de Oaxaca, que hacia 1830 laboraba en el Instituto de Ciencias y Artes de Oaxaca, del cual fue rector un año después.

Los volúmenes 1, 2 y 7, resguardados en el fondo reservado de la Biblioteca Nacional de México cuentan con la marca de fuego del Convento de Carmelitas de San Ángel (véanse Figuras 1, 2 y 3). El hecho de que tal orden comprara la reimpresión encuadernada de El Defensor de la Religión permite formular preguntas para futuras investigaciones: ¿El Defensor de la Religión fue utilizado para la formación de sacerdotes?, ¿se leyó de manera colectiva?, ¿sirvió como guía para ejercer la censura eclesiástica? Hasta el día de hoy no se conocen otras colecciones periódicas de la vida independiente selladas con fuego, actividad asociada casi exclusivamente al periodo colonial, que posibilita reflexionar sobre las prácticas de lectura en las bibliotecas conventuales.

Corte superior del volumen 1 de la reimpresión El Defensor de la Religión (1830)

Fuente: BNM, Fondo Reservado. Fotografía del autor.

Corte superior del volumen 2 de la reimpresión El Defensor de la Religión (1830)

Fuente: BNM, Fondo Reservado. Fotografía del autor.

Corte superior del volumen 7 de la reimpresión El Defensor de la Religión (1831)

Fuente: BNM, Fondo Reservado. Fotografía del autor.

Dicho lo anterior, es conveniente profundizar en el esquema comercial de El Defensor de la Religión, el cual permite observar cómo se desarrolló un negocio editorial sólido que posibilitó a Pedro Espinosa y Dávalos contrarrestar la influencia de las ideas irreligiosas de manera sistemática.

Cada número de El Defensor de la Religión tenía una extensión de cuatro páginas, aunque ocasionalmente - cuando se requería discutir un evento político polémico - se publicaban seis. Así como la mayor parte de los periódicos y revistas de los siglos XVIII y XIX, puede considerarse un libro por entrega: la foliación era continua, de modo que si, por ejemplo, el número 2 finalizaba en la página 8, el número 3 iniciaba en la página 9. Esta estrategia editorial estaba pensada para que el periódico fuese coleccionado y empastado en volúmenes; además, ayudaba a que todo aquel que no contaba con los recursos suficientes para pagar el precio de un libro completo, pudiese ir adquiriendo fragmentos de este hasta completarlo, siempre que comprara una suscripción, la cual a su vez permitía al editor adquirir los insumos necesarios para seguir publicando.

Así, cada discurso escrito por la redacción de El Defensor de la Religión era fragmentado y publicado en múltiples números. El contenido de todos los volúmenes publicados entre 1827 y 1833 será analizado en un futuro artículo, por ahora, baste mencionar que este era heterogéneo, a diferencia de la folletería de la primera mitad de la década de 1820, que discutía un tema o suceso específico. De acuerdo con el prospecto que anunció la aparición del periódico, cada número tendría tres secciones:

[…] en la primera hablaremos sobre los fundamentos de nuestra creencia católica, la íntima concesión que la santa religión tiene con el bien y felicidad de la república y de cualquier otro gobierno. Hablaremos en la misma sobre los dogmas y los preceptos de la moral evangélica. En la segunda: trataremos sobre la autoridad de la Iglesia, su independencia de toda autoridad, y sobre las leyes de la disciplina que nos rigen, la necesidad que tenemos de observarlas y respetarlas. Por último, en la tercera comunicaremos algunas noticias, así nacionales como extranjeras, con algunos trozos selectos de la historia eclesiástica para amenizar la lectura. (Prospecto, 1826, p. 1)

Sin embargo, El Defensor de la Religión solía incluir más información que la arriba descrita: dedicaba pequeños espacios para refutar a ciertos periódicos, sobre todo de Guadalajara y la Ciudad de México, además de que respondió a las dudas e inquietudes de los lectores. Esporádicamente, en la última página se presentaron algunos anuncios; por ejemplo, en 1827, mientras El Defensor de la Religión se estampó en la Imprenta de la viuda de Romero, se ofertaron libros.

La falta de publicidad constante permite vislumbrar que la mayor parte de los ingresos del periódico eran generados por la venta de suscripciones. Ello explicaría por qué El Defensor de la Religión tuvo numerosos puntos de venta fuera de Guadalajara, los cuales aumentaron con el tiempo. Cuando el proyecto editorial inició, las suscripciones no solo eran vendidas en el nivel local por la imprenta donde se elaboraba el periódico, sino también por Mariano Galván, en la Ciudad de México; por Francisco Diez de Bustamante, en Querétaro; por Francisco Martínez Negrete, en Durango; por José María Arrieta, en Zacatecas; por José Manuel Somera, en León; por Manuel Ignacio Gómez Anaya, en Lagos; por Martín Ánguiado, en Colima; por José María Raigosa, en Jerez; por José María Esparza y Narváez, en Aguascalientes; por José Serrato, en la Barca; por Francisco González, en Jalapa; por Pedro Garay, en Veracruz; por Agustín Navarro, en Zapotlán; por Manuel Cañas, en Oaxaca; por Ignacio Alcocer, en Monterrey; por el administrador de correos en San Luis Potosí, Tepic, Rosario y Guanajuato, y por el receptor de alcabalas en Ahuacatlán.21

Suscribirse a El Defensor de la Religión en Guadalajara tenía un precio de 1 peso por un mes, 15 reales por dos meses y 30 reales por un cuatrimestre. La suscripción fuera del estado, franco de porte, valía 12 reales por un mes, 22 reales por dos meses y 5 pesos por cuatrimestre.

Para el 10 de abril de 1827, a casi tres meses de su inauguración, El Defensor de la Religión comenzó a ser comercializado en Saltillo por Ignacio Arispe, y en Teocaltiche (Jalisco) por Mariano Gómez. Posteriormente, el 15 de mayo, las suscripciones al periódico se vendieron en Puebla por José María Gutiérrez de la Huerta y en Tepic por Isidro Díaz. Hacia el 19 de junio, el periódico lo ofertaba Rafael Porto en Zamora (Michoacán). Durante 1828 otros personajes se sumaron a la lista de vendedores de suscripciones de El Defensor de la Religión - i.e., Luis Avediano en la Ciudad de México, y Pedro Morales en Monterrey - y el 17 de agosto de 1832 se publicó que también los curas de la diócesis de Guadalajara venderían suscripciones, lo cual evidencia el apoyo del gobierno eclesiástico tapatío al periódico de Pedro Espinosa y Dávalos, una ventaja que muy pocos editores tenían.

Es decir, que El Defensor de la Religión pudo distribuirse en una amplia zona del territorio nacional en virtud de una red de agentes comerciales que se interesó en el periódico y la pertenencia de sus editores al sector eclesiástico. Ello explica en parte su éxito editorial. La comunicación entre el obispado tapatío y otros gobiernos diocesanos posiblemente fue aprovechada para promocionar El Defensor de la Religión, aunque es necesario consultar los diversos archivos históricos de las diócesis del país para corroborarlo.

Conclusiones

El Defensor de la Religión ha sido utilizado como fuente en diversos trabajos históricos. También se le ha mencionado de manera breve en algunos textos, sobre todo para ejemplificar cómo se desarrolló en el México independiente un dinámico debate público en el que el clero fue tanto polemista como parte discutida. Baste aludir a la obra de Connaughton y de Del Palacio Montiel. Sin embargo, El Defensor de la Religión no se había abordado como un proyecto inserto en un fenómeno censorio. Enfatizar el papel de los periódicos decimonónicos como mecanismos de la censura eclesiástica representa un aporte teórico importante; esto nos ayuda a entender que las publicaciones no surgieron solamente por el afán de escribir, sino también por el interés en acallar.

A lo largo del artículo se comprobó cómo El Defensor de la Religión fue fundado por Pedro Espinosa y Dávalos para cumplir con un propósito inalcanzado por la folletería auspiciada por el clero tapatío en la primera mitad de la década de 1820: contrarrestar de manera ordenada y constante la influencia de los impresos que cuestionaban la disciplina del clero mexicano y proponían reformarlo mediante leyes establecidas por las autoridades civiles.

No puedo comprobar que Pedro financió directamente los opúsculos de principios de los años veinte, pues la mayor de estos se redactaba de manera anónima, aunque sí se sabe fueron auspiciados por miembros del clero. Sea como fuere, la fundación de un negocio editorial como El Defensor de la Religión, el cual contó con un amplio esquema de distribución, permitió que los eclesiásticos contasen con un medio que sistematizaba los argumentos necesarios para impugnar de manera sólida las presuntas publicaciones impías. Además, las reimpresiones encuadernadas facilitaron el estudio y acceso a los discursos del periódico.

¿Diseñó Pedro Espinosa y Dávalos el esquema comercial y estrategias editoriales de El Defensor de la Religión?, ¿lo apoyaron en esta labor su hermano menor y Pedro Barajas y Moreno?, ¿recibió asesoría externa?, ¿fueron los impresores quienes esbozaron el modelo de negocio? No pude desarrollar tales preguntas en el artículo y por el momento carezco de elementos para responderlas de manera sólida. Lo cierto es que luego de la fundación de El Defensor de la Religión puede observarse a un clero tapatío que alcanzó la madurez en el ámbito de la discusión pública, lo cual supuso transitar de la folletería sin fines de lucro al negocio editorial.

El Defensor de la Religión contribuye a estudiar el fenómeno censorio decimonónico, toda vez que fue un periódico que surgió ante la ineficacia del sistema de censura eclesiástica. Aunque existía un marco jurídico que limitaba la libertad de imprenta, en la práctica la censura era muy débil. Si las autoridades civiles no pudieron controlar la circulación de libros prohibidos, mucho menos estuvieron en condiciones de ejercer una vigilancia eficaz de la prensa, mediante la cual incluso se anunciaban las obras vetadas por las Juntas. En consecuencia, una parte del clero mexicano se dedicó a refutar a los supuestos herejes a través de la imprenta.

Quizá Pedro Espinosa y Dávalos no tenía la intención de incursionar en el ámbito editorial al iniciar la década de 1820, pero el polémico contexto de discusión lo motivó a hacerlo. Esta situación no fue exclusiva de Guadalajara. Estamos ante una época caracterizada por el desprestigio de los tribunales eclesiásticos y la emergencia de la libertad de imprenta en América Latina. En otros puntos, como Lima o Buenos Aires, aparecieron publicaciones que cuestionaron la autoridad y prácticas de censura de la Iglesia, y esta desde luego se valió de la imprenta para defenderse. ¿Qué tan sólidos y exitosos fueron los periódicos católicos fundados en los diversos Estados nacionales latinoamericanos? Discutiré tales cuestiones en otros textos. Entretanto, espero que este estudio sirva para comprender los distintos fenómenos relacionados con la censura decimonónica, entre ellos, aunque pudiera parecer irónico, la emergencia de la prensa católica.

Notas al pie:
  • 1

    La investigación se realizó en el Instituto de Investigaciones Bibliográficas (UNAM) gracias al financiamiento del Programa de Becas Posdoctorales en la UNAM. Fue asesorada por Manuel Suárez Rivera

  • 2

    Este argumento lo expuse el jueves 11 de mayo de 2023 en la sesión regular del Seminario Interdisciplinario de Bibliología del Instituto de Investigaciones Bibliográficas de la Universidad Nacional Autónoma de México.

  • 3

    Archivo General de la Nación de México (AGN), Justicia eclesiástica, vol. 37, fols. 366-67. La lista se transcribió fielmente de la fuente consultada. No se especificó el autor ni el año de publicación de los libros.

  • 4

    Biblioteca Nacional de México (BNM), Colección Lafragua, n. 1190, Congreso, “Decreto de 30 de octubre de 1822, que permite el cateo de casas cuando se persiga el contrabando y otros delitos” [s. p. i.], 1 h. 31 cm.

  • 5

    AGN, Justicia eclesiástica, vol. 61, fol. 12.

  • 6

    El Sol, 22 de septiembre de 1830, p. 4.

  • 7

    AGN, Justicia eclesiástica, vol. 97, fols. 145-46.

  • 8

    Archivo Histórico Diocesano de San Cristóbal de Las Casas (AHDSCC), carpeta 5252, exp. 18.

  • 9

    El Sol, 13 de octubre de 1827, p. 3.

  • 10

    El Sol, 23 de enero de 1828, p. 3.

  • 11

    AGN, Justicia eclesiástica, vol. 97, fols. 145-46.

  • 12

    El Nivel, 22 de noviembre de 1825, pp. 1-2.

  • 13

    BNM, Colección Lafragua, misceláneas 1404, 1414-1416, 1441.

  • 14

    AGN, Justicia eclesiástica, vol. 61, “Sobre que los gobiernos eclesiásticos remitan listas de los libros que hubieren prohibido en sus respectivas diócesis”, fols. 89-94.

  • 15

    El Defensor de la Religión,16 de enero de 1827, p. 4.

  • 16

    BNM, Colección Lafragua. La Cruz, 15 de mayo de 1824, p. 1. Este periódico está encuadernado en la miscelánea 1414 junto con otros impresos de Guadalajara.

  • 17

    Es pertinente mencionar que Petra Manjarrés heredó el taller de su esposo, José Fructo Romero, fallecido en febrero de 1820. Romero, a su vez, había recibido la imprenta - quizá por compra - en 1808 de Mariano Valdés Téllez Girón, primer impresor que hubo en Guadalajara, quien estableció su negocio a principios de 1793 en la plaza de Santo Domingo.

  • 18

    El Defensor de la Religión, 14 de marzo de 1828, p. 5.

  • 19

    El Defensor de la Religión, vol. 1, reimpresión de 1830, p. preliminar.

  • 20

    El Defensor de la Religión, vol. 1, reimpresión de 1830, p. preliminar.

  • 21

    Primeras páginas de los números de El Defensor de la Religión publicados del 16 de enero al 6 de abril de 1827.

Hemerografía
  • El Defensor de la Religión. Guadalajara.
  • El Nivel. Guadalajara.
  • El Sol. Ciudad de México.
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  • El Defensor de la Religión que se publicó en la ciudad de Guadalajara, capital del estado de Jalisco para impugnar los errores de los últimos siglos. Separadas las materias en distintos tomos; por los mismos editores. (1830). (Vols. 1-2). Guadalajara: Oficina a cargo de José Orosio Santos.
  • El Defensor de la Religión que se publicó en la ciudad de Guadalajara, capital del estado de Jalisco para impugnar los errores de los últimos siglos. Separadas las materias en distintos tomos; por los mismos editores. (1831). (Vol. 7). Guadalajara: Oficina del C. Dionisio Rodríguez.
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  • Fernández de Lizardi, J. J. (1822c). Segunda defensa de los fracmasones. Por el Pensador Mexicano. Ciudad de México: Imprenta del Autor.
  • Fernández de Lizardi, J. J. (1822d). Maldita sea la libertad de imprenta. Ciudad de México: Oficina de Betancourt.
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  • Todavía se intenta desfigurar la verdad. (1825). Guadalajara: Imprenta del ciudadano Mariano Rodríguez.
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Historial:
  • » Recibido: 12/04/2023
  • » Aceptado: 12/06/2023
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